A partir de numerosas anécdotas y personajes históricos, la autora de este ensayo cae en cuenta que los puños no son tan importantes en el cuadrilátero como parecen. Mayor peso tienen la palabra y la narrativa, no solo al apreciar la grandeza o miseria de las peleas, sino porque el lenguaje de este deporte es parte de nuestra vida cotidiana.
Escrito por Marina Porcelli
Nació en 1911, en Mazatlán, a los 16 años eran tantos los antecedentes, que de casualidad fue a parar a un gimnasio. Dicen que en la calle era un demonio, que seguido iba preso por pelearse en las cantinas y en los cabarets, contra cualquiera “que lo haya mirado mal”. Bar al que llegaba, bar que se convertía, dicen, en un campo de batalla. José Alejandro Petre Conde debutó en la Arena Nacional en 1932, según cuenta ese libro extraordinario sobre la historia del box en México: Pasión por los guantes, de Marco A. Maldonado y Rubén A. Zamora (1999). Dicen que después de esa primera función se dividieron las aguas: hubo bandos procondistas, y bandos anticondistas. Que Conde, tan pendenciero en cualquier galpón, era una figura sin chiste cuando subía al cuadrilátero. Que se esmeraba en el ring, cierto, pero con un esfuerzo improductivo, que parecía huir del contrincante, que perdía fuerza y aplomo, ganas de estar ahí. Cosa distinta a cuando se bajaba: nomás pisaba la calle, entraba derecho a la lucha tupida. Conde conquistó el campeonato nacional peso pluma en 1933 y le llovieron reproches. Le decían “el inventor de bicicletas”, por su intención de fugarse en cada pelea, mientras otros opinaban que era una demostración de cautela, de astucia, de inteligencia. Francamente, nunca se supo. Cuál de sus caras, o si las dos a la vez, eran su verdadera personalidad.
Jueces que discrepan, aficionados que cuentan la pelea como un encuentro formidable, y otros, como una vuelta aburridísima, leyendas de boxeadores que nunca ganan, perdedores heroicos. El caso es que el boxeo es un deporte de apreciación. O por lo menos así me comenta Federico Devesa, en su gimnasio, en Buenos Aires, en 2018. Devesa, que además es egresado de administración de empresas, fue campeón sudamericano y tuvo su período de actividad entre 2002 y 2014. La palabra articula resultados y definiciones. O estrategias de prensa. Hay otro pasaje, en este libro de Maldonado y Zamora, en el que luego de un debate en un periódico sobre cómo estuvo el encuentro, uno de los reporteros se pregunta: “¿El señor ha ido al Municipal Auditórium a ver la pelea, o solo se la habrán contado por teléfono?” Y escribe José Sulaimán, en el prólogo justamente sobre la historia de este deporte: “Si el boxeo no existiese, la televisión lo inventaría”.
Así, no deja de ser curioso que la narrativa sea clave de una de las disciplinas en las que el cuerpo es rotundamente explícito, enfatizado —y lo que sigue es una cita clásica de Joyce Carol Oates, al comienzo de On boxing (1987), cuando dice que el boxeador, como el bailarín, no usa su cuerpo sino que “el boxeador ‘es’ su cuerpo y está totalmente identificado con él”. Entonces esto parece una obviedad: la narrativa construye nuestra apreciación del box, y nuestra apreciación del box es todo lo que tenemos a la hora de mirar una pelea. Claro que sucede con otros deportes, también. Juan José Becerra, en una entrevista radial sobre cómo era escribir sobre fútbol (Era por abajo, 2021), reparó que, de alguna manera, “cada uno ve su propio partido”. A eso voy. Pero en el boxeo, pienso, los relatos se acentúan.
Un artículo del 13 de julio de 1921 registra la primera transmisión de boxeo por una radio mexicana. Ahí se relata que el público se ha quedado de pie, ante las puertas de El Universal, para escuchar “mediante unos altavoces colocados en cada una de las esquinas del edificio” la pelea de pesos pesados en Estados Unidos: Jack Dempsey contra George Carpentier. Al locutor le llegaba la transmisión justamente desde Estados Unidos, y la repetía en español sobre las bocinas, vale decir, el relato del encuentro se construía sobre una suerte de encadenamiento: el relato de allá se replicaba acá y cuando la gente la escuchaba acá, lo comentaba en la calle. Y el artículo del diario termina declarando: “Por primera vez en la historia del periodismo mexicano [se tuvo la] información precisa y directa de lo que sucedía en el ring instantes después de pasar”.
Hay, por supuesto, situaciones más inmediatas. Pensemos en las declaraciones de los boxeadores durante los promocionales, en el nivel mediático de la pelea, el espectáculo, el show. O en las huellas que, según señaló Jorge Lera, en Eso no estaba en mi libro de la historia del boxeo (2021), el boxeo deja en el lenguaje cotidiano. Giros tan omnipresentes —nos recuerda Lera— como “levantar la guardia”; “estar contra las cuerdas”; “tirar la toalla”; “que te salve la campana”; “recibir un golpe bajo” o “gancho al hígado”.
Pero quizá lo paradójico reside en que esta práctica deportiva hace presente el cuerpo en una dimensión a la que la narrativa nunca llega. A cómo se narra un sueño, a eso me refiero concretamente, o a la música, o a un orgasmo. O al dolor. La complejidad y la subjetividad que implica narrarlos. Porque es el propio cuerpo, dice Frantz Fanon (y esta frase yo se la leí a Alejandro de Oto), el que te obliga a una interrogación constante: el que hace que nos preguntemos quiénes somos. En esta relación entre cuerpo y palabra que el boxeo —uno de los deportes más populares de México, y el que, después de los clavados, ha dado más medallistas olímpicos—, va construyendo su historia.
Voces sobre el cuerpo que boxea
Maldonado y Zamora dan como fecha de origen 1893, cuando lo empezaron a practicar varones de clase alta, con intenciones de imitar las modas europeas. Resultaba útil, decían, para dirimir cuestiones de honor. A fines del porfiriato, y en Ciudad de México, se crea una serie de clubs, gimnasios y academias, lugares de entrenamiento, como el Club Olímpico, la Academia Metropolitana o el Colegio Militar. Otra narrativa de origen lo ubica en Tampico, como deporte que traen y practican los marineros ingleses en los tugurios del puerto. Y muchos críticos señalan que también se adopta el boxeo entre las filas del ejército de Álvaro Obregón, para instrucción militar.
Pronto este deporte crece y cambia: sucede una oscilación, se vuelve regular en las clases populares, y construye otro tipo de relato. El género del boxeo es la biografía, pienso. La posibilidad, para voces que nunca son escuchadas, de contar una historia. Se supone, de hecho, que las primeras memorias de un deportista moderno se publican en Inglaterra en 1816, y son, justamente, las Memorias de Daniel Mendoza (The Memoirs of the Life of Daniel Mendoza), las peleas sistemáticas en la calle, a nudillo pelado (bare knuckle).
Además de los títulos clásicos —pienso en los libros de Norman Mailer y en las muchas biografías sobre Alí, pienso también en Yo soy el boxeo (1981), el libro de Kid Chocolate, el púgil cubano de comienzo del siglo xx, o en el de la vida novelada de Panamá Al Brown, de Eduardo Arroyo, y en ese volumen de Ezequiel Fernández Moores sobre la figura de Ringo Bonavena, el peso pesado argentino, que construye su propio show, y termina enfrentándose a Alí en el Madison Square Garden en 1970—, pienso que la mayoría de estos libros son relatos de vida. La literatura sobre la disciplina en México se arraiga principalmente en crónicas deportivas, en los escritos de José Ramón Garmabella, y en la reedición en el país de los cuatro tomos compilados en Cuba, A puño limpio, que reúnen veinte autores variados, desde Nat Fleischer y sus crónicas sobre la fundación de The ring, hasta la poesía sobre el tema de Nicolás Guillén. A esta lista se suman, claro, las Memorias del Gran Púas de Ricardo Garibay, y Golpe a Golpe de Mauricio Mejía (retratos publicados por Proceso). Gran parte de estos libros recuperan la tradición inglesa, los cuentos de Jack London, las historias de Conan Doyle y las de Hammet.
Sin embargo, a pesar de la lista —y, sobre todo, si la comparamos con la producción caudalosa sobre fútbol— la bibliografía sobre boxeo no es abundante. Con excepción de algunos sectores casi de culto, y especializados del periodismo deportivo, es una disciplina sobre la que se ha reflexionado poco. Y vale preguntarse por qué esta resistencia de las academias, de las escrituras, a pensar el boxeo, a hablar tan frontalmente del cuerpo, de ese lugar tan huidizo y tan real a la vez, y feliz y dramático.
Una excepción brillante son los trabajos de Hortensia Moreno sobre boxeadoras. Sabemos que el boxeo femenil fue prohibido por decreto presidencial, acá en México, el 5 de diciembre de 1946. Que Laura Serrano, al interponer una demanda, consigue hacer la primera pelea en 1999. En Género, nacionalismo y boxeo, Hortensia Moreno propone que la mera presencia de las mujeres en los deportes cuestiona y reconstruye las maneras en que se representa el cuerpo humano para retratar la nación. Así, lo que hacen las boxeadoras es centralmente romper con los supuestos, con lo esperado, con lo que dictamina el imaginario para ellas. Y en la paráfrasis de Chatherine Mackinnon, teórica estadounidense: “El desafío de una boxeadora, de cualquier deportista, entraña en poseer una fisicalidad propia que le permita tener una relación con su cuerpo y con la violencia, en este caso regulada, diferente a los que la sociedad le permite tener a una mujer”.
La palabra como réferi
Se cuenta (en el libro señalado arriba de Jorge Lera) que Conan Doyle recibió, en 1910, una propuesta insólita. Tex Richard, el promotor inglés, que en su historial tiene el haber organizado el campeonato mundial de pesos pesados entre Jack Jackson y Jim Jeffries, propuso a Arthur Conan Doyle, “por su prestigio y sus acreditados conocimientos”, como réferi de un encuentro que llevaba meses dilatándose. Los boxeadores aceptaron. Dicen que Conan Doyle dio el sí de inmediato, ilusionado, feliz por semejante reconocimiento, “pese a la oposición de amigos y familiares”. Y aunque finalmente la pelea no se hizo, porque Conan Doyle tenía otros compromisos y no pudo viajar para oficiar de árbitro, yo quiero dar cuenta de esa dimensión totalmente humana y existencial que construye el boxeo: en las declaraciones, Conan Doyle habla del honor que hicieron al elegirlo.
Ya dije que el libro de Maldonado y Zamora es extraordinario. Y lo digo por las historias que encierra, las narrativas que recopila, además de la semblanza de José Petre Conde. Está el caso, por ejemplo, de un boxeador que gana el título el día de su cumpleaños, y lo pierde después, también en su cumpleaños. Personajes que se golpean la cabeza con los micrófonos verticales que caen sobre el ring, y tienen hemorragias gravísimas, boxeadores que toman litros de café y lonchas de jamón para recuperar fuerzas en los break de un minuto, o la noche de un réferi armado, que se enoja, dispara sobre los jueces, lastima a alguien, llega la policía, se lo lleva preso, y después sigue la pelea. Siempre sigue, siempre continúa. Quién cuenta la historia y cómo se cuenta son marcas profundas de esta disciplina de apreciación. El primer nocaut documentado de la historia está en Homero. Reparemos, entonces, en todo lo que se sigue escribiendo y en todo lo que queda por escribir.
Marina Porcelli
Narradora, ensayista. Obtuvo el Premio Edmundo Valadés (2014) y el Premio Nacional de Ensayo Eduardo Mallea por su obra Nausicaa. Viaje al otro lado de la otredad.
[Ilustración: Guillermo Préstegui - fuente: www.nexos.com.mx]
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