Escrito por Nicolás Ruiz Berruecos
En un post de Facebook, el escritor Roy Galán escribió una opinión defendiendo a Emilia Pérez (2024). Su idea es que atacar la película porque Jacques Audiard no es mexicano ni narcotraficante ni transexual es operar una nueva forma de censura identitaria que castra el poder creativo de la ficción.
“Reclamar legitimidad a quien hace ficción”, explica Galán, “es una manera de censura preventiva. Lo es porque circunscribir la creación a aquello que conoces, que has vivido o que eres, es una forma de acabar con lo propiamente ajeno de la ficción, con lo que no soy y por eso la ficción me permite imaginarlo. El exceso de narraciones en primera persona construye la idea de que no hay otra forma de narrarnos, pero sí la hay, siempre la hubo. Podemos narrarnos siendo otros.”
Por supuesto, siempre hemos tenido otras formas de narrarnos fuera de la primera persona. No se le prohíbe a nadie inventar en tercera persona, imaginarse como otros. Algunos argumentarían, incluso, que no hay una primera persona pura; que toda primera persona no es el autor desdoblado, sino la creación de un personaje. Como tampoco hay una tercera persona absolutamente ajena que no implique a la autoría que la crea.
Estamos de acuerdo en que Dostoievski no tuvo que matar a una vieja usurera para crear a Raskolnikov, ni que Tolstoi tuvo que aventarse frente a una locomotora para crear a Ana Karenina. Pero no toda creación de personajes es igual. Mijaíl Bajtín consideraba que Tolstoi sometía a sus personajes a la consciencia totalizante del autor. Su escritura, por eso, es monológica: solo expresa la voz del autor-rey a través de personajes sin vida propia. Dostoievski, al contrario, crea personajes con conciencias incompletas, que dialogan en el mismo nivel con el autor, el lector y los otros personajes. Su novela es polifónica.
Pues bien, podríamos decirle a Roy Galán que no hay una sola tercera persona posible. Y que, mientras algunos autores siguen dialogando con sus personajes, encontrando empatía, buscando crear un lugar en común en donde puedan convivir con ellos; otros siguen siendo monológicos, usando a sus personajes para llegar a un punto, meras piezas en el tablero de alguna idea. Audiard pertenece a esta segunda categoría y es ahí en donde me parece más cuestionable su filmografía.
El título de su primera película, Regarde les hommes tomber (Mira a los hombres caer, 1994), parece un programa estético. Su filmografía es un constante retrato de hombres y mujeres cayendo en la más absoluta miseria. Algunos se levantan y ganan su libertad con el precio de la sangre derramada. Todos, siempre, sufren la grotesca condición de ser hombres. En cualquier caso, las películas de Audiard giran alrededor de algo que parece fascinarle: la permanencia de la ley del más fuerte en la periferia de la “civilización occidental.” Como quien ve de lejos un espectáculo de gladiadores o una pelea de gallos, Audiard parece estar fascinado por la relación entre ficción, pobreza, marginalidad y violencia. Y la relación con esta violencia se establece a través de una puesta en escena.
En su primera película, un vendedor de puerta en puerta se obsesiona con un crimen: su amigo, un policía encubierto, termina baleado a manos de un asesino profesional. La búsqueda de los criminales termina hundiéndolo en la más violenta y rapaz miseria: lo convierte en asesino, manipulador, vagabundo. Todo sucede, sin embargo, por otra cosa. Lo real está recubierto por una imagen de la realidad, por una ficción. Todo ocurre porque los personajes, desde donde existen, no pueden admitir su deseo homosexual reprimido. El mal está en la homosexualidad trabada, causa de violencia y dependencias ocultas. La libertad sexual de los privilegiados evita que el clóset se convierta en violencia. La marginalidad, en ese sentido, sería el lugar en donde la homofobia se transforma en asesinato.
En su segundo largometraje de 1996, Un héros très discret (Un héroe muy discreto), Audiard vuelve a explorar una idea de ficción. Si la primera película era sobre la ficción del hombre fuerte y solitario frente a la realidad del deseo, la segunda es sobre la ficción del vencedor y el oportunismo del cobarde. Retomando el mito de la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, Audiard cuenta la vida fantástica de un cobarde de clase alta que engaña a todos haciéndolos creer que es un combatiente de los rebeldes de De Gaulle. Es la película más lograda de Audiard. Tal vez porque el director encuentra cierta empatía hacia su personaje, algo poco común en su filmografía.
Para Audiard, la ficción del hombre privilegiado, lejano de la guerra, es algo mucho más cercano que cualquier otra ficción que haya creado. Tal vez el único personaje que le es tan cercano es el conquistador, pianista frustrado y violento extorsionador inmobiliario interpretado por Romain Duris en De battre mon cœur s’est arrêté (El latido de mi corazón, 2005). De nuevo, un personaje de clase alta que oculta su naturaleza sensible para sobrevivir en un entorno hostil. De nuevo, un artista frustrado que esconde su sensibilidad para no ser destruido en un mundo de violencia masculina. De nuevo, finalmente, un personaje parisino, blanco y heterosexual, que puede evitar la violencia extrema y acomodarse en el mundo.
En el exacto opuesto de estos dos personajes franceses, están los migrantes de Audiard: en particular, Dheepan, el rebelde de Sri Lanka de la película del mismo nombre –que, sorprendiendo a todos, ganó la Palma de Oro en 2015–, y Malik (Tahar Rahim) de Un Prophète (Un profeta), la película más popular de Audiard que ganó un Premio del Jurado en Cannes 2009. Dheepan, un soldado de los Tigres de Liberación del Eelam Tamil, oculta su capacidad para la violencia hasta que brota con los criminales del barrio en donde vive. Malik descubre que tiene un don para la violencia en la cárcel, orillado a la terrible opción de someterse sexualmente o matar. Ambos se liberan a través del derramamiento de sangre, única salida de los parias en el cine de Audiard.
En Emilia Pérez ocurre lo mismo. La película cuenta la historia de Rita Mora, una abogada chilanga que defiende a empresarios feminicidas. Harta de la corrupción del sistema, acepta ayudar al capo del narco Manitas del Monte para que consiga una operación de afirmación de sexo. Años después, Manitas es declarado muerto; pero, en realidad, reencarna en Emilia Pérez, una empresaria millonaria que quiere expiar su culpa, junto a Rita, ayudando a encontrar desaparecidos en México. Pero todo sale mal cuando Emilia busca, nuevamente, ejercer poder sobre su familia. A través del esencialismo, Audiard encuentra la tragedia de su personaje principal. Emilia (Karla Sofía Gascón) no puede evitar la violencia que subyace en su naturaleza. Ella piensa que cambiar de vida es cambiar de sexo, pero Audiard, a través de la voz moral de la película, el doctor israelí, piensa lo contrario: “Si es hombre, será hombre. Si es mujer, será mujer. Si es lobo, será lobo”. Para Audiard, la naturaleza no puede cambiarse y el error está en los que piensan que es posible. El personaje de Zoe Saldaña (Rita Mora) cree que “cambiar al cuerpo cambia a la sociedad, cambiar la sociedad cambia el alma, cambiar el alma, cambia la sociedad y cambiando la sociedad se cambia todo". Porque, a pesar de que “nació para sobrevivir y creció para matar”, Emilia puede ser otra, puede salvarse a sí misma, puede salvar a la sociedad que tanto dañó.
La inocencia de Rita no es la moraleja de la película. Audiard parece decir que la miseria no puede producir más que violencia, una violencia que siempre regresa, que siempre sobrevive y que siempre es natural. La única bondad posible es efímera, se condensa en esperanzas marchitas, santos que se acumulan en la hagiografía de un pueblo condenado. Cada vez tenemos más figuras para rezar y cada vez menos esperanzas de salvarnos. Las mujeres y los niños aparecen como los símbolos de la inocencia. Son las víctimas por excelencia, como vemos en la canción “Aquí estoy” con un mosaico de rostros entristecidos de niños, madres y esposas que rompen la cuarta pared. Pero el hombre no puede intentar ser mujer para salvarse, porque no hay salvación. La naturaleza (o, más bien, este naturalismo) ya eligió nuestros lugares. El lugar en el que naces, el sexo con el que naces, son condenas.
Audiard quiso hacer la tragedia de una absolución, de un personaje que se reconstruye y trata de salvarse, pero que no puede dejar atrás su pasado y su esencia. Dejar su rol masculino sería dejar su poder. Es algo que, finalmente, nunca puede hacer porque su culpa era egoísta, como todo lo que siempre quiso. Emilia no puede matar a Manitas porque nadie puede tener el poder y abandonarlo. Esa es la tragedia. Casi podría ser un argumento interesante si no estuviera basado en una concepción absolutamente rígida y burda de los roles de género; y si no fuera, como en muchas películas de Audiard, la misma idea de la naturaleza esencialmente violenta del hombre marginal.
Este no es el Straw Dogs (Perros de paja, 1971) de Peckinpah. No es la historia de quien se rebela enfrentado a un extremo, de quien encuentra en él una capacidad desconocida para la violencia. Como en Dheepan y Un prophète, Emilia Pérez es la tragedia de una naturaleza previa que se impone. A diferencia de los grandes cuentos de criminales trágicos como Bob, le flambeur (Bob, el jugador, 1956) o The killing (Atraco perfecto, 1956) o las maravillas de Michael Mann –en particular Thief (Ladrón, 1981) y Heat de (Fuego contra fuego, 1995)–, el personaje de Karla Sofia Gascón solo es responsable de su salvación. Su maldad es creada por el ambiente, naturalmente. Estos parias nunca pudieron no ser malos. Solo su arrepentimiento es suyo y, en ese sentido, es la figura de una santa o una convertida. Sus errores fueron hechos por algo más, su justicia es propia. Por eso, cómo bien señala el crítico Alonso Díaz de la Vega, Audiard es cuidadoso de nunca mostrar a Manitas cometiendo atrocidades, quien solo aparece como un hombre frágil y un padre amoroso.
A diferencia de las grandes cintas de crimen trágico o de tantos westerns, la naturaleza de Emilia Pérez nunca está en duda. Siempre fue la misma. El personaje principal es algo que utiliza Audiard para transmitir el mismo punto que no se ha cansado de decir desde hace treinta años: el hombre solo puede ser bueno o, al menos, inofensivo, si nace en las condiciones adecuadas. Esto es, si nace fuera de la miseria. De lo contrario, su paz solo puede pagarse con muerte o sangre. Es el argumento de alguien que se rinde al clásico nihilismo conservador europeo. Zola sin esperanza.
La tragedia de Emilia Pérez es que sufre por un designio que no es el suyo. Sufre porque así lo quiso el que inventó su ficción para demostrar un punto. Y el punto es lo más banal y triste: que este mundo es como es y no puede ser de otro modo, que nacemos como nacemos, que soñarnos distintos es una quimera de santos y mártires. Es el relato triste del capitalismo tardío, la miseria imaginaria de quien ve el mundo como un estado de cosas inamovible y que, aun así, pretende que su arte está en mostrar la fatalidad de todo, la naturaleza inamovible de la sociedad, con espejismos de movimientos bruscos, coreografías huecas y claroscuros burdos. Un Ostlund de la cámara al hombro.
En ese sentido, los juegos de luces escenográficos de Audiard solo pueden iluminar la alta concepción que tiene de su capacidad de no decir nada. Porque las coreografías de Emilia Pérez se encierran en el mismo recurso repetitivo: el ambiente al servicio de la protagonista musical que siempre es Zoe Saldaña. Los bailarines de fondo en el tianguis, al principio de la película, son una pincelada de color, un dato pintoresco que, con sus movimientos, le ponen la mesa (literal y metafóricamente) a Rita Mora. Esta coreografía muestra que la sociedad que rodea a la abogada es poco más que el título que enfoca Audiard en la pared o los periódicos de nota roja que presume en la calle: existen para crear un ambiente, para otorgar pertenencia. México y su gente son solo un decorado.
En otra coreografía (para la canción El Mal), paradójicamente los extras actúan como marionetas. Digo paradójicamente porque Audiard parece no darse cuenta de que todos los bailarines de fondo en sus números musicales son marionetas. Aquí, con esos movimientos de ventrílocuo, el director francés quiere señalar que los poderosos son utilizados por algo más (a saber: la corrupción, el dinero sucio, el mal). Lo que no parece entender es que estos personajes-marionetas son una caricatura de todos sus personajes. Porque no hay una figura en todo este musical que no esté condenada al mismo movimiento ridículo.
Un último ejemplo sería la coreografía en la clínica de Bangkok. Ahí el hospital parece un panóptico y los pacientes giran en círculos. Todo para señalar la superficialidad de estas operaciones, siempre a la vista, siempre expuestas, pura apariencia frente la omnipotente naturaleza a la que le reza Audiard. La idea de pacientes gritando un menú de operaciones mientras se mueven, como puertas giratorias, en la eterna repetición de la insatisfacción, es pueril hasta el cansancio. Claro, esto sirve para contrastar la inmoralidad de los médicos de Bangkok (una de las capitales mundiales de las operaciones de afirmación de sexo) frente a la moralidad del médico israelí que, como ya dijimos, termina siendo la voz del director.
En todo caso, la crítica de Audiard hacia lo que percibe como simulaciones muestra bien lo poco que entiende de temáticas trans, de la complejidad de las identidades humanas y lo que significa, simbólicamente, someterse al bisturí. Esta absoluta falta de imaginación que considera la transexualidad de la manera más literal, debería preocupar en un creador de ficciones. De nuevo, el mundo se convierte en un telón de fondo para ideas obtusas. Los personajes, todos, marionetas de una idea, arquetipos de un decorado. Ricos y políticos: malos y corruptos; niños y mujeres: pobres y víctimas; transeúntes y pacientes: monedas de cambio.
Y, si todo esto es una falta de respeto a lo real, más allá de banalizar desapariciones, esencializar roles de género o pensar que la transexualidad es una cuestión de cirugía, es porque Audiard muestra que el suyo es un relato agotado, la misma tragedia repetida, el ciclo de horror de los que no tienen nada, captado por el ojo lagrimoso de los que tienen todo. Es evidente que para hacer ficción vendible no se necesita mucha imaginación. Es evidente también que no todas las ficciones piensan el mundo de la misma manera.
A escritores como Roy Galán podemos contestarles que no le exigimos a Audiard ser mexicano. Habría que evitar, también, caer en las trampas de la identificación. Pero, sin duda, podemos criticar a un director que, con todo el exotismo del realismo, coloca a la idea por encima de las vivencias de sus personajes, de los hombres, de la más elemental dignidad humana. Sobre todo porque este arte no es más que una artesanía aburrida y gastada por su falta de imaginación. Audiard puede vernos, como a los árabes o a los Tigres Tamil, desde arriba, como piezas en los esquemas perfectamente explicables de su mente. Puede pensar, con toda la falta de elocuencia de su cámara inquieta, de realismo a ras de piso, que la vivencia terrible de lo humano está ahí, inamovible, en todo lo que le es ajeno, en la tierra de los bárbaros, con sus lenguajes incomprensibles, inarticulados como los cantos de los pájaros. Las barbaridades de la periferia de la civilización, observadas desde una torre de marfil, como un espectáculo cruel, pero necesario y siempre colorido.
El western y las películas de crimen que tanto admira Audiard tienen la capacidad dialógica de la duda moral. El bueno, el malo y el feo, no lo son por naturaleza. El ladrón irremediable y el asesino en la sombra son algo más que su fatalidad. Los relatos que hacemos, finalmente, tienen un valor liberador porque nos dicen que somos algo más que lo que dicta la naturaleza: somos la capacidad de vernos en los otros, de reinventarnos, de imaginar que otro mundo es posible.
Nicolás Ruíz Berruecos es editor y crítico de cine
[Fuente: www.nexos.com.mx]
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