terça-feira, 15 de novembro de 2022

«El Territorio», desde el Amazonas de opresores y oprimidos

 

Para quien quiera entender la derrota de Bolsonaro en Brasil desde una óptica ambientalista, El Territorio es un buen camino. El documental rompe con las expectativas, desarma desde adentro el relato maniqueo de buenos y malos, hace todo lo contrario de lo que podría esperarse de un reportaje de National Geographic.

 

Escrito por Nicolás Ruiz Berruecos

El Territorio (The Territory) de Alex Pritz no esconde sus intenciones: este es un documental-arma, un documental-protesta, un documental que tiene un propósito más allá o más acá de su propia existencia.

El Territorio fue concebido para oponerse a la reelección de Bolsonaro mostrando la importancia, en la lucha ambientalista, por el respeto cultural de los territorios indígenas de la Amazonia brasileña. En ese sentido, al documental solo le importa el cine de cierta manera, menos como un interés en sí y más como un vehículo de ideas.

Y sin embargo, está lleno de consideraciones cinematográficas. En el corazón de una protesta, también hay una propuesta ética de las imágenes: el cine como participación activa, comunitaria, en acción concreta con el mundo.

I

Al inicio de la cinta, el piso sucio del tractor se agita. Una toma a ras de cabina; una bota frente a los pedales; un brazo fornido sobre la palanca. El ruido lo cubre todo. El ruido y el polvo. El tractor se zarandea sobre el camino salvaje. Todo es desigual. Tal vez todo lo que pisa son rocas…

Pero no, no son rocas. Es la vida misma de la selva. Lo sabemos cuando la toma se abre y  vemos caer los primeros árboles. Poco a poco, la violencia de los tractores, de las sierras eléctricas, de los bidones de gasolina, de la devastación humana del Amazonas, desaparece en un fundido a negros.

Ahora la toma está posada en otro suelo. No hay ningún engaño, ninguna construcción: la cámara simplemente está en el suelo de la jungla. Unos niños juegan entre la vegetación. Miles de cosas ocurren alrededor del plano. Los árboles cantan con sus infinitos habitantes, las lianas se retuercen, los insectos patrullan…

De pronto, los niños se echan a correr y la cámara los sigue, torpemente, empuñada por una mano invisible pegada a un cuerpo que también corre. Se eleva una euforia de voces y risas en los senderos.

II

Esta secuencia al principio de El Territorio dice mucho sobre el estilo de la película de Alex Pritz. Hay una inocencia que podría parecer maniquea: en el montaje se enfrentan los humanos que protegen la naturaleza contra los humanos que la destruyen. La experiencia comunitaria, alegre y gozosa del espacio verde; contra el aislamiento hostil, metálico, individual de la cabina del tractor de los talamontes.

III

La secuencia inicial de la película se intercala con planos cerrados de hormigas que trabajan. Las hormigas que, en su escala, en su universo, también depredan la selva. Las hormigas que, finalmente, son parte esencial del ecosistema complejo del Amazonas.

Las hormigas, una imagen poderosa. Porque reúnen todos los aspectos humanos de la tragedia amazónica: son obreras que buscan sobrevivir; comunidades que viven del bosque y de sus dádivas; constructoras y taladoras que no piensan más allá de sí mismas.

Son la imagen de los indígenas uru-eu-wau-wau en el territorio protegido amazónico que habitan, son la imagen de los colonos que quieren usurpar sus tierras, son los taladores y los protectores del bosque, son esa peculiar suma de contradicciones que es la vida misma de la jungla frente al horror de la depredación humana.

IV

El Territorio pudo ser otro documental maniqueo, cargado de pathos e imágenes con drones, planos cerrados de animales y plantas, un impecable diseño sonoro para ambientar la selva y todo lo necesario para ver, desde lejos, los problemas exotizados de una cultura en peligro. La belleza antropocéntrica de National Geographic a todo gas.

Pero las cosas no sucedieron así.

Convencido de su trabajo cercano al ambientalismo, Pritz (que tiene un título, de hecho, en ciencias del medio ambiente), se acercó primero a los activistas. En particular a Neidinha Bandeira, la fundadora de la asociación de defensa etnoambientalista, Kandidé. Neidinha ha trabajado de cerca, desde hace más de cuarenta años, para proteger el territorio uru-eu-wau-wau con todo lo que implica para la política brasileña.

Los uru-eu-wau-wau tienen derecho legal a proteger más de 11 mil kilómetros cuadrados de selva amazónica. Es un territorio que equivale a diez veces el área de la Ciudad de México. Y solo quedan 183 personas en la tribu para defenderlo.

Luchan para repeler las incursiones de talamontes e invasores de todo tipo; personas que, desesperadas por la pobreza, no entienden cómo las tribus indígenas tienen derecho a tantos kilómetros de tierra. ¿Por qué algunos nacieron con derecho a hectáreas si ellos no tienen dónde morirse? ¿No son todos ciudadanos? ¿No son todos igualmente brasileños?

Ahí entra el populismo violento de Jair Messias Bolsonaro. En 2018, cuando Bolsonaro ganó las elecciones como presidente, todos sus discursos sobre despojar a los indígenas de las tierras protegidas para construir un Brasil mecánico, industrial, de trabajo para todos, empezaron a tomar un peso real. Muchos colonos, soñando con apropiarse un cacho de tierra, empezaron a adentrarse en los territorios protegidos del Amazonas.

Los pueblos originarios se defendieron y se declaró una guerra discreta, perdida entre los ruidos de los tractores y la jungla. En medio de esta lucha está el colectivo de Neidinha y la asociación Jupaú, dirigida por el muy joven Bitaté Uru-eu-wau-wau, protagonistas en primer plano del documental. Su intento por proteger un territorio de enorme riqueza cultural y natural narra una saga de resistencia; la historia de una tribu que se adueña de los medios audiovisuales y se cuenta a sí misma para que nadie más se adueñe de su historia.

Pritz se acercó a Neidinha para encontrar el enfoque del documental. Y Neidinha siempre dijo que sintió inmediata desconfianza hacia él. Era un hombre blanco, guapo, afable, con sonrisa confiada. Para Neidinha eso significaba, seguramente, que iba a tratar de lucrar con la lucha uru-eu-wau-wau. Así que solamente accedió a interceder por él con los líderes de las tribus si Pritz se comprometía a entregar la batuta creativa del documental a sus integrantes. Ellos mismos iban a trabajar la trama, a manejar las cámaras, a codirigir, coproducir y coeditar el documental.

De pronto, el proyecto cambió. Y así se justificaron las intenciones comprometidas del documental. Así que no estamos ante el comentario paternalista de National Geographic sobre las culturas que acaban siendo explotadas pese a las buenas voluntades; sino un ensayo honesto sobre la capacidad misma del cine para convertirse en un arma de empatía, para transmitir un mensaje que actúa directamente en el mundo a través de la mirada comunitaria.

V

Neidinha tuvo otra petición para Alex Pritz. La activista no quería que se contara una historia completamente maniquea.

Ella está convencida de su causa. También está convencida de que los que talan ilegalmente el Amazonas son invasores violentos que no entienden la magnitud de lo que hacen. Pero no podía permitir que se contara la historia de su lucha como la de un heroísmo simplón.

Neidinha quería que El Territorio abrazara cierta complejidad emocional para permitir matices. No presentar la guerra como ocurre en tantos casos de Hollywood, en términos necesarios, como una lucha del bien contra el mal.

Aquí, también, hay una voluntad objetiva, digna del mejor periodismo, de darle voz a todas las partes. Las partes en conflicto sin paternalismo, sin condescendencia y sin volver evidente lo complejo. Tanto los colonos pacíficos, como los invasores más violentos, aparecen, talking heads en movimiento, contando la historia de lo que los llevó hasta ahí.

De pronto, todo se parece a las historias del viejo oeste que tanto aterrorizaban a Neidinha de niña. Un relato de colonialismo fuera de cualquier ley en donde todo depende de los enfrentamientos entre individuos. Aquí, siguiendo el paralelismo del western americano, unos se defienden con arcos y flechas, mientras otros los atacan a balazos.

En esta tierra sin ley, sin embargo, las razones de la colonización no son la fiebre del oro o la búsqueda de fortuna, sino la miseria urbana, las promesas del orden, el progreso capitalista y el nacionalismo más rancio de la derecha brasileña. Todos los colonos sueñan con una vida mejor y no pueden pensar en el progreso fuera de la idea del hombre consumiendo a la naturaleza a través de la industria.

Finalmente, hay un regusto del sueño urbano de Niemeyer en Brasilia. En un momento, un protagonista dice: “Matar la selva: esa es la manera en que se ha trazado todo camino, en que se ha construido toda ciudad”.

Es evidente la simpatía del documentalista por la causa de Neidinha; y es evidente la inclinación ideológica de su propuesta. Aun así, es valiente la ternura y la cercanía íntima con la que retrata los relatos de vida, supervivencia y arraigo de los colonos. Al final, uno de ellos dice una frase que pudo salir de la boca de los activistas: “Estamos todos en esto: si no nos juntamos para salvar al planeta, estamos jodidos”.

VI

Las imágenes, en El Territorio, son literalmente un vehículo. El cine se piensa aquí como una manera de llegar más lejos. En el sentido mismo de esta lucha, como una trascendencia. Los drones vigilan las fronteras inabarcables y las cámaras consignan los asentamientos, marcados con GPS, dentro de las áreas protegidas. La cámara, en manos de los uru-eu-wau-wau, es una herramienta de vigilancia, de testimonio y de contacto.

Exiliados del exterior, abandonados por las instituciones indigenistas que debían protegerlos, los uru-eu-wau-wau extienden su influencia cultural mediante la tecnología y las imágenes. Las redes sociales no sirven tanto como el testimonio de lo que graban, adentrándose en la jungla, para cazar colonos ilegales.

Las cámaras, además, entrañan una forma de la memoria. Con las cámaras, los miembros de esta cultura que se extingue rápidamente, pueden grabar tradiciones, grabar su lengua, grabar sus historias. Esta vez, no son los etnólogos que siguieron a Robert J. Flaherty, primero, y a Jean Rouch, después, los que dan valor a la riqueza cultural que consigna la cámara. Son ellos mismos los que expresan una identidad cultural en la intimidad del video casero.

Bitaté estudió en una escuela de blancos. Y es el puente de contacto entre dos culturas. Él cree, firmemente, que el puente se tiende a través de las imágenes. A través de un lenguaje con el que se encuentra, que adopta y que modifica.

Testimonio y memoria, por una parte, y la vista de águila sobre un territorio, por la otra. La posibilidad de ir más allá. Más allá del recuerdo, más allá del genocidio cultural, más allá de las fronteras de la selva, más allá de las posibilidades de la vista. El poder de las imágenes como extensión de lo humano, como potencia cyborg, como contacto cultural y fuerza jurídica.

Una extensión en todos los sentidos. Y una extensión que solo puede ocurrir en el acto comunitario, del cine realizado a varias manos, sin una figura de autoría por encima de los demás. En el gesto de Pritz que cede las cámaras, la producción, la idea misma de su documental, está lo más interesante de El Territorio.

Y sí, el documental puede ser cursi, repetitivo y, todo el tiempo, evidente. Pero en esta inocencia se esconde una confianza ciega en el poder de las imágenes para trascender un espacio cultural oprimido, donde también quepan las voces de los opresores.

Con el constante contraste de la jungla fresca y la hirviente savana depredada, crea un ambiente opresivo de guerra; un ambiente que logra  darnos motivos para el optimismo y al mismo tiempo despojarnos de toda esperanza.

• The Territory. Director: Alex Pritz. Fotografía: Alex Pritz y Tangãi Uru-eu-wau-wau, 85 min., Estados Unidos, Reino Unido, Brasil, Dinamarca, 2022.

 

[Fuente: www.nexos.com.mx]

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