segunda-feira, 10 de outubro de 2022

El Premio Nobel de Annie Ernaux o el valor público de nuestras historias íntimas

 

 

Escrito por Gaby Wood

Desde hace 121 años, el Premio Nobel de Literatura se concede tradicionalmente a novelistas, dramaturgos y poetas. Ha habido uno o dos filósofos (Bertrand Russell, Elias Canetti) y, muy ocasionalmente, se ha concedido a escritores de no ficción con un alcance épico: a Winston Churchill se le otorgó en 1953, por ejemplo, en razón de su “maestría en la descripción histórica y biográfica”.

Este año marca un punto de inflexión: al conceder el Nobel a Annie Ernaux, escritora francesa de 82 años, la Academia Sueca ha considerado por vez primera el mérito de una memorialista y ha anunciado al mundo el valor público de la vida privada.

Ha habido otras primicias recientemente en el canon del Nobel: Alice Munro (2013) es ante todo escritora de cuentos; Svetlana Alexievich (2015) es una periodista cuyas “novelas a voces” reúnen el testimonio de otros; ninguna de las dos formas se había visto honrada anteriormente con el premio. Junto al triunfo de Ernaux, estos hitos sugieren no solo que las mujeres, sobre todo, están rebasando los límites de la literatura, sino que un cierto tipo de experiencia íntima, transmitida con habilidad, puede tener repercusiones a una escala esplendorosa.

Las tres autoras se centran en lo que dejan de lado las grandes narraciones. Cuando Alexievich intentó publicar por primera vez su magnífico libro La guerra no tiene rostro de mujer, un censor soviético le dijo: “No necesitamos tu pequeña historia. Necesitamos la gran historia”. Muchos años después, triunfó el registro de Alexievich, y ahora el Nobel de Ernaux pone el clavo en el ataúd de aquel censor y sus socios de pensamiento: todos necesitamos pequeñas historias. De ellas está hecha la literatura.

Ernaux comenzó a escribir –en secreto, sin que su entonces marido lo supiera– siguiendo la tradición francesa de la autoficción, un término que se ha convertido ahora en algo irreconocible. Les armoires vides [Los armarios vacíos] (1974) y los dos libros siguientes son novelas basadas en su propia vida, escritas de forma convencional. La última de ellas, La femme gelée [La mujer helada] (1981), trata de una madre casada con dos hijos que se ha visto “congelada” por la vida doméstica. Ofrecía una visión de la mujer en la sociedad que sería su preocupación durante décadas y que llevó a los lectores a suponer que hablaba de sí misma.

En ese momento, llevó a cabo un rotundo cambio de la ficción a la realidad: “Nada de reminiscencias líricas, nada de muestras triunfantes de ironía”, resolvió. Quería escribir sobre su difunto padre, que había regentado un café en Normandía y del que se había distanciado en parte por su educación. A mitad de la redacción de la novela empezó a sentir “asco”. Una novela, explicó más tarde, “estaba fuera de lugar. Para contar la historia de una vida regida por la necesidad, no tengo derecho a adoptar un enfoque artístico”. En su lugar, “cotejaría” las palabras, los gustos y los gestos de su padre, y daría cuenta no solo del hombre, sino de su generación y de su clase.

Es importante entender esto respecto a la obra de Ernaux: aunque esté escrita en forma de memorias, ella aparece en gran medida como observadora o como conductora de una emoción compartida.

A pesar de su modestia y precisión (muchos de sus volúmenes tienen menos de 80 páginas), los libros pretenden mostrar algo más amplio que cualquier yo, por lo que a veces se la considera una etnógrafa o una socióloga. En el libro que acabó escribiendo sobre su padre, La place (1983), traducido posteriormente como El lugar, se amonesta a sí misma: “Si me permito las reminiscencias personales... me olvido de todo lo que le ata a su clase social... Tengo que arrancarme del punto de vista subjetivo”.

Este punto de vista se combinaba con una atención extrema y un conocimiento erudito del estilo literario. “Esta forma neutra de escribir me sale de modo natural”, declaró. “Es el mismo estilo que utilizaba cuando escribía a casa contando las últimas noticias a mis padres”. La place fue el primero de sus libros que no le pareció “falso”, y marcó el inicio del trabajo de toda una vida.

Nacieron otros volúmenes, entre otras cosas, del terror (el descenso de su madre a la demencia), el deseo (una relación amorosa con un hombre casado), el dolor físico (un aborto ilegal), el dolor familiar (la muerte de una hermana mayor a la que Ernaux nunca conoció), la vergüenza, el dolor y la culpa (¿debería escribir algo de esto?). “La literatura es tan impotente”, escribe. Y, en Passion simple [Pura pasión]: “A veces me pregunto si el propósito de mi escritura es averiguar si otras personas han hecho o sentido las mismas cosas”.

Los años constituyó otro proyecto totalmente distinto y, sin duda, su obra maestra (fue publicada en francés en 2008 y preseleccionada para el premio Booker International en 2019, lo que señaló su presentación a gran escala a los lectores anglófonos). En ese libro, el propósito de Ernaux no es tanto retener un momento concreto como “salvar [su] circunstancia”. Los años es la memoria colectiva de una generación, un almanaque de experiencias en forma de collage, palabras, anuncios, grafitis, ropa, películas, hábitos, creencias.

En el texto se enhebran no solo hitos (el fin de la guerra, el nacimiento del ordenador, el teléfono móvil) sino cosas que la sociedad no sabe, o no dice, en ese momento. Siente que se perdieron los disturbios civiles de mayo de 1968 –estaba “demasiado asentada” en ese momento–, pero quizás sigue siendo producto de los mismos. Esta sensación de sentirse contigua y estar a la vez sujeta al gran barrido del tiempo constituye un logro grande y humilde de Los años.

Hace tres años, visité a Ernaux en su casa, a las afueras de París. Me dijo que la razón por la que quería transmitir la memoria colectiva de su generación era que la vida de las mujeres había cambiado de forma espectacular en esa época. Si yo mirase hacia atrás, me dijo, a partir de la misma edad que tenía ella cuando empezó, no vería el mismo abismo entre presente y pasado. Esto es claramente cierto. No solo eso; estamos en deuda con esas mujeres, y con ella en particular, por su relato de constricciones, liberaciones, secretos y vidas.

 

Gaby Wood fue periodista del dominical The Observer y es directora de la Fundación del Premio Booker.

[Fuente: The Guardian - traducción: Lucas Antón - reproducido en www.sinpermiso.info]

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