La obra póstuma de Eça de Queiroz (1845-1900), A cidade e as serras (Porto, 1901), viene a ser una suerte de canto de cisne y, al mismo tiempo, de bucólica convertida en novela. El autor termina su carrera vital y literaria recreando las dulces tierras del Alto Duero y, de manera particular, una bella casa que hoy es la Fundación Eça de Queiroz. Hacia aquel lugar encaminamos nuestros pasos hace unos días, en la esperanza de encontrar uno de esos raros paraísos literarios que todavía quedan en la tierra.
Por MARÍA JOSÉ BARRIOS CASTRO y FRANCISCO GARCÍA JURADO
La última novela de Eça de Queiroz, que primero fue un cuento, “Civilizaçao“, nos relata cómo Jacinto, un aristócrata portugués hastiado de la vida parisina, vuelve a sus propiedades portuguesas, donde encontrará su verdadera vida y razón de ser. La belleza del campo y la simplicidad de la vida rural lo convertirán en un hombre feliz y sencillo, bien distinto de lo que había sido en la sofisticada París. La obra, como bien vio Alfonso Reyes, es una contranovela de la famosa À rebours, escrita por Joris-Karl Huysmans. Esta novela francesa, publicada a finales del siglo XIX, se convirtió en una suerte de biblia del decadentismo. Además, como si se tratara de una regla de tres literaria, hace tiempo que vimos cómo el ataque a la vida natural y al poeta Virgilio (cantor de la vida rural) que lleva a cabo Huysmans se convierte, como por arte de magia, en un elogio al campo y también al poeta latino dentro de la novela de Eça de Queiroz, hasta tal punto que podemos decir que la novela puede leerse en clave de bucólica virgiliana. Los textos de Virgilio, incluidas algunas erratas, son muy significativos en la novela portuguesa, a manera de citas que van más allá de la mera pedantería. Cuando el protagonista de la novela se queda dormido sobre el “divino bucólico” en un momento dado, no debemos interpretar que se trata de un desprecio, sino de un acto de profunda amistad y complicidad con el clásico. De una manera singular, el espacio literario de A cidade e as serras supone la transposición de otro espacio literario, el de los campos virgilianos, en la lejana Italia.

Estas ideas presidían, pues, nuestro viaje, que había tenido una etapa previa hasta la ciudad de Zamora. Nuestra intención era, en definitiva, recorrer la zona de Tras-os-Montes e Alto Douro desde Zamora hasta Oporto, pasando por Santa Cruz do Douro, que es donde está la sede de la citada Fundación. Lo cierto es que durante el viaje, ya dentro del dédalo de pequeñas carreteras plagadas de curvas, nos perdimos durante algunos kilómetros, pues debimos de tomar equivocadamente una dirección que nos llevaba a otro lugar bien distinto. Fue un momento desalentador, pues sabíamos que si bien la Fundación (y el consiguiente sueño de poder visitarla, añorado durante tanto tiempo) estaba cerca, su localización resultaba difícil, dada la ausencia casi total de indicaciones. Gracias a la amabilidad de las gentes de la zona, famosas por su carácter austero y adusto, logramos llegar hasta la preciosa villa alrededor de las dos de la tarde.

Por la mañana, antes de abandonar Zamora, habíamos estado releyendo las desventuras que sufrió Jacinto para poder llegar a su casa desde el tren que lo había dejado en Medina del Campo. En este sentido, no dejamos de sentirnos un poco como Jacinto, tanto en las fatigas del viaje como en la recompensa de llegar, finalmente, al lugar deseado.

Como las visitas a la casa habían terminado a las doce y media y no comenzaban hasta dos horas más tarde, tuvimos la oportunidad de degustar una buena cerveza y de comer algo en el restaurante de Tormes, al lado de la Fundación. Allí promocionan lo que ellos llaman “gastronomía queirosiana” y preparan las famosas habas con arroz que el protagonista de la novela degusta con verdadero deleite. Finalmente, nuestro descanso se extendió algo más allá de las dos y media, por lo que decidimos esperar hasta la siguiente visita. Tuvimos la inmensa suerte de que Sandra Melo, técnica cultural de la Fundación, nos mostró la casa a nosotros solos y en lengua inglesa, dado que al mismo tiempo había un grupo más numeroso de portugueses que fueron guiados por otra compañera. Aquella visita fue un verdadero lujo. Pudimos ver las estancias de la casa, repleta de recuerdos fotográficos de la familia de Eça de Queiroz, así como los muebles traídos desde París, donde el escritor había sido embajador, y nos sorprendió especialmente una suerte de fichas en las que el escritor describía, como si de “fotografías escritas” se tratara, sus impresiones sobre los lugares que visitaba. Con Sandra Melo charlamos con calma durante el recorrido, que supuso toda una experiencia vital y literaria. Dado que de diplomáticos se trataba, charlamos acerca de las afinidades que podían presentar Eça de Queiroz y Juan Valera. Para nosotros, en especial, Eça de Queiroz no solo es un gran autor portugués, sino europeo. Su obra no se puede entender, de manera inmediata, sin la literatura francesa del siglo XIX, pero tampoco sin Cervantes, o sin Homero y, por supuesto, sin Virgilio. Esta es la visión que tenemos (y defendemos) los comparatistas, siempre atentos a transcender las naciones y las épocas.

Ya hemos visitado muchas casas literarias a lo largo de nuestros viajes. Nos viene a la memoria, por ejemplo, la casa de Tolstoi en Moscú, o la de Carducci en Bolonia. También recordamos bellos paisajes literarios como las tierras de Ancona, que nos llevan hasta la Recanati de Leopardi, o paisajes urbanos como la Lisboa de Pessoa.
La casa de Eça de Queiroz no nos defraudó. Aquel espacio real responde al ensueño del paisaje literario que inspira, y recorrer aquellos lugares conserva todavía las características de una pequeña aventura.
[Fuente: clasicos.hypotheses.org]
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