Escrito por RICARDO LABRA
Los caminos del arte son inescrutables. Utilizo deliberadamente esta paráfrasis, siguiendo a San Pablo, a sabiendas de que su utilización no disgustaría del todo a César Vallejo a la hora de aproximarse a los entresijos de su poesía. El poeta de Los heraldos negros solía utilizar con frecuencia este procedimiento retórico para potenciar los aspectos comunicativos de sus creaciones literarias, cuya destreza había adquirido de sus intensas lecturas infantiles de las Sagradas Escrituras, cuando quería ser obispo, siguiendo las ensoñaciones familiares.
Recursos estilísticos, semánticos y retóricos —paráfrasis, metáforas, paronomasias, intertextualidades— que siguió utilizando, como bien analizó Nöel Salomon, incluso cuando «a partir de 1929-1931, se compromete políticamente, se adhiere ideológicamente al marxismo y llega hasta ingresar en las filas del Partido Comunista Español».
Sí, repito, los caminos del arte son inescrutables y absolutamente misteriosos. ¿Cómo explicarse si no la evolución de la poesía vallejiana en apenas unos años, desde los poemas que preceden a Los heraldos negros hasta los inabordables vislumbres poéticos de Trilce? O si se prefiere desde el posromanticismo y modernismo deudor de Herrera y Reissig al más logrado y sazonado fruto del vanguardismo internacional. Es como si Vallejo estuviera destinado a cortar definitivamente el cuello del cisne modernista y a poner piel y carne —la suya— a los deshumanizados escorzos avant-garde.
No deja de sorprender, tanto a los más sesudos especialistas como a los más consumados lectores, la vertiginosa evolución poética de César Vallejo. Su amigo Alcides Spelucín señala que: «[h]asta bien entrado el año 1915, la producción vallejiana presenta, tanto en la temática como en la expresión, inequívocos signos de un rezagado e intrascendente romanticismo». Luego, el cambio, la alquimia poética vallejiana, se produce en Trujillo, en su contacto con el despierto grupo de literatos y de fieles amigos encontrados en torno al liderazgo de Antenor Orrego y de José Eulogio Garrido, entre los que cabe señalar, además de los mencionados mentores y de Spelucín, a Juan Espejo Asturrizaga y a Francisco Xandóval. Este encuentro con la intelectualidad y la bohemia trujillana resultará decisivo en su formación y evolución poética. Prueba de ello, sigue narrando Alcides Spelucín, es que «su obra empieza a dar muestras de cierta influencia modernista que, más acentuada en los poemas escritos en 1916, va desapareciendo en el curso de 1917, para abrir paso, finalmente, a una nueva y singular modalidad», a los poemas que formarán parte —tras una dolorosa revisión en la cárcel de Trujillo, en 1920 — de Trilce.
Y es precisamente a su guía de Trujillo, Antenor Orrego, a quien César Vallejo recurre para prologar la primera edición de Trilce, de la que ahora se celebra el centenario. Antenor Orrego, puede decirse sin incurrir en mayores exageraciones, fue uno de los contados lectores de Trilce —sin duda, el más entusiasta y clarividente— que realmente se percató de la originalidad poética y de los insondables alcances estéticos y dimensiones literarias de la obra de arte que tenía en sus manos:
«Es así como César Vallejo, por una genial y, tal vez, hasta ahora, inconsciente intuición, de lo que son en esencia las técnicas y los estilos, despoja su expresión poética de todo asomo de retórica, por lo menos, de lo que hasta aquí se ha entendido por retórica, para llegar a la sencillez prístina, a la pueril y edénica simplicidad del verbo. Las palabras en su boca no están agobiadas de tradición literaria, están preñadas de emoción vital, están preñadas de desnudo temblor. Sus palabras no han sido dichas, acaban de nacer».
Trilce resultó demasiado sorprendente para los lectores peruanos, pero también para los lectores españoles. Todavía hoy resultan inaprensibles algunas de sus expresiones, a pesar de que se empiecen a divulgar algunos de los arcanos que subyacen en sus versos. El lector, al encararse con la hermética lectura de Trilce, tiene la impresión de sumergirse en una tormenta emocional, donde cada lúcido trazo escritural parece corresponderse con el envés cegador de un relámpago. José Bergamín, que prologó la edición española de 1930, no estuvo tan acertado en su aproximación a Trilce como Antenor Orrego. Para Bergamín, la novedosa propuesta poética de Vallejo era un poemario de tendencia o de escuela, integrado en el proceso de renovación que poetas como «Salinas, Guillén, García Lorca, Dámaso Alonso, Alberti…» habían emprendido «contra las derivaciones románticas, naturalistas, y, por último, modernistas, de nuestra lírica. Contra el modernismo de Rubén Darío, ese gran vehículo armonioso de la peor pacotilla pseudofrancesa». Trilce, después del prólogo de José Bergamín y del poema preliminar de Gerardo Diego, durante muchos años y hasta la revalorización de la poesía de Vallejo en los años cuarenta, pasó a considerarse una sombría rareza más que una esplendorosa singularidad; entre triste y dulce, valorada solo en tres soles. Recuérdese que el primer homenaje que se hace al poeta peruano en España lo realiza la revista Espadaña en el «Número 39» de 1949, a través de un modesto pero significativo recuadro.
No es extraño que, vista la fría recepción de Trilce, César Vallejo no volviese a publicar en vida ningún otro libro suyo de poesía.
Pero lo más sorprendente y auténtico de César Vallejo no se encuentra en su innovadora propuesta estética, sino en lo que conforma y nuclea el arco de bóveda de su poesía, desde Los heraldos negros hasta los Poemas humanos; es decir, su condición de poeta doliente. Según cuenta el escritor Ciro Alegría —uno de los egregios alumnos del profesor Vallejo en el Colegio Nacional de San Juan de Trujillo—, la tristeza y angustia callada que destilan sus versos puede deberse a la característica intrínseca de los serranos:
«Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o mestizos de indio y español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes. Aun los de pura ascendencia hispánica o los foráneos recién llegados, acaban por mostrar el sello de las influencias telúricas. Azotados por las inclemencias de la naturaleza y las inclemencias sociales, sufren un dolor que tiene una dimensión de siglos y parece confundirse con la eternidad».
Precisamente es esta tristeza y angustia, que caracteriza toda su obra, la que lleva al poeta peruano a la conmiseración con el otro y con los otros, a la búsqueda de la solidaridad humana, alejándolo de las frivolidades y banalidades vanguardistas. César Vallejo nunca estuvo cómodo con los postulados de las diferentes escuelas vanguardistas, a pesar de sus incursiones por el París de los ismos —en casa de Juan Gris conoce a Vicente Huidobro— y de su sincera amistad con Juan Larrea. Incluso puede establecerse un forzado paralelismo con Antonio Machado. Como se sabe, el poeta de Soledades mantuvo una viva pugna dialéctica con el Ortega y Gasset de La deshumanización del arte, cuestión bien estudiada por Ángel González. Pues bien, César Vallejo mantuvo cierta pugna conceptual, al menos desde la impugnación del título, con Jean Cocteau, quien en 1922 publicó El secreto profesional —Le secret professionnel—, en donde realiza una defensa cerrada de algunos postulados “minimalistas” y también de cierta perspectiva creativa, con axiomas como: «No existe la literatura ni la poesía de masas», o «La poesía es una electricidad. Ambos me la transmiten. La forma de las lámparas y de las pantallas es otro asunto». Vallejo responde indirectamente a estos asertos en uno de sus libros más personales, donde engloba pensamientos, aforismos y narraciones breves. Libro que además reviste especial interés por haberse simultaneado su escritura con los Poemas en prosa. El título es toda una declaración de intenciones, Contra el secreto profesional, desde el que se opone contrastivamente a las agudezas de Cocteau, proclamando, una vez más, su comprometida concepción escritural.
En el propósito de la cosmovisión poética vallejiana brota, como señala José Ángel Valente, «un profundo e irreprimible movimiento de conmiseración, de solidaridad con el miserable, en cuyas filas forma el poeta mismo». Este rasgo conmiserativo adquiere matices identitarios en el soneto de Poemas humanos «Piedra negra sobre una piedra blanca», donde el peruano utiliza testificalmente su nombre —«César Vallejo ha muerto, le pegaban / todos sin que él les haga nada»—, con el objeto de expresar singularizadoramente, en palabras de Valente, que «Vallejo es para Vallejo el primer ejemplar del prójimo doliente». Ideario poético que también adoptaron, entre otros, Blas de Otero y Ángel González, quienes también utilizaron testificalmente sus propios nombres en sus versos.
Esta perspectiva es la que hace los Poemas humanos tan humanos. Como se sabe, el título fue propuesto por su viuda, Georgette Phillipart, y el doctor Raúl Porras Barrenechea, quienes se encargaron de publicar la poesía póstuma de César Vallejo, que el poeta peruano venía escribiendo desde 1923 hasta pocos días antes de su muerte. Seguramente se apoyaron para elegirlo en el poema «Los nueve monstruos»: «Desgraciadamente / el dolor crece en el mundo a cada rato […] Jamás hombres humanos». El título y la distribución de los poemas siempre han generado diversas polémicas, más entre los especialistas, por cuestiones ecdóticas, que entre los lectores. El título no es de Vallejo, pero recoge perfectamente su visión poética. Tiene algo de proclama, de subrepticia poética. Y aunque el mismo casi parezca un oxímoron, ya que toda poesía es humana, conviene recordar que hay muchos profesos —y conversos, todavía hoy— del arte deshumanizado, situado en las antípodas de los postulados vallejianos.
Entre los más contumaces detractores del título de Poemas Humanos se encuentra su amigo Juan Larrea, quien siempre se opuso a la propuesta de Georgette de Vallejo y Raúl Porras. Desacuerdo que le lleva a proponer —y a editar la poesía póstuma de Vallejo —(Barral, 1978) bajo su nomenclatura— los títulos de Nómina de huesos en sustitución de Poemas en prosa y de Sermón de la barbarie en lugar de Poemas humanos, apoyándose en un estudio de los facsímiles realizados por Aula III. Títulos que, aunque bienintencionados, por corresponderse con dos poemas de Vallejo (el segundo, «Sermón sobre la muerte», modificado), resultan a todas luces más restrictivos y, por lo tanto, menos evocadores del sentido último de la poesía póstuma del poeta peruano.
Pero la cuestión no concluye con esta controversia, también la división de los poemas, y sobre todo su ordenación, han motivado vivas polémicas entre especialistas. Y parece, tal como recoge la reciente edición de Lumen (2022) de la Poesía completa del poeta peruano, a cargo de Luis Fernando Chueca, que prevalece el criterio postulado en 1960 por André Coyné; quien propuso seguir, para la publicación de la obra póstuma de César Vallejo, un escrupuloso orden cronológico, agrupando sus poemas en dos bloques: Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz. En fin, todas estas cuestiones no dejan de resultar bastante infructuosas, porque creo que cualquier lector de Vallejo repite mentalmente la feliz agrupación propuesta por Georgette Phillipart y Abelardo Oquendo en 1968: Poemas en prosa, Poemas humanos y España, aparta de mi este cáliz. ¿Quién sabe lo que hubiese hecho Vallejo?, ¿cómo hubiese ultimado para su publicación su poesía última? La cronología, pero sobre todo el estilo y el trasluz temático, parece no invalidar del todo el tozudo hecho de que sigamos, a pesar del criterio de ciertos especialistas, agrupando sus 19 Poemas en prosa en la lectura de Poemas humanos.
Sí, los caminos del arte son inescrutables, y en la poesía de César Vallejo mucho más. En el poema «LXIV» de Trilce se encuentra un conmovedor endecasílabo, donde el poeta se aferra a su inquebrantable fe en el ser humano: «Verde está el corazón de tanto esperar». No creo que exista otra definición que pueda igualar esta magistral descripción de la esperanza. César Vallejo no esperó, apuró cada uno los amargos tragos que le fue dando su trabajosa vida, siempre en busca de la fraternidad universal; como destaca Nöel Salomon: «el poeta les brindó a los hombres de su tiempo su ser más profundo, don que expresó a la vez con la acción militante y con la poesía». El poeta de España, aparta de mí este cáliz lo dejo expresado en uno de sus memorables poemas, «Masa», a través de una sucinta parábola, de una breve narración: «Entonces, todos los hombres de la tierra / le rodearon». César Vallejo —«y no me corro», al decirlo— solo titubeó ante su último sorbo vital, como un cristo secularizado —«en París con aguacero»—, rogando a la «madre y maestra» España que apartase de él su cáliz rebosante de siniestra amargura. Rogó a España para que no le dejase paladear el triste desenlace de sus últimas esperanzas.
Cada vez que leo «España, aparta de mí este cáliz», veo a César Vallejo sobre la tarima de un aula del Colegio Nacional de San Juan de Trujillo, dirigiéndose a los niños del Perú, a los niños de España, a los «Niños del mundo», y a los hombres y mujeres de «Hoy, Mañana» y Ayer».
Cada vez que leo «España, aparta de mí este cáliz» siento que todos los lectores de la tierra le rodean —«¡Y si después de tantas palabras, / no sobrevive la palabra!»— para que siga entre nosotros. César Vallejo, «¡Quédate, hermano!», tu poesía es imprescindible, todavía sigue doliéndonos.
[Fuente: www.zendalibros.com]
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