Detrás de un escritor —y frente a él— hay muchas historias. A veces, su papel se vuelve confuso: ¿en dónde termina el narrador y comienza el personaje? Con una controversia a cuestas que ha puesto en juego su credibilidad entera, el autor peruano se muestra como una pieza más de una obra difícil de poner en paz. ¿Qué es lo que lo ha llevado a buscar, en un abismo de fantasmas, un asidero capaz de soportar una tormenta interminable?
Escrito por Sergio Vilela
Dice que ha puesto su vida en peligro para llegar hasta aquí. Que ha tenido que cruzar media ciudad a toda prisa y salir disparado del almuerzo en el que estaba y esquivar todos los carros que en el camino le cerraban el paso. Que no ha dudado en pasarse los semáforos en rojo y que no le ha importado violar todas las normas de tránsito, por llegar puntual a esta cita. Ese es Bryce, Alfredo Bryce Echenique, el escritor habituado a convertir un desplazamiento ordinario entre dos puntos en una verdadera épica donde él mismo pone en juego su integridad. Basta un instante con Bryce para que la realidad se empiece a difuminar y él tome el control de la verosimilitud de los hechos. Pero aquello que podría parecer pura exageración o simple alarde narrativo es, en el caso suyo, un relato verídico.
Ahora, el autor peruano de Un mundo para Julius camina, con la tranquilidad de quien se ha salvado de una catástrofe automovilística, hacia el salón principal de su departamento en Lima. Bryce tiene setenta y cuatro años y las dos horas de caminata diaria a las que se tiene acostumbrado por los malecones de San Isidro, bordeando los acantilados que dan al Pacífico, lo mantienen con buen semblante. Nos sentamos en el largo sofá de su sala, vigilados por un retrato suyo que nos mira desde la pared. La luz de la tarde cae en diagonal a través de los ventanales del departamento y desde aquí se ven las cabezas de los árboles asomando desde el parque que parece el enorme jardín trasero del edificio. No pasan ni diez minutos antes de advertir que tiene demasiada sed. Se toca la garganta y dice que debe ser por el almuerzo previo que está así, ensayando una excusa. Ofrece un vodka tonic y de inmediato se pone en la tarea cual barman experimentado. Empuja la puerta batiente de su cocina y desaparece por un minuto. Se le escucha preguntar qué dosis quiero en mi vaso, desde el ambiente contiguo. Desde su tercer divorcio, que ocurrió hace un par de años, vive solo en este departamento alquilado y, tras varias mudanzas en Europa y América a lo largo de su vida, dice que "de aquí me sacan con los pies por delante". Su ama de llaves no viene hoy pero él lo tiene todo bajo control. Es famoso entre sus amigos por la generosidad con la que abre su bar y porque las tertulias con él pueden durar días enteros sin que las historias se agoten.
En seguida, Alfredo Bryce Echenique asoma en la sala de su casa con dos generosos vasos. La imagen es tan doméstica que, por un momento, no parece ser quien es. Ese hombre que es considerado uno de los escritores latinoamericanos más originales posteriores al boom, quien fundó con la oralidad de sus personajes un registro narrativo único en novelas como Un mundo para Julius y La vida exagerada de Martín Romaña. Aquel escritor que se vio envuelto desde 2006 en un escándalo de presuntos plagios de artículos periodísticos, que aún están en litigio. El mismo autor que, por ese antecedente, recibió un aluvión de críticas que pusieron en duda su reputación, tras ganar el premio de la Feria del Libro de Guadalajara en 2012. La tarde soleada de primavera atraviesa los ventanales del salón, encendiendo el espacio. La biblioteca o lo que queda de ella después de regalar un millar de libros al dejar la casa de su tercera esposa, Anita Chávez, cubre toda la pared del fondo. Bryce se acomoda en el sofá después de dar un trago a su copa y empieza a hablar de sus antepasados, de los años de opulencia de la familia Echenique, de su tatarabuelo expresidente, de las riquísimas haciendas que tenían y que hoy pasaron a ser distritos enteros de Lima —como La Victoria—, de los días en que soñaba con ser un escritor mientras su padre lo obligaba a terminar la carrera de derecho, y de la tarde en que se subió a un barco de carga con su amigo Françoise Mujica y partió rumbo a Europa, convertido en abogado tras cumplir sus designios familiares.
—Alfredo y yo viajamos en el mismo camarote. En esa época era devoto de Montherlant y de Hemingway, así que llevó un baúl repleto de libros. Entre la lectura y la bebida nos pasábamos todo el día —recuerda Mujica, su compañero de la facultad, desde la terraza de su casa en Lima, una mañana de primavera de 2012.
Entonces era 1964 y el joven aspirante a escritor partió del Perú para no volver en décadas, con el único propósito de convertirse algún día en Alfredo Bryce Echenique.
2.
Cuando era niño su madre lo amarraba a la pata de la cama. Elena Echenique había descubierto que esa era la única manera de controlar las desapariciones de uno sus cinco hijos, Alfredo Bryce, un niño ensimismado, apacible y algo miope. Por ese temperamento que lo hacía invisible, sus fugas siempre pasaban desapercibidas hasta que alguien descubría que no estaba y, entonces, empezaban a buscarlo en los alrededores de la casa en la que veraneaban en el balneario de La Punta, a quince kilómetros de Lima.
—Mi mamá decía que yo era la pata de Judas, que era muy fácil perderme de vista, y por eso me amarraba.
Bryce recuerda nítidamente ese castigo, pero también se recuerda a sí mismo muy tranquilo esperando a que lo liberaran, porque mientras permanecía amarrado iba de viaje dentro de su cabeza. "Ni bien lo ataban a la pata de la cama, volvía a la calma. Él mismo se entregaba cuando sabía que lo merecía", escribe el periodista Mariano Olivera en su libro Bryce antes de Julius. Ya desde entonces tenía una enorme capacidad de entretenerse con nada. De leer el vacío. En el primer volumen de sus memorias, Permiso para vivir, publicado en 2004, escribe: "Mi atracción por los rincones la recuerdo desde niño. Y recuerdo que también yo atraía la presencia de los rincones". Muy temprano el mundo exterior se le hizo más aburrido que el mundo imaginario sobre el que tenía poderes. Un tímido prefiere estar solo. Un solitario aguza la mirada. Una buen observador entiende a un volumen diferente. Todo eso era Bryce. Y aunque su padre intentó conminarlo a que tomara el camino de las leyes y convertirlo en su heredero para que terminara al frente del Banco Internacional, uno de los más grandes de Perú y propiedad de la familia, la vocación literaria terminó por arrástralo como una marea desbordada.
—Mi mamá era una gran lectora, pero creo que la inventiva de Alfredo era como la de mi papá. Él también era muy ocurrente, aunque era un hombre callado —cuenta Elena Bryce, la hermana del escritor, seis años menor que él.
Sus dos familias eran de leyenda. Los Bryce habían llegado desde Londres a fines del siglo XIX. Abrieron una casa comercial que vendía insumos para grandes navíos, y que Francis y John Bryce decidieron inaugurar en el Callao, el principal puerto del Perú. Ese remoto país de Sudamérica estaba en plena expansión económica tras la guerra con Chile, y era un mercado fértil para que los Bryce hicieran crecer su fortuna. Los Echenique habían sido grandes terratenientes y contaban con un expresidente entre sus antepasados, Rufino Echenique, que gobernó el país a mediados del XIX. Había llegado al poder después de una larga carrera militar que había empezado con su enrolamiento en uno de los batallones al mando del libertador José de San Martín, un año después de la independencia del Perú. Estas dos familias notables de la oligarquía limeña, los Bryce y los Echenique, acabaron emparentándose por primera vez tres generaciones antes de que naciera el escritor, cuando un hijo del presidente se casó con María Rosa Bryce López-Aldana. Ella tenía un hermano llamado Ramón y ambos, hermano y hermana, tuvieron dos hijos varones a los que llamaron igual: Francisco Echenique Bryce, el de ella, Francisco Bryce Arróspide, el de él. Los franciscos eran primos hermanos de edades cercanas. A los franciscos les gustaban los números. Cuando los franciscos crecieron fundaron juntos el Banco Internacional. Uno asumió la presidencia, y el otro la gerencia general. Cuenta Alfredo Bryce que un día, mientras los negocios estaban en su mejor momento, uno de los primos le pidió al otro que lo dejara casarse con su hija. Como ellos eran hombres de confianza, pero sobre todo parientes, el pedido fue aceptado. De ese matrimonio entre el tío y la sobrina, en el que había veinte años de diferencia, nació Alfredo Bryce Echenique. Pero, según el escritor, ese coctel de genes hizo que su hermano mayor naciera sordomudo. Aquel hecho determinaría el destino del matrimonio y de todo lo que se viviría en la casa de los Bryce Echenique. El hijo enfermo —el mayor, Paquito— sería el centro de gravedad las alegrías y frustraciones de una familia a la que la fortuna no sirvió de nada para darle una vida normal.
Alfredo Bryce se recuerda a sí mismo de niño, siendo testigo de las discusiones entre sus padres que hacían lo posible para que Paquito se integrara a la vida familiar. Gastaron un dineral enviándolo a internados en Estados Unidos, contratando a los mejores maestros, invirtiendo horas para que pudiera comunicarse.
—Si uno no lo oía gesticular, podía no darse cuenta de que era sordomudo, porque era un chico muy tranquilo—, recuerda su hermana, intentando restarle gravedad al pasado. Elena Bryce es la menor de los cinco hermanos, y por eso dice que ella no sale ni en las fotos ni en las novelas.
La película imposible del hijo enfermo fue despostillando el ya difícil matrimonio entre el tío y la sobrina. Entre un hombre que, antes de casarse, había pasado dieciocho años como contador de un barco mercante, había dado la vuelta al mundo y había sido torero en España; y una mujer que solo había salido de la mansión de su padre para ir a su propia boda, se había educado con institutrices europeas, tocaba el piano y leía a Proust. Con los años, Paquito pudo sentarse a la mesa a comer con sus hermanos, y logró incluso desarrollar cierto talento con las manos que le permitió tener un oficio de ceramista, y pintar cuadros que los amigos de la familia compraban sin falta. Aquel enorme esfuerzo familiar sirvió para que Paquito tuviera una vida productiva, aunque dependiente de por vida. Murió a los sesenta y nueve y, dos días después, su madre casi centenaria, que vivía con él y aún lo cuidaba como a un niño, le siguió los pasos.
—Ella no reconocía a nadie, pero cuidaba a su hijo. Vivían juntos. Él ya estaba ciego. Despertó a los cincuenta años ciego. Era una maldición lo que tenía ese hombre —recuerda Bryce.
En casa de los Bryce Echenique catorce empleados se encargaban de atender a los padres y a sus cinco hijos.
—Me acuerdo que peleábamos mucho —dice Elena Bryce, que tiene el cabello corto y las mejillas gruesas, como su hermano más famoso—. Él me decía: "Estás horrible, no salgas así delante de mis amigos", cosas de esas, pleitos de hermanos, lo normal.
Vivían en una residencia en el distrito de San Isidro, el más distinguido de Lima, y su mundo no se parecía en nada al Perú empobrecido de los cincuenta, ese país que se filtraba levemente en las historias que el escritor, siendo niño, escuchaba en la cocina cuando los empleados hablaban entre ellos. Un universo que parecía tan fascinante como desconocido, donde las personas tenían pocas cosas y vivían austeramente, como lo hacían en las habitaciones de servicio de su propia casa. Ese, dice Bryce Echenique, fue el descubrimiento más grande de su vida de niño: los empleados eran seres diferentes.
3.
Alfredo Bryce abre el pequeño baúl de madera que hay sobre la mesa. Un olor a tabaco invade el salón. Estira la mano y saca un puro que enciende al instante. Ya es de noche y la luz tenue de las lámparas se derrama sobre el sillón. Bryce se acomoda y cruza una pierna sobre otra, de manera que la que va encima queda colgando, como si se pusiera a sí mismo un cerrojo.
—Lo más trágico de todo es que esa casa era un nido del dolor. Cada uno sufría en su cuarto. Menos mi hermano Eduardo, que era el tercero y que era un tarambana, un jaranista, y nunca estaba. Recuerdo mucho a mi papá requintando: "Este hijo de mierda", por Paquito. Porque de pronto un día el pobre descubrió la masturbación y entonces, mientras estaba en esas, pegaba unos alaridos y todos nosotros nos manteníamos calladitos como si no pasara nada.
Su padre era un hombre alto y apuesto, de pocas palabras, sarcástico cuando abría la boca, y con una singular afición por los trabajos manuales, heredada de sus días en altamar. Cuando no estaba dirigiendo el Banco Internacional, reparaba cortinas y zurcía medias. Era silencioso dentro de su casa y un gran contador de historias fuera de ella. Aunque era tranquilo, las ocurrencias de Paquito lo sacaban de sus casillas. Se ponía furioso, le pedía cuentas a su mujer, maldecía.
—Mi papá gritaba: "Yo no he trabajado tantos años de mi vida, carajo, para tener que aguatar a este huevón…"
Esa era la maldición cotidiana en la casa, y todos los que vivían allí se esmeraban para no hablar de lo que sucedía.
—Una vida era la de los pisos de arriba, donde vivíamos, y otra la del piso de abajo, a la que llegaba la visita. La tragedia de arriba nunca bajaba. Cada uno de nosotros sobrevivía a esa casa como podía.
Toda la atención se concentraba en Paquito. Por eso Bryce recuerda una infancia entre las faldas de sus nanas, o cruzando la ciudad a solas con el chofer, o jugando en el patio con el mayordomo o con el hijo de la cocinera. Su primera novela, Un mundo para Julius, es en parte esa historia: la historia de un niño solitario de la oligarquía limeña que, a medida que crece, descubre los contrastes con el mundo que lo rodea. A través de los ojos de Julius, Bryce evidencia el clasismo, el racismo y la hipocresía de ese mundo, desde un sentido del humor y una ironía agudos. Cuando se publicó esa novela, en 1970, se convirtió en un bicho raro de la literatura en el Perú. Por primera vez un rico escribía, y escribía, además, una gran novela sobre la clase alta que empezaba así: "Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor; con departamentos para la servidumbre, como un lunar de carne en el rostro más bello, hasta con una carroza que usó tu bisabuelo, Julius, cuando era presidente de la República, ¡cuidado!, no la toques, está llena de telarañas, y él, de espaldas a su mamá, que era linda, tratando de alcanzar la manija de la puerta. La carroza y la sección servidumbre ejercieron siempre una extraña fascinación sobre Julius, la fascinación de ‘no lo toques, amor; por ahí no se va, darling'. Ya entonces, su padre había muerto". Los militares de la dictadura del general Juan Velasco Alvarado, instalada en el Perú en el año 1968, la tomaron como una novela parricida, en la que el escritor arremetía contra su propia clase. Bryce recordaría en una entrevista, años después, que "se dijeron tantas cosas: esta es la novela de la revolución, por ejemplo, o que era el canto del cisne de la oligarquía. Cosas que jamás pensé al escribirla, porque además la escribí mucho tiempo antes de la reforma agraria". Esa reforma tenía por entonces al país partido en dos. El general Velasco nacionalizó el Banco Internacional de los Bryce y expropió sus haciendas a los Echenique. Pero Alfredo Bryce Echenique —un efervescente contestatario a ojos del general—, mereció el premio Nacional de Literatura en 1972. De todos modos, Un mundo para Julius sobrevivió al paso del tiempo como un verdadero clásico de la literatura de América Latina.
Alfredo Bryce da una bocanada a su habano. Hace rato ha descorchado una botella de Rioja para acompañar el jamón de bellota que trajo en la maleta de su último viaje a Madrid. Ha propuesto picar algo antes de ir al bar del Hotel Country, a unas diez calles de su departamento, a comer de verdad. Cuenta que su padre lo obligó a graduarse como abogado y que gracias a eso pasó por la Universidad de San Marcos, donde dejó de ser un extranjero en su propio país. Aunque su plan original había sido estudiar en la Universidad de Cambridge, en Gran Bretaña, como le dijo al periodista Alfredo Barnechea en una entrevista de 1996: "Mi padre me hizo una gran trampa. Para ingresar a Cambridge, saliendo del Colegio San Pablo, que era un colegio inglés, había dos requisitos: pasar un examen de historia de Inglaterra y otro de latín, en el British Council, y haber ingresado a San Marcos". Una vez que ingresó a esa universidad pública, la más antigua de América y en la que confluía todo el Perú, su padre le preguntó: "¿Y quién te va a pagar la Universidad de Cambridge?". Bryce no tuvo más opción que quedarse en San Marcos. Allí descubrió que alumnos de todas las sangres y regiones, ricos y pobres, convivían en el patio de Letras. Para eso le sirvió la universidad, dice. Para entender dónde estaba parado. Y para tener su número de registro en el Colegio de Abogados que aún es válido.
—Aunque no le gustaba el derecho —recuerda Françoise Mujica—, seguía las clases con muchísima dedicación. Tengo fotos del día que nos colegiamos. Luego él practicó en un estudio de verdad.
Cierto. Bryce llegó a trabajar como abogado algunos meses.
—Estoy apto para ejercer, si quisiera —dice Bryce, y se levanta del sofá para servir dos copas más.
Tras ganar un beca para estudiar en la Sorbona, en París, gracias a los contactos que su madre le ayudó a conseguir, pudo partir a Europa con la idea de convertirse, allá, en escritor. Tenía veinticinco años. Su padre ya no podía prohibirle nada, porque Bryce había cumplido con la promesa de terminar la carrera, pero tampoco pensaba ayudarlo en su plan europeo. Solo autorizó que una camioneta del banco, que iba a recoger dinero de las oficinas al sur de Lima, lo llevara hasta el puerto desde el que partiría a su nueva vida en Francia. A los pocos meses de terminar la universidad, y con escasos ahorros, Alfredo Bryce emprendió el viaje que cambiaría su vida para siempre. Esa mañana de 1964, a bordo de un buque cargado de acero, zarpó desde el puerto de Marcona, a quinientos kilómetros de Lima, con su compañero de la universidad, Françoise Mujica. Iban a cruzar medio mundo para llegar después de veintiún días al puerto de Dunquerque, al norte de Francia. Desde entonces, aunque pasarían cuatro años hasta que publicara su primer libro de cuentos, Huerto cerrado, con el que ganaría el premio Casa de las América, su vida se empezaría a parecer cada vez más a la que había imaginado, la de escritor a tiempo completo.
—En esa época él estaba enamoradísimo de la que sería su primera esposa, Maggie Revilla. Ella llegaría después a Francia, al año siguiente —cuenta Mujica, un hombre alto, de ojos claros y finas facciones.
Son casi las once de la noche y Bryce dice que ya es hora de irnos. Se pone de pie y va a buscar las llaves, quizá a su habitación. Indica que dejemos todo como está, porque vamos y volvemos. Salimos del departamento y bajamos, en el estrecho ascensor del edificio, hasta el garaje. El Mini Cooper rojo sangre de Bryce brilla junto a todos los demás autos sin gracia. Llevamos varias horas de conversación, tantas como copas encima. Pero eso no intimida a Bryce, que sube al auto, lo pone en marcha y retrocede con decisión para salir del edificio. Al salir, acelera y nos sacudimos por efecto de la inercia. Vamos a parar a una avenida oscura y vacía que le da ánimos para ir más rápido. Toma el volante con las dos manos y gira sin ninguna intención de pisar el freno en la primera curva. Mientras maneja, conversa. Me sigue contando algo que no escucho porque estoy demasiado preocupado en mirar hacia adelante. Pero él conduce sin sobresaltos, como un experto en esa ruta. La idea de estrellarnos contra un árbol me hace pensar que seríamos una estupenda noticia de último minuto. Bryce siempre es un buen titular.
4.
Poco después, frenamos de golpe. Bryce encaja su Mini Cooper en un espacio vacío del estacionamiento, afuera del Hotel Country Club, y baja del auto sin un atisbo de tensión. Por el contrario, está muy animado y camina hacia las escalinatas que conducen al amplio jardín frontal. Está a punto de suceder algo raro. Cuando él atraviese el umbral del hotel, saltará de la realidad a la ficción. Porque el Country es muy Bryce. Es una suerte de locación literaria en la que se rodaron largas partes de dos de sus novelas, el lugar al que Julius se mudó durante un verano completo con su familia, mientras quedaba lista la nueva casa que habían decidido construir, y el sitio donde un adolescente llamado Manongo Sterne, protagonista de No me esperen en abril (1995), vivió los mejores días de su vida, jugando con los amigos ricos del barrio, entre las piscinas y los jardines de este hotel señorial. Bryce Echenique no encaja mejor en otro escenario de la ciudad que en este palacio que parece haber sido sacado de sus novelas y no al revés.
Empuja la puerta del bar inglés y el instante tiene su magia. Bryce en el Country es como un narrador tragado por su propio cuento. Suele pasar por aquí un par de veces por semana. Los meseros lo reconocen y uno de ellos se acerca de inmediato. Lo conduce a una mesa ubicada en un extremo del salón, como si la tuviera reservada para él. El escritor se sorprende de la cantidad de gente que hay. Es un bar para unas cuarenta personas que, en un día de semana como hoy, suele tener no más de tres mesas ocupadas y por eso le gusta mucho venir: porque es íntimo, elegante y familiar, porque lo siente como la prolongación de su casa, y porque lo atienden como rey. Pero esta noche todas las mesas están tomadas, hay más ruido que de costumbre y eso parece incomodarlo. Una mesera que lo saluda por su nombre le acerca la carta y le pregunta si va a tomar lo de siempre. La muchacha desaparece de inmediato mientras el escritor decide lo que ordenará para picotear: quesos y vino tinto.
Viéndolo sentado en este bar, podría parecer que su camino hasta aquí ha sido sencillo. Pero para que este hombre llegase a ser Bryce Echenique tuvieron que pasar demasiadas cosas: miles de horas a bordo de su máquina de escribir, decenas de amores con final infeliz, centenares de libros con los que aprendió a entender su propia voz. Todo empezó aquella mañana en la que partió a Europa desde el puerto de Marcona, a bordo del carguero Allen D. Christensen. Al pie del barco, Alfredo Bryce y su amigo Françoise Mujica, esperaron pacientemente la señal de partida, ya que no tenían ni siquiera hora fija de zarpe. Después de una larga demora, el buque dejó el puerto y empezó la travesía por el Pacífico, que los llevaría hasta su destino: Francia, donde iban a recalar en París. Una vez allí, su nueva vida como estudiante de literatura de La Sorbona se lo tragó.
—Me fui a Europa por delante, y Maggie llegaría tiempo después, también a estudiar —cuenta Bryce, hundido en su butaca de cuero, al recordar a una de las mujeres definitivas de su vida.
Margarita Revilla fue la primera mujer que le importó de verdad. La había conocido, a comienzos de los años sesenta, en una feria de automóviles en Lima. El día que la vio por primera vez ella trabajaba allí como promotora de una marca francesa. Bryce quedó aturdido. Era una mujer blanca, de cabello oscuro y facciones muy finas y a él la timidez lo paralizó y no pudo acercársele. Pero maquinó un plan. Como en toda feria, era fácil conseguir un fotógrafo y Bryce le pagó a uno para que le consiguiera un retrato furtivo de esa joven imposible. Desde entonces, se dedicó durante semanas a averiguar si alguno de sus amigos la conocía para evaluar cuál podía ser el camino para volver a verla. Lima era una ciudad cuatro veces más pequeña. Aunque podía parecer una locura, no lo era para Bryce. "Hasta que un buen día se encontró con un excompañero del San Pablo en la Plaza San Martín. A él también le enrostró la foto, más por costumbre que por esperanza y este le dijo que efectivamente conocía a la chica", escribe el periodista Mariano Olivera. Sería aquel amigo quien le daría la pista para encontrar a Maggie Revilla y quien haría posible que Bryce, finalmente, la invitara a salir después de un tiempo. Tuvo que esperarla porque ella tenía una pareja con la que no duraría demasiado tiempo más. Bryce fue paciente. Se hicieron novios antes de 1964, el año en que él partió a Europa, y al año siguiente ella le dio el alcance en Francia. En enero de 1967 se casaron allí. Vivieron años felices. Estudiaron, viajaron, consiguieron trabajos. Maggie Revilla fue la primera lectora de Bryce y la mujer que lo alentó para que escribiera y quien lo amenazó con dejarlo si no terminaba su primera novela que, de hecho, está dedicada a ella.
Mientras la noche avanza, entra más gente en el bar inglés. Bryce sigue sin entender por qué todas las mesas están llenas un día como hoy. Es inevitable que se sienta invadido en este espacio que es como un anexo de su propia casa. Pero vuelve al relato de su pasado y se olvida de la gente que lo contempla a su alrededor.
Entonces, París era la ciudad de Sartre y Camus, de las juventudes de izquierda, de Mayo del 68, del boom latinoamericano. Era la ciudad en la que García Márquez, Fuentes, Cortázar, habían escrito sus primeras novelas. Era el epicentro del mundo. Un lugar donde hablar en contra del imperialismo yanqui y seguir al Che Guevara estaba de moda. Aunque se había jurado a sí mismo disciplina total, Bryce no escribió una sola línea hasta nueve meses después de haber llegado. La sentencia de sus amigos del colegio, que le decían que iba a Europa con el único propósito de "estudiar para ser bohemio", parecía cumplirse. Había sido absorbido por las madrugadas en el Harry's Bar, las tardes de café en el mítico Les Deux Magots, y las mañanas sin rumbo caminando con Maggie Revilla por Saint-Germain-des-Prés. Por eso, después de diplomarse en literatura francesa en la Sorbona, emprendió un viaje a Perugia, Italia. Le habían descrito aquella ciudad, enclavada en el centro de la península, como una tranquila campiña, perfecta para recluirse. Para trabajar como un verdadero escritor debía escapar de París. Y así lo hizo. "No habían pasado ni cuarenta y ocho horas de mi llegada a Perugia y estaba llorando de emoción y además no me lo podía creer. Una habitación de estudiante, las obras completas de varios clásicos rusos y la mesa de trabajo ante un espejo… Sí, nada menos que ante un espejo porque hasta quería ver el sonido de mi Hermes portátil y el primer párrafo aquel que había escrito en mi vida y que además me gustaba mucho porque decía cosas que había querido expresar toda mi vida", escribió Bryce sobre esos días, en el primer volumen de sus antimemorias, Permiso para vivir (Anagrama, 1993).
—Antes de que Françoise regresara a Lima, pasó por Perugia a despedirse y fue a él a quien le leí el primer cuento que había escrito en mi vida —recuerda ahora mientras busca con la mirada a la mesera que lo recibió y que no ha vuelto.
Durante esos meses en Italia, trabajó como un endemoniado. Escribió día y noche hasta producir su primera colección de cuentos. Había logrado poner en pie una versión inicial que "se titulaba huachafamente y con mensaje a la humanidad, El camino es así, por lo que Julio Ramón Ribeyro —tiempo después— tuvo a bien armarse de coraje, soltarme la verdad sobre mi titulito y proceder a cambiarlo por Huerto cerrado", escribiría Bryce años más tarde.
Cuando aparece la mesera para tomarle la orden, desde las mesas vecinas las miradas empiezan a posarse sobre él con más nitidez. Pese a las acusaciones de plagios de artículos periodísticos, en las que se ha visto envuelto en los últimos años, Bryce sigue siendo en el Perú ese escritor entrañable que uno aprende a querer con las primeras lecturas de la escuela. Desde que se mudó a Lima, adonde volvió desde Europa hace más de una década, sus apariciones en los medios se hicieron más frecuentes y su manera tan singular de reírse de sí mismo acabó por blindarlo de cualquier acusación. Bryce siempre se las ingenió para estar más cerca del antihéroe simpático que del malo de la película. Del bohemio que puede llegar con unas copas encima a una entrevista en televisión que de un hombre capaz de apropiarse de textos ajenos. Ahora, una pareja a tres mesas de distancia lo saluda. Él devuelve la reverencia amablemente, con un leve movimiento de manos y, evitando al mismo tiempo, que se muevan hasta donde él está sentado.
Después de la temporada en Perugia, Bryce aprovechó para saltar a Grecia. Allí consiguió trabajo en una discoteca, donde lavó platos y copas y, con el dinero que pudo ahorrar, regresó en auto a París, después de cruzar media Europa. Al llegar a casa, Maggie lo estaba esperando. Entonces, mientras él subía las escaleras para reencontrarse con ella, en la calle le abrían el maletero del auto y le robaban todo, incluida su máquina de escribir y los cuentos que había escrito. En una carta que Bryce le escribió a su amigo Françoise Mujica, quien ya había regresado a Lima, decía que estaba acabado. Que había perdido meses de trabajo y que volvía a sentirse un farsante, un escritor sin obra. Pero después, en otra carta, decía que no le quedaba más que intentar reescribir el libro de memoria. Bryce, quien mantendría con Mujica una amistad epistolar de tres décadas, le escribió: "La máquina con que tan mal escribo […] es un modelo exacto al que me robaron y con el seguiré mi desesperada carrera por recuperar lo perdido. Antes de Navidad, logré terminar los dos primero cuentos (el que tú leíste) aunque francamente no son ni esqueléticos resúmenes de los anteriores. ¿Qué hacer? Tengo que terminar y sacarme este clavo, aunque mi debut literario deje mucho que desear". Aquel inicio de su carrera parecía un verdadero final pero, sin embargo, escribió por segunda vez el mismo libro. "Maggie me escuchaba leerle con santa paciencia y además le gustaba e incluso no escondía cierto orgullo de aquel loquito que ni siquiera ordenaba bien sus cuartillas, que solía mancharlas con vino, y que confundía con insistencia pertinaz el leérselas a todo amigo que cayera por el departamento con lo que es realmente pasar un libro o una novela en limpio. Ella estudiaba cooperativismo por aquella época y una fría mañana de enero se casó con un escritor llamado Alfredo Bryce". Era 1967, tres años antes de su divorcio.
La mesera trae las copas y una abundante tabla de quesos y jamones. Bryce toma un primer bocado de Manchego y luego saborea el tinto que ha elegido. Dice que, ahora, prefiere hablar de otra mujer. De una que, según él, fue el amor más grande de su vida: Sylvie Amélie Lafaye de Micheaux, a quien le dedicó su novela La vida exagerada de Martín Romaña (Barral Editores, 1981). "Era morena, era delgada, era mil curvas en coqueteo y permanente allegro vivance […] y en el brillo ardiente de sus ojazos negros, había un letrerito luminoso y muy vivaz que prometía traerte la felicidad a casa, a tu corazón, a tu vida entera y forever", escribía Bryce sobre ella. Sylvie fue una novia francesa que lo dejó roto por décadas, y con quien empezaría una historia nueva tras el final con su primera esposa.
—Era la época más triste de mi vida. Maggie había regresado al Perú a unirse a la guerrilla, al Che Guevara, en medio de esas cojudeces de los años setenta. Me había abandonado en París. Como ella era bellísima, todos los guerrilleros se la quisieron tirar. Y cuando descubrió que el antihéroe abandonado era el héroe que valía la pena, me dijo "vuelvo". Yo le dije "no vuelves" porque tengo a la princesa —dice, mientras toma quesos de la tabla con elegancia.
Cuando de que Maggie decidió volver al Perú, la historia con Bryce llegó a su fin. Era 1970. Ese año, su primera novela se publicó y él cayó en una espiral depresiva de la que demoraría años en salir. Dos años más tarde, en 1972, apareció Sylvie. La había conocido mientras era alumna en la Universidad de Nanterre y él asistente en la Facultad de Letras. Llevaban unos meses juntos, cuando Maggie volvió a Francia. Bryce le había prometido a su nueva novia que pasara lo que pasara no regresaría con su esposa. Pero entonces él no podía saber lo que estaba por ocurrir. A los pocos días de su regreso, Maggie sufrió una tromboflebitis que la dejó al borde de un coma. Como legalmente seguía siendo la esposa de Bryce, la atención en la Seguridad Social dependía del respaldo de su marido.
—Si yo la dejaba morir, se moría. Entonces, no podía dejarla así.
Bryce ya había logrado ser un escritor. En sus primeros años había hecho malabares para saltar de una beca a otra y así tener tiempo para escribir. Había tenido años felices al lado de Maggie y había conocido a escritores como Juan Rulfo y Mario Benedetti. Había podido aprender de amigos que se convirtieron en maestros, como Julio Cortázar y Julio Ramón Ribeyro que fue, más que amigo, una suerte de hermano mayor que le llevaba diez años. Se contaban sus nuevos planes, se relataban cuentos cuando eran todavía solo ideas. Hablaban de novelas probables y solían pasar tardes enteras conversando en cafés y bares, o se sentaban a leerse mutuamente y se destrozaban con lealtad. Por eso, Bryce fue uno de los más fieles acompañantes de Ribeyro en las múltiples temporadas que pasó internado, durante sus años franceses, producto de un cáncer que lo atacó desde muy joven.
—En esa época Julio Ramón estaba muriéndose y le hacían unas intervenciones de la forma más cruel. Entonces, por la mañana, estaba en un hospital, cuidando que Maggie no se me muriera. Salía de ahí y me iba toda la tarde a acompañar a Riberyo, hasta las ocho de la noche. A esa hora salía y me esperaba la princesa Sylvie. Nos pegábamos una borrachera terrible y ella empezaba a decirme que yo era una mierda, que no la quería. Un horror.
Pero, para Bryce, el amor que conmueve siempre sucede así. Como una historia estremecedora que pasa cual huracán.
—Alfredo se ha creado la necesidad de estar siempre enamorado —explica Mujica, sin atisbo de asombro.
Finalmente, con Sylvie todo terminó porque la familia de ella prohibió la relación. Diez años menor que él, Sylvie provenía de una familia muy rica que le tenía arreglado un matrimonio. Según el escritor, la familia se encargó de advertirle que era mejor alejarse de la princesa y no volver a buscarla. Pero Bryce volvió. Y le enviaron a unos tipos que le pegaron una paliza que lo hizo entender. Pasaron años hasta que volvieron a hablarse. Mientras, ella no duró en ese matrimonio forzado y él sobrevivió a una larga depresión. Décadas después todavía se escriben y se ven una vez al año, como viejos cómplices. Con Maggie, quien gracias al cuidado de Bryce se salvó de morir en París, la historia terminó en divorcio, pero también con ella sobrevivió la amistad. Y ahora la vida exagerada de Alfredo Bryce lo pone en el centro de una de sus novelas, en medio de una trama que solo a él se le podría ocurrir, "estamos volviendo a salir, a ver qué pasa", dice, acerca de sus últimos encuentros con Maggie.
Volver a salir con su primera esposa, cuarenta y seis años después de haberse divorciado, es el tipo de aventuras que entusiasma a Bryce. La mujer de una mesa vecina que lo ha estado observando se pone de pie y avanza hacia donde está sentado, acompañada de su pareja, un hombre que la sigue con cierto pudor. Traen una hoja de papel en blanco y un celular que amenazan usar como cámara.
—Señor Bryce, perdón que lo moleste, pero, ¿podemos tomarnos una foto? —le piden con reverencia.
Entonces también le alcanzan una hoja de papel. Él se acomoda en su butaca, la recibe y toma un lapicero. Firma, luego posa, y los despide pronto.
—Esto es así siempre. La gente no respeta nada, últimamente. Antes era una firma, ahora es la bendita foto.
A pesar de sus historias con las mujeres, Bryce sobrevivió a París.
Allí, Julio Ramón Ribeyro fue el primero en convencerlo de que sus cuentos tenían valor y que debía publicarlos, presentarlos en premios, buscarles un editor. Bryce empezó a tocar puertas, a enviarlos a revistas. Eran años en los que Vargas Llosa, que ya se había mudado a Barcelona y publicado La ciudad y los perros, pasaba cada tanto por París, y entonces se reunían. Así, sentados en un café, se juntaban a conversar tres de las que serían las más grandes voces de la literatura del Perú del último siglo.
—Alfredo siempre ha tenido un respeto enorme por Julio Ramón, como a un maestro, y un cariño muy grande por Mario. Lo admira y lo dice sin problema —cuenta el escritor peruano Alonso Cueto.
Bryce era el más joven del trío y los demás lo animaban a que postulara sus cuentos a algún concurso. Así fue como, en 1968, Huerto cerrado acabó en La Habana como finalista del premio Casa de las Américas. Ese fue el bautismo público de Bryce como escritor y, desde ese momento, ya no se detendría.
—Mi padre muere tres años después de que yo me voy a Europa y mi primer libro de cuentos se publica dos meses después de su muerte. No lo alcanzó a ver. Creo que se hubiera quedado tranquilo, después de todo.
Después de Huerto cerrado, Bryce se embarcó en esa novela, que empezó como un cuento llamado Las inquietudes de Julius y terminó siendo un manuscrito de seiscientas páginas que llegó a las manos del mítico editor Carlos Barral, quien había publicado por primera vez a Vargas Llosa y García Márquez. Bryce solía pasar los veranos en Barcelona, y llegó un día hasta su despacho en Seix Barral solo para darse cuenta de que su futuro editor se había olvidado de la cita. Aquel primer desencuentro terminó con un almuerzo en el que Barral y su esposa lo hicieron sentir como un viejo amigo a punta de copas de cava. El editor, quien le diría después que era su "última ilusión sudamericana", creyó que Un mundo para Julius era una novela que podía tener posibilidades de llevarse el Premio Biblioteca Breve de 1970, como había sucedido con La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa ocho años atrás. Pero la edición del premio en la que Bryce era candidato coincidió con la salida de Barral de la empresa, tras una pelea insalvable con su socio Víctor Seix. Ese año no hubo fallo y el célebre editor acabó convenciendo a Bryce que se fuera con él a su nueva aventura: Barral Editores. Un mundo para Julius sería el primer libro de esa nueva compañía. Debían ponerse a trabajar de inmediato en las correcciones: Barral le advirtió que planeaba salir lo antes posible. En una carta que Bryce le mandó por esos días a su amigo Françoise Mujica le dice: "Pronto leerás mi novela, la que debió ganar el premio muerto… ayer que hablé por teléfono con él (tuvimos un pleito porque quería sacarla en dos tomos y yo me opuse, gané: será un mamotreto de seiscientas páginas) me dijo que tenía siete editores —Gallimard entre ellos— apalabrados para traducciones". Pese a que su carrera literaria avanzaba con toda fuerza, una primera depresión lo empezó a afectar. En esas idas a Barcelona, en sus semanas de pausa entre los semestres de la universidad en París, conoció a Ramón Vidal Teixidor, el psiquiatra que se convertiría "en un segundo padre para mí". Barral quiso editar el libro a toda prisa y le dio las pruebas a un peruano, que trabajaba con él, para que las corrigiera. Todo iba a salir bien, le dijo a Bryce. Y este confió. Semanas más tarde Barral pasó por París con el primer ejemplar de Un mundo para Julius, y se lo entregó a Alfredo Bryce que, cuando comenzó a leer el libro, se dio cuenta de que la edición estaba repleta de erratas: ubicó y marcó setecientas cincuenta. Entonces escribió una carta a Barral en la que lo amenazaba con publicar todas esas erratas en un comunicado en la prensa, si no retiraba la edición. Él le respondió con un telegrama "Desolado descubrimiento. Quemo edición. Carlos". Al tiempo apareció la segunda primera edición, revisada por Bryce. Pese a todos los inconvenientes, aquella novela lo lanzaría a la fama. Y lo llevaría por primera vez a un sanatorio. Ni el tratamiento que seguía con su psiquiatra pudo evitar la crisis. Bryce recuerda el tremendo éxito como una enorme pesadilla.
—La fobia, la depresión, la tristeza, la ansiedad que me produjo Un mundo para Julius fueron aterradoras. Entré en un manicomio. Estuve en un hospital psiquiátrico en Barcelona, y me juré a mi mismo no escribir más. Era una decisión ya tomada, y seguí un tratamiento psiquiátrico que dura hasta el día de hoy —confiesa.
Carlos Barral logró vender la novela a una decena de países para que fuera traducida. Y fue él quien lo asistió en Barcelona para llevarlo al sanatorio. Las críticas elogiaron inmediatamente el humor original de Bryce, la ironía de aquel mundo en el que crecía y se perdía Julius y la oralidad como marca indeleble de un estilo único y novedoso. El propio García Márquez lo elevó pronto a la categoría de clásico: "Por la inteligencia de su factura, la ciencia de su lenguaje, la mezcla sutil de ironía, nostalgia y humor, y la aguda visión de lo real que conforman su esencia, este libro de Bryce Echenique es una de las mejores novelas escritas por un autor latinoamericano". A inicios de los setenta, cuando, después del boom, nadie esperaba una nueva voz proveniente del otro lado del Atlántico, Alfredo Bryce Echenique se robo toda la atención.
—Me daban ataques de locura. Era una depresión neurótica. Si veía a un tipo que tenía una oreja más grande que la otra, yo veía la oreja. Veía monstruos por la calle. Terminé encerrado, con una camisa de fuerza, en calabozos, pero con médicos buenos, afectuosos. Duros pero buenos, cuenta.
Demoró tres años en recuperarse del todo y dice que, si no hubiera sido porque Sylvie Lafaye apareció en su vida en 1972, tal vez estaría muerto. La conoció cuando, después de estar internado en Barcelona unos meses, volvió a París e intentó recuperar su rutina y, gracias al trabajo como lector de español en la universidad, se cruzó con aquella mujer que le cambiaría la vida.
—Ella me hacía contarle historias. Y luego me decía: "Me ha gustado mucho, mañana quiero leerla. Escríbela". Entonces yo le hacía caso. Todas las tardes me sentaba a leerle esas historias. Al cabo de un tiempo, me dijo: "Ya tienes otro libro, Alfredo". Y era cierto.
Después de haber regresado de la muerte, llamó a ese nuevo libro La felicidad Jaja, con audaz ironía. Estaba vivo y con un nuevo libro en mano.
[Fuente: www.gatopardo.com]
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