De entre las
opciones del idioma, cada cual escoge las suyas y conforma su manera de
expresarse
Un ecólogo inspecciona árboles.
Escrito por ÁLEX GRIJELMO
El mundo de
la lingüística acoge
dos corrientes identificables. En una se encuadran los prescriptivistas, que
indican cómo se debería hablar y escribir, partiendo de una idílica visión de
la lengua. Sus críticos los llaman “puristas”. En el otro lado se engloban los
descriptivistas, que se limitan a recoger la realidad del lenguaje, con sus
evoluciones y sus involuciones, y a dar por válido todo lo que sucede (con tal
de que suceda). En su contra se ha utilizado el término “todovalistas”.
Si lleváramos estas
dos corrientes al terreno del medio ambiente, los partidarios del
prescriptivismo serían ecologistas; y los descriptivistas serían ecólogos. Los
ecólogos describen cómo un vertido de plásticos alterará la vida de una colonia
de castores; y los ecologistas denuncian que los vertidos de plásticos alteren
la vida de los castores.
El ecólogo y el
descriptivista ven el mundo según es; el ecologista y el prescriptivista lo
miran según les gustaría que fuese.
Steven Pinker,
reconocido psicólogo y lingüista canadiense, se declara encuadrado en el
ámbito de los descriptivistas, pero acaba de publicar un libro indudablemente
prescriptivo: El sentido del estilo (editorial Capitán Swing, 2019).
Como persona
sensata, Pinker niega que exista una “guerra lingüística” entre esas corrientes
porque “los gramáticos de una y otra tendencia se ocupan de cosas distintas” y
porque “no es verdad que si un tipo de gramáticos tiene razón, el otro esté
equivocado”.
¿Cuál es el
territorio común entonces? A mi entender, el territorio común es el estilo. Y
por eso el descriptivista Pinker, al hablar de estilo, se convierte en
prescriptivista: “No hay ninguna contradicción”, explica, “entre el hecho de
describir cómo utiliza la gente el lenguaje y prescribir cómo deberían
utilizarlo si quisieran hacerlo con más eficacia”. Ahí ya no importan lo
correcto o lo incorrecto, sino qué se percibe como estético, elegante, rítmico,
eficaz; y qué se ve como falto de rigor, desgarbado o de mal gusto.
Ruego disculpen el
ejemplo que expongo ahora: La palabra “mierda” es correcta, siempre que se
escriba y se pronuncie bien. Pero a mucha gente le parecería incorrecto que se
escribiese en un diario “el Gobierno tomó ayer una decisión de mierda”.
Ante la reprimenda
de un editor, el columnista que hubiera usado “mierda” no debería contestar
“está en el Diccionario”; o “eso lo
dice mucha gente”.
En el terreno del
estilo (individual o colectivo), cada cual decide qué le gusta; qué conserva y
qué desecha, si usa anglicismos o los evita. De entre todas las opciones que
ofrece la lengua, cada cual escoge unas en concreto y conforma así su manera de
expresarse; y rechaza otras por criterios estéticos, etimológicos o simplemente
subjetivos.
La citada obra de
Pinker coincide en muchos aspectos con los manuales de estilo: censura las
construcciones tortuosas, la jerga profesional, las discordancias verbales o
esos grupos de palabras cuya función se tarda en descubrir porque el verbo que
las explica se halla muy lejos de ellas.
Ahora bien, las
guías de estilo (y el propio libro de Pinker) se muestran prescriptivas porque
se dirigen a escritores, periodistas o personas en general que aceptan la
autoridad o el criterio de la entidad editora; es decir, que siguen esas
recomendaciones porque creen, como el autor canadiense, que “el estilo
embellece el mundo”. El resto de la gente puede decir “mierda” cuando quiera.
[Foto: MONTY RAKUSEN'S STUDIO GETTY IMAGES –
fuente: www.elpais.com]
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