quarta-feira, 28 de dezembro de 2022

Pájaro

Las aves se han apoderado de los cielos y expulsado a los pájaros. Leonardo da Vinci soñó muchas veces con una humanidad voladora, pero no se le ocurrió nunca, sin embargo, inventar un ave asesina al servicio de la guerra

Gorrioncillos posados sobre unos juncos. 

  

Escrito por Santiago Alba Rico 

Del folclore cristiano lo que más me gusta son sus historias de pajaritos o “pajarcillos”, como los llama el romance de San Antonio cantado por Joaquín Díaz. La más sencilla y, al mismo tiempo, filosófica es la de san Virila, abad del monasterio de Leyre en el siglo IX, que salió un día a pasear abismado en sus pensamientos, muy preocupado por el misterio de la eternidad, y regresó tres siglos más tarde. ¿Cómo pudo ser? Pues ocurrió que de pronto se posó ante él un pajarito y Virila se quedó encandilado escuchando su trino. Cuando volvió a casa, ya no era abad del monasterio y el monasterio mismo había cambiado de forma y composición; y ninguno de los monjes que en él habitaban lo reconoció. Resulta que habían pasado trescientos años; Virila, atrapado en la belleza del ruiseñor, se había extraviado en la profundidad de ese instante de descuido. Los monjes, asombrados, se reunieron en la iglesia. Por una de sus ventanas entró el pajarcillo con el anillo abacial en el pico, se lo puso a Virila y le dijo: “Virila, piensa que trescientos años han pasado en un momento escuchando mi canto; más o menos lo mismo durará la eternidad”.

Cuando era adolescente y perpetraba mis primeros pinitos literarios, se los llevaba a Rosa Chacel, que era como mi abuela, y ella me daba siempre el mismo consejo: “No digas nunca ‘ave’ cuando puedas decir ‘pájaro’”. Es verdad. Si uno dice “pájaro” puede añadir un cursi “cantarín”, pero si uno escribe “ave”, entonces se impone el pedante e insufrible “canora”. Pájaro cantarín, ave canora. En realidad, se trata de dos criaturas distintas y no solo porque una designe la especie y la otra el nombre familiar; las aves y los pájaros vuelan a distinta altura y en distintas direcciones, en dos mundos paralelos, y por eso una exige barroquismos rebuscados y la otra permite hipocorísticos ligeros, adjetivos domésticos y vuelos de andar por casa. Si uno se deja tentar por las “aves”, se corre el riesgo de descarrilar en una chatarra de lujo. La palabra “ave” me hace pensar siempre en el culterano y empalagoso fray Hortensio Paravicino y en ese sermón fúnebre, escrito en 1644, en el que exploraba sin pudor la homonimia entre la especie animal y el saludo romano de la conocida oración mariana: es decir, el Ave María. Leamos esta atrocidad: “Ya de la boca de Platón mienten, de la de Ambrosio (con más razón divino) cuentan que entraban a ellas a labrar la salvia del cielo las abejas. Pero de la de Simón salen Aves, y esas Marías: nuevo panal de miel, nunca con más rigor virgen, porque Aves Marías solo salen de la boca de Gabriel (si dijésemos) en su virilidad; pero de la de Simón en su infancia”. Veinte años antes, el muy católico y socarrón Quevedo, parece haberse burlado por anticipado de su futuro imitador en las traviesas frases que El sueño de la muerte atribuye a Juan de la Enzina: “De las carnes, la mujer; de los pescados, el carnero; de las aves, la Ave María”. Cuando uno dice “ave” ya no puede decir “pan” ni “agua” ni “vida” ni “amor” ni “sangre”. Está obligado a despeñarse en una lengua alicatada de cultismos y eufemismos: de “célibes” y “réspices” y “cíngulos” y “súcubos”.

Que “pájaro” y “ave” no designan el mismo objeto y que determinan concepciones incompatibles de la literatura y de la humanidad lo prueba la propia etimología. Nuestro “pájaro” proviene del latín passer, conservado en el italiano passero, que indica al más humilde y familiar de todos ellos: el gorrión. Algo de este origen se ha trasladado a nuestra relación con los pájaros en general, que imaginamos pequeños, tiernos, sociables, asequibles, tangibles, mientras que las aves, cuyo origen latino remite al hecho mismo de volar, nos las representamos grandes, remotas e inalcanzables. Pájaros son el gorrión, el verderón, el carbonero, el mirlo, la calandria, mientras que el águila, símbolo de los imperios, es un “ave majestuosa”. Pájaros son los pequeñuelos de san Francisco y los que convocó y reunió san Antonio para que no devorasen el sembrado; y aquellos bulliciosos cuyo lenguaje hablaba Salomón; pájaros son, por supuesto, el ruiseñor y la alondra sobre los que Romeo y Julieta, espantados ante la idea de separarse, discuten en el acto III de la  escena 5 de la obra de Shakespeare. Nos imaginamos a las aves volando y a los pájaros posándose. Aunque el vencejo común puede pasar diez meses al año en el aire, lo propio de los pájaros, no se olvide, es posarse y no volar. Para posarse, claro, tienen que haber volado y tienen que volver a volar, pero se definen como “pájaros” en el acto de posarse, mientras que las “aves” lo hacen en el acto de volar: el “águila majestuosa”, por ejemplo, no se posa; solo la vemos –y siempre la imaginamos– en el momento de precipitarse sobre la presa; únicamente desciende de sus abstractas alturas, en efecto, para arrebatar de manera fulminante una víctima y reemprender sin detenerse el vuelo. Hay que dar a esta diferencia la importancia que merece. Los pájaros, gorriones todos en nuestra memoria, nos gustan porque se posan; porque parecen más libres cuando se posan que cuando vuelan; porque al posarse posan con ellos la volatilidad angustiosa de los humanos.

Precisamente a causa de estas diferencias, la famosa película de Hitchcock Los pájaros no se podría haber llamado nunca Las aves, pues lo que resulta terrorífico –siniestro, según la acepción de Freud– es el volteo del arquetipo, ese extrañamiento amenazador del gorrión inocente y cercano, convertido de pronto en un asesino rapaz. Y por eso Harper Lee tituló su obra maestra de 1960 Matar un ruiseñor, porque el “ruiseñor” subroga aquí el nombre de la inocencia vulnerable encarnada en la figura de Boo Radley. El que mata un pájaro mata un gorrión; es decir, un niño; es decir, una casa; es decir, la casa de todos llamada Tierra.

Es un principio general que no deberíamos olvidar: lo más eficaz es siempre respetar las bellezas pequeñas que se justifican por sí mismas

Por eso mismo, de entre todas las atrocidades del maoísmo la que nos parece más inhumana es la matanza de gorriones de 1958. En medio del delirio del Gran Salto Adelante, Mao había calculado que con el grano que un millón de gorriones arrebataban a las cosechas se podía alimentar a 60.000 chinos. Así que incluyo al gorrión entre las Cuatro Plagas, junto a las ratas, las moscas y los mosquitos, y movilizó a millones de ciudadanos, que desfilaban por los campos aporreando ollas y sartenes hasta que los pájaros caían al suelo por agotamiento. Es difícil aceptar esta tropelía simbólica: negar al pájaro el derecho a posarse es negar la categoría “pájaro” misma. La propaganda oficial anunció que habían sido eliminados 1.500 millones de ratas, más de 110 millones de kilos de moscas, unos 12 millones de kilos de mosquitos, ¡y 1000 millones de gorriones! Estas cifras abultadísimas eran sobre todo bravuconería publicitaria (¡jactarse, ay, de haber matado mil millones de pájaros!), y fuentes más fidedignas reducen el número de gorriones asesinados a “solo” 65 millones, un país entero de pequeñas inocencias aladas. Como sabemos, la operación fue además una ruina, causa en parte de la hambruna que azotó China: pues los gorriones eran mucho menos destructivos y voraces que los insectos y langostas que, aprovechando su ausencia, los sustituyeron. Es un principio general que no deberíamos olvidar: lo más eficaz es siempre respetar las bellezas pequeñas que se justifican por sí mismas.

Los aviones no se toman ni siquiera el trabajo de deshumanizar a sus víctimas; ni siquiera de mirarlas; las mira de tal manera que el acto mismo de mirarlas las hace desaparecer del mundo

Svetlana, una mujer ucraniana que consiguió huir de los bombardeos, decía a su llegada a Polonia: “Nos asustábamos hasta de los pájaros. Pensábamos que eran aviones rusos”. Los aviones no son pájaros, amiga Svetlana; los aviones son aves, como su propio nombre indica. Las aves se han apoderado de los cielos y expulsado a los pájaros. Es otra gran derrota humana. Leonardo da Vinci, experto en poliorcética, soñó muchas veces con una humanidad voladora, pero no se le ocurrió nunca, sin embargo, inventar un ave asesina al servicio de la guerra. Diseñó, sí, algunos artilugios alados pensando en la posibilidad  –según él mismo escribió– de recoger nieve de las montañas a fin de esparcirla por el mundo y atemperar el calor del verano. Marcel Proust, cuatrocientos años después, testigo del nacimiento de la aviación, también pensaba ingenuamente en los pájaros al ver volar por encima de París los primeros aeroplanos: eran “los ojos de la humanidad” que, al contemplar el mundo desde las alturas, lo constituían en una “maravilla”, un objeto –literalmente– digno de ser mirado. Ahora bien, enseguida los aviones dejaron de ser pájaros para convertirse en aves, como si mirar hacia abajo, en lugar de volver amable el mundo, impusiera como más apetecible el deseo irresistible de destruirlo. El Dios de la Biblia lo intentó varias veces, anticipando el fuego que los hombres, sustituyéndolo en el cielo, hicieron caer sobre Guernica, Dresde, Hiroshima, Bagdad y un largo etcétera que aún sigue lloviendo sobre ciudades y barrios. Muchas veces, desde 1927, se intentaron prohibir los bombardeos aéreos, pero el propio tribunal de Nuremberg, que condenó los lager y la guerra (“comenzar una guerra es el crimen internacional supremo”), tuvo que aceptar el uso criminal de la aviación como una “práctica consuetudinaria” general, y ello de manera que hemos acabado asumiendo, sin que nuestra imaginación se estremezca, esta especie de fenómeno meteorológico que suspende de hecho la presunción de inocencia, autoriza las ejecuciones extrajudiciales y trata el cuerpo humano como si fuera desde el principio solo un residuo. Los aviones no se toman ni siquiera el trabajo de deshumanizar a sus víctimas; ni siquiera de mirarlas, como soñaba Proust; las mira de tal manera que el acto mismo de mirarlas las hace desaparecer del mundo.

No eran pájaros cantarines, amiga Svetlana, sino aves canoras con un terrible mensaje en el vientre. Las aves majestuosas, por desgracia, se han impuesto a los banales gorriones posados en nuestros tendederos. Vuelvo al abad Virila, al que el breve canto de un ruiseñor mantuvo en vilo trescientos años. Pero si se quedó prendido en ese trino, no lo olvidemos, fue justamente porque no contenía ningún mensaje para él. Porque no intentaba decirle nada. Porque se limitaba a decirse a sí mismo. El milagro era su canto, no el anillo. Hay un viejo proverbio chino que me gusta mucho. Es este: “Un pájaro no canta porque tenga la respuesta de algo, canta porque tiene un canto”. Cuidado con los que no se posan nunca. Cuidado con los que tienen respuestas para todo. Hay preguntas que ni siquiera se deben hacer. El que tiene un canto no nos pide que lo escuchemos; pide sencillamente que lo dejemos cantar.

De los pájaros, el gorrión; de las aves, la torpe gallina de corral.

De las miradas, siempre la tuya.

 

[Foto: PICSELS - fuente: www.ctxt.es ]

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