Publicado por Gonzalo Santos
Desde hace un tiempo, con unos amigos tenemos un grupo de WhatsApp que se llama «Viva la ruta», donde usualmente intercambiamos opiniones sobre las noticias del día, escuchamos los problemas del otro y, por supuesto, proyectamos viajes que la mayor parte de las veces no hacemos, o que todo el tiempo —procrastinación mediante— estamos por hacer.
Sin embargo, hace más o menos un mes se suscitó una discusión inusual, de índole «metalingüística». Resulta que uno de ellos adquirió una costumbre muy particular: colocar un punto al final de la frase, incluso en oraciones unimembres. Richard —así lo llamamos— dice «hola» y pone punto. Dice «quizás» y pone punto. Dice «chau» y pone punto.
—Es como si tuvieras un TOC —le dijo alguien.
Desde luego, yo no soy de esas personas que van por la vida corrigiéndole la ortografía o la gramática a los demás —soy profesor y solo corrijo si me pagan—, pero le dije que, a mi juicio, no se pone punto en un chat de WhatsApp.
—La verdad es que suena muy raro —escribí.
Había algo que me hacía ruido, aunque no podía explicar qué. En ese momento, todo lo que podía haberle dicho, y no le dije —evito parecer pedante—, es que sus puntos se podrían describir con la misma metáfora que utiliza Barthes en La cámara lúcida para referirse al «punctum»: son como pinchazos. Pequeños detalles que, de pronto, se nos imponen y nos demandan atención. Ya no parecen venir a representar una mera pausa, frente a la que uno respira y sigue de largo. Los puntos de Richard —los llamó así, desde entonces— quieren ser algo más, como los personajes de las fábulas de Monterroso; pero, ¿qué es lo que pretenden ser?
Hace unos días encontré una posible respuesta en el ensayo Cómo la puntuación cambió la historia (Editorial Godot), donde el académico noruego Bård Borch Michalsen hace un repaso de las grandes figuras que contribuyeron a erradicar el caos de la scriptio continua: desde Aristófanes de Bizancio, quien fue el primero en introducir un sistema de puntuación, hasta Aldo Manuzio, el célebre imprentero y editor italiano a quien le debemos, entre muchas otras cosas, la estandarización de los signos, la creación del libro de bolsillo y la introducción del temido —y las más de las veces ignorado— punto y coma. El autor lo define como «el Steve Jobs del Renacimiento», en el sentido de que ambos tomaron dos inventos fundamentales —la imprenta, en un caso; las computadoras, en el otro— y los volvieron útiles para mucha gente.
Pero el punto, o el punctum —volvamos—, es que en uno de los capítulos de este ensayo Michalsen cita un estudio de la Universidad de Binghamton, donde un grupo de psicólogos intentaron estudiar esto que he llamado «el punto de Richard» y llegaron a una de esas conclusiones tan obvias que uno termina por experimentar una suerte de herida narcicista: un punto al final de la frase, en WhatsApp o en otras redes, dicen estos psicólogos, se interpreta de forma negativa. No es lo mismo «No.» que «No». No es lo mismo «Hola.» que «Hola». Y un «Tal vez.» con punto es más un «no» que un «tal vez» (una especie de «no bemol», podría decirse).
En otras palabras, y de acuerdo con este estudio, hay contextos y géneros discursivos en los que «el punto ya no es un signo neutral», sino que «transmite un mensaje propio», es decir: ya no se trata solo de un elemento gramatical, aséptico, sino también de una pieza que opera sobre el ars retórica del homo digitalis.
Pero, ¿qué pasa con los demás signos? ¿También están experimentando alguna mutación ontológica en ámbitos lingüísticos no formales?
En verdad es muy difícil saberlo, porque, ¿quién usa hoy un punto y coma en medio de un chat? ¿Quién pone comillas? ¿Quién expresa una relación causal a través de los dos puntos? Ni siquiera Richard se atreve a tanto.
En general, los usuarios de redes se las arreglan con las comas, los puntos y, por supuesto, los emojis; aunque esto no significa que no sepan usar los otros signos. En los últimos años, y esto también lo dice Michalsen, hubo muchas investigaciones que concluyeron que, en la mayor parte de los casos, los jóvenes tienen claro qué convenciones de escritura hay que aplicar en cada contexto. Por eso la ausencia de estos signos no parece representar un problema. Además se trata de un fenómeno que va mucho más allá de las redes sociales, y del cronolecto adolescente. En la literatura hay muchos signos de puntuación que no solo están dejando de emplearse, sino que vienen siendo blanco de ataques desde hace mucho tiempo. Para Kurt Vonnegut, por ejemplo, el punto y coma no se usa: se ostenta. En Un hombre sin patria (2005), escribió que es un «hermafrodita travestido», que «lo único que hace es mostrar que fuiste a la universidad». Scott Fitzgerald, por su parte, recomendaba eliminar todos los signos de exclamación, porque consideraba que utilizarlos es como reírse de nuestras propias bromas. Henry Miller alguna vez dio un consejo parecido: «Mantenga sus signos de exclamación bajo control», escribió.
En cuanto a las comillas, no tengo recuerdo de algún escritor que las haya fustigado; pero sí es claro que cada vez se las usa menos. Las voces de los personajes en muchos casos se nos aparecen de pronto, sin nada que las anuncie: ni comillas ni rayas de diálogo. En ocasiones ni siquiera hay verbos del decir. Desde luego hay muchos motivos que explican estas ausencias —habría que revisar la poética de cada autor—, pero en términos generales podríamos decir que se trata de lo de siempre: un intento por escapar de aquellas convenciones y artificios que hacen que el texto «huela» a literatura.
Así las cosas, resulta que los escritores —y no solo los jóvenes en las redes— también se las terminan arreglando solo con puntos y comas, aunque no con emojis (al menos de momento). La tendencia, que ya lleva mucho tiempo, es a economizar cuanto signo se pueda. Los talleres literarios suscitaron miedo a decir o explicar de más, y llevaron tan al extremo las ideas de, entre otros, Flannery O’Connor —eso de que la literatura solo debe «mostrar», no «decir»— que hoy nos encontramos con todo tipo de ambigüedades innecesarias, o vacíos prescindibles. A veces no se sabe quién habla, quién enuncia, quién es quién, pero no porque tras esta incertidumbre se cifre una duda ontológica sobre la naturaleza de lo real, como en Philip K. Dick, sino por un rasgo de estilo que va inaugurando espacios en blanco sobre aquello cuya revelación, a fin de cuentas, no nos aporta nada. Es un hueco superfluo, que demanda un esfuerzo cognitivo que no ofrece recompensa.
Pero no nos sigamos yendo por las ramas: volvamos al punto, o al punctum, para decir lo que Bård Borch Michalsen, así como muchos otros, vienen diciendo desde hace tiempo: si uno quiere romper las reglas —de puntuación, en este caso— tiene que haber un motivo. No se puede poner coma allí donde corresponde el punto, simplemente porque sí. No se pueden suprimir las comillas solo porque no nos gusta cómo quedan. En literatura, apartarse de una norma debe obedecer a una razón estética. Pero seguir una norma —y he aquí lo interesante, porque muchas veces lo olvidamos— también tiene que tener algún motivo. Nuestra época nos exige reflexionar sobre todo. Por eso si Richard pone un punto donde, en efecto, va un punto, también debería explicar por qué lo hace. En materia de escritura, ya nada se puede dar por sentado.
[Fuente: www.jotdown.es]
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