Dos
de la tarde, hora de almorzar. Sube la pluma del garaje, un vehículo
entra y la mano anónima del conductor, a través de la ventanilla medio
abierta, paga al cochero a cambio de una llave. Aparcado en su lugar, un
cierre oculta su matrícula. La llave da a un cuarto con cama king size. Nadie ha visto a esa pareja entrar. Es un «hotel de paso».
***
Los
«hoteles de paso», pleonasmo, es lo que tiene en común el sexo urgente
en la Ciudad de México, gratis o de pago, fiel o infiel, en pareja o en
grupo, heterosexual o gay. Ninguna asociación del gremio ni instancia
gubernamental los reconocen con tal nombre, pero todo el mundo sabe qué
significa que le digan «conozco un hotel de paso aquí a la vuelta».
Sitios discretos con habitaciones por horas, muchos de ellos moteles, en
la periferia o en plena ciudad, de los barrios más bajos a los más
altos, desde el equivalente a diez euros hasta cien. Una extensa y
cuidada infraestructura para fornicar en cualquier momento del día.
No se
busquen cifras oficiales: no las hay. La Secretaría de Turismo del
Distrito Federal tiene registrados en total seiscientos veintiséis
hoteles, clasificados en categorías que no permiten distinguir si son
«de paso» o no. Tampoco hay estadísticas, fuera de los porcentajes de
ocupación. Pero he aquí otro hecho tácito que ningún dato desmiente:
casi (precaución debida) todos esos hoteles están en manos de gallegos o
de sus descendientes. «Paisanos», como se llaman entre ellos. Hijos y
nietos de una Galicia olvidada y pobre que se convirtió en la máquina de
emigrantes mejor engrasada de España, cuya huella cándida se observa
aún en los nombres de muchos establecimientos: Compostela, Fornos, Miño,
Finisterre, Vigo, Atlántico, Portonovo, Riazor, Cíes, Orense.
Ourense, donde empieza todo esto.
«¿Tú crees que fue fácil, mija? Pues yo volvería a escoger mi vida otra vez tal como la viví», dice con acentos mezclados Manolo Rial, nacido hace ochenta y tres años en Alén. Su abuelo ya estuvo aquí en el siglo XIX,
y luego en Cuba, y luego en Brasil. «Lo traté solo tres meses, en el
49. Fue a Galicia a conocer a sus dos hijos pequeños, que se le casaban,
y al llegar le dio enfisema y se murió. Como venía de Brasil, con el
frío… Pero me contó muchísimas cosas. Y me dijo: si vas a México no
pienses volver, porque en México se echan raíces». Manolo no quería
venir a México, sino a Cuba, «pero llegué y estaban todas las provincias
en guerra». Era el 4 de diciembre de 1958. En La Habana estuvo dos
días: «la guerra», que los libros de historia llamarían Revolución,
alcanzó la capital. «Es mejor salir», instaron al capitán de su barco, y
zarparon a Veracruz. Él llegó en el Covadonga, pero recita otros buques
que hacían la ruta de la corriente del Golfo para la opulenta
Transatlántica Española: el Marqués de Comillas, el Guadalupe, el
Alfonso XIII. En México tenía parientes. «Tenías que venir con una
persona que te reclamaba y era responsable de ti». Con un contrato
firmado, aunque casi nadie terminaba trabajando en la fábrica que decía
el papel. Cinco años, lo que tardaban en dar la residencia, los pasó en
la calle, vendiendo ropa al hombro, tocando de puerta en puerta. «Igual
que todos los emigrantes gallegos». Con el tiempo, puso «un negocito de
muebles con paisanos» y pudo traerse a su madre, a la que puso un huerto
con gallinas para aliviarle la morriña. Ella le había guardado luto a
su marido veintidós años antes de saber que estaba vivo. ¿Y eso, Manolo?
«Eso no lo puedo contar, por respeto».
Los
hombres se iban, pero allá quedaban ellas. Novias tristes que
matrimoniaban por poderes, casadas que a los dos meses se quedaban sin
marido, tías que se convertían en madres de sus sobrinos, hijos que solo
veían a sus madres en la ropa comprada con dinero de ultramar. Las
«viudas de vivos», siempre de negro. Algunas de sus historias se
reflejan en el documental Avión, el pueblo ausente (María y Marcos Hervera, 2012), un ajustado retrato de la diáspora orensana.
En
porcentaje de población, fue Boborás el pueblo que más gallegos envió a
México. Sin embargo, la fama se la ha llevado Avión, en buena medida por
la saga más exitosa que salió de sus casas: los hermanos Mario y Olegario Vázquez Raña, dos de los seis hijos de Venancio y María,
que edificaron un emporio mediático, hospitalario y hotelero —al calor
del PRI que moldeó a México durante setenta años— sobre la mueblería que
abrió su padre en los años cuarenta. Avión es también célebre por los
reportajes que las televisiones españolas dedican a las mansiones y los
Ferraris que lo inundan cada verano.
En la
tertulia a la que me invita una docena de ilustres empresarios
emigrantes gallegos, no hablan de esos poderosos apellidos. Fuera de
ellos y de las mediáticas vacaciones galaico-mex,
los empresarios de la comunidad son comedidos. La de esta emigración es
la historia de un éxito inaudito y, sin embargo, a pocos de sus
protagonistas les gusta hablar de él.
Reunidos en torno a una mesa en la que se servirá pulpo á feira,
jamón serrano, queso, tortilla de patatas y el pescado mejor hecho de
todo México, intentan dar con los porqués del hervor que llevó a
florecer los hoteles de paso. Mis preguntas son impertinentes. No
quieren nombrarlos: «De paso son todos». Al cabo de dos horas, entrados
en confianza, recuerdan cierto encantamiento:
—Las mujeres de aquí tienen algo.
—Es que en España era: ¿y de dónde eres?, ¿vienes a las aguas? Y no te contestaban. Aquí la gente habla, es cariñosa.
—El calor influye mucho.
—Llevan el ritmo en la sangre.
La percepción sobre la mujer mexicana no ha cambiado. Second Love, una red social para relaciones extramaritales, hizo públicas a principios de marzo sus estadísticas, que revelaban que, entre sus usuarias, las latinoamericanas son las más activas. México está en segundo lugar, por detrás de Argentina. Los hombres no se quedan atrás: hace cinco años, la farmacéutica Lilly Icos realizó una encuesta global sobre hábitos sexuales que resultó encabezar Portugal y México.
El motel
que visito, por ejemplo, en el corazón de un barrio de clase media, es
perfecto para mantener el anonimato. Solo queda registro de la matrícula
«por motivos de seguridad» y eso les permite también sacar
estadísticas. Así es como saben que tienen habituales. ¿Cada cuánto
viene el cliente fiel? «Dos o tres veces por semana», cuenta Moi,
el encargado desde hace cuatro años, cuando, empujado por la crisis,
vino de Sanxenxo. Me enseña algunas habitaciones, rentadas por cinco
horas; las sencillas, a cuatrocientos cincuenta pesos (unos veintiún
euros al cambio vigente); el jacuzzi,
a seiscientos (veintinueve euros). Tienen en común una suerte de
escalones acolchados colocados en un rincón a los que llaman «fajódromo»
(del mexicanismo fajonear,
meterse mano). El dueño, a quien llamaremos don Pedro, nos acompaña en
el recorrido. «Solo admitimos parejas», advierte; «si quieren meter a
una persona más, pagan extra». ¿Hay swingers, orgías? «No. Hay paisanos que sí se dedican a eso, pero nosotros no somos partidarios. Además, es un desmadre». Entramos a la suite principal (mil quinientos pesos, unos setenta y dos euros, cinco horas). Tiene una piscina de buen tamaño con cascada y jacuzzi, dos fajódromos, un columpio hamaca y dos camas unidas por el respaldo, que forman una pasarela.
—Pero, don Pedro, aquí cabe más de una pareja.
—Bueno,
dejamos entrar a dos parejas, tres máximo. Esto lo piden mucho para
fiestas de cumpleaños. Puedes venir tú con tus amigas y echar relajo. Tranquilos. O despedidas de soltero, y aquí, en fin… Pero fiestas swinger, no.
Moi ha visto de todo, pero es discreto. Vive con otros tres jóvenes de su edad que vinieron de Galicia al mismo tiempo y trabajan en otros hoteles de los mismos dueños. David, uno de estos chicos, estudiaba para policía nacional en Orense el día que le dijeron: «Las oposiciones son para mediocres. Si quieres ser algo en la vida, tienes que ser empresario. Si vienes conmigo a México, lo serás». No solo cobran un buen sueldo, sino que les pagan el piso en Polanco —uno de los barrios altos de la ciudad—, la comida diaria y el servicio. Si tienen un buen desempeño, me explica don Pedro, los hacen socios del negocio y les van dando porcentajes. «A la vuelta de unos años, estos muchachos ya tienen su propio hotel».
Así
funcionó siempre la comunidad gallega en México, por medio de
sociedades. Las mueblerías como la de Manolo Rial comenzaron cuando, de
ambulantes, pudieron juntar cierto capital y unirse varios compatriotas
en una firma. «Generalmente somos un grupo de amigos que nos juntamos.
Es muy raro que uno solo sea el único socio de un negocio», explica Rosendo,
un empresario gallego que llegó en los años sesenta. Esa es la razón
por la que los gallegos tienden a moverse por rubros y oleadas, en
bloque. Primero, las tiendas de muebles, después los baños, los hoteles,
las cantinas y, desde hace unos quince años, las gasolineras.
Los
gallegos tuvieron el olfato para ver que las familias de los barrios más
pobres, en la periferia —Coapa, Lindavista, Ciudad Nezahualcóyotl— no
tenían crédito en las grandes tiendas departamentales mexicanas de
entonces —El Palacio de Hierro, El Puerto de Liverpool— para comprar las
cosas más básicas de su casa: un colchón, una cama, un ropero, y
comenzaron a venderles muebles a plazo, en letras de cambio que llamaban
«abonos». «No solo era negocio sino una especie de labor social», opina
Eladio.
El paso hacia los hoteles, asegura Antonio, quien ha organizado la tertulia, fue casual. En la mueblería, «no veías el dinero rápido, porque vendías a dos o tres años; en cambio, veían los cines o los teatros o las cantinas… Lo que buscaban era un negocio de contado». Y así incursionaron en los baños públicos, en las cantinas, en los hoteles.
La
intención tampoco era que estos hoteles fueran «de paso». Al principio,
aventuran en la mesa, eran «de pasaje»: para viajeros, comerciantes,
camioneros. Así, empezaron a proliferar en las inmediaciones de
estaciones y mercados, donde muchos siguen estando hoy. «Tenían un
luminoso que apagaban cuando se llenaban», recuerda Rosendo de su época
joven; «por eso entre la comunidad, si no les iba bien con el negocio,
decían: ¿qué estaré haciendo mal, que no apago la luz?».
Hete
aquí que la revolución sexual de los sesenta halló a los gallegos
regentando hoteles baratos. La efusividad erótica en la calle o los
coches estaba prohibida en México merced a la Ley de Faltas a la Moral
—derogada en 2006, aunque la actual Ley de Cultura Cívica aún puede
penar el exhibicionismo— y los jóvenes sin casar encontraron el lugar
idóneo para sus encuentros. No solo ellos. El desarrollo de estos
hoteles hacia el «amor» los hizo propicios para la infidelidad y para la
prostitución. Eso les dio un aire mayor de clandestinidad, y los hizo
blanco de ataques por parte de la Iglesia y los políticos.
En 2009,
la Asamblea del Distrito Federal aprobó la Ley de Extinción de Dominio,
mediante la cual, si hay indicios de delito en un inmueble —maltrato,
prostitución, pederastia—, este se confisca. Varios hoteles de paso del
barrio de La Merced, conocido por albergar a las putas más tristes,
fueron objeto de redadas y clausurados. Desde entonces, los dueños de
este tipo de negocios, en cualquier zona de la ciudad, son
extremadamente cuidadosos.
«Nosotros no permitimos prostitución, no permitimos drogas, nada de esto», dice Carlos Dopazo,
secretario de la Asociación de Hoteles y Moteles del Valle de México
—no se confunda con la Asociación de Hoteles y Moteles de México ni con
la Asociación de Hoteles de la Ciudad de México—. La que representa
Dopazo agrupa a doscientos veinticinco hoteles de paso, todos de «puro
gallego». «Cuidamos mucho a quién asociamos, porque no podemos dar la
cara por los que trabajan con ese tipo de cosas». Esta asociación nació,
explica, porque en los años setenta y ochenta comenzaron a ser
asediados por extorsiones de la policía —conocidas como «mordidas»,
inconcebibles para el lector español—. «Se funda para hacer fuerza
frente a las autoridades, para dejar claro que no tenemos ningún
problema legal». Para estar a bien con las correspondientes delegaciones
de la ciudad, «hacemos donaciones, ayudamos cuando hay desastres,
regalando habitaciones, por ejemplo; es una forma de decirles a las
autoridades: yo no doy dinero, pero doy apoyo. Ahorita acabamos de pagar
la remodelación de un parque en el centro que estaba infestado de
drogadictos».
La unión
hace la fuerza. Con este lema se maneja la mayor parte de agrupaciones
de viejas firmas gallegas. La más grande de ellas, la Unión Mexicana de
Empresarios Gallegos (Umegal), ampara a casi seiscientas empresas, que
emplean aproximadamente a unas dieciocho mil personas directas y treinta
mil indirectas, según su presidente, Antonio Cortés.
Nada mal para los once mil gallegos que tiene registrados en México el
Consulado General de España. Cortés nació en México en los años
cincuenta, pero habla con acento español.
«El
espíritu empresarial del gallego que vino a México siempre ha estado a
flor de piel», reflexiona. «El gallego que fue a Argentina, por ejemplo,
es diferente. No porque fueran otros gallegos, sino simple y llanamente
porque aquel país pedía empleados, y México no, porque siempre le ha
sobrado mano de obra. Aquí, en los cincuenta y sesenta, ya venías con la
mentalidad de montar tu propio negocio con ayuda de los parientes».
Él
esquiva la cuestión hotelera recordando la cantidad de rubros
empresariales en los que están involucrados los «paisanos» en este país:
mueblerías, transportes, hospitales, restaurantes —La Número 1, El
Círculo del Sureste, Xel-Ha, Montejo, Bar Antonio, Salón Corona, todos
célebres por ser «cantinas mexicanas»— y un dilatado etcétera que llega
hasta las gasolineras. Además, insiste, «las nuevas generaciones ya no
se están dedicando a ese tipo de hoteles porque dejaron de ser negocio».
David
coincide con esta opinión. Tiene treinta y tres años, estudió Ingeniería
Industrial y un máster en Dirección de Empresas. Toda su familia se
dedicó siempre a la hotelería desde los años sesenta. Cuando murió su
padre, en 2006, él se hizo cargo del negocio: nueve hoteles, la mayoría
de los cuales nacieron «de paso». David explica que en el medio existe
una sobreoferta que ha provocado una guerra de precios brutal. «Hace
diez años cobraba doscientos ochenta pesos la habitación [poco más de
trece euros] y hoy cobro trescientos diez [unos quince euros], pero es
que hay hoteles sobre Calzada de Tlalpan, mucho mejor ubicados, que
ahora bajaron sus precios a doscientos diez, doscientos veinte
[alrededor de diez euros], más grandes y más nuevos». Al mismo tiempo,
advirtió que en México hoy «lo que hay es una sobredemanda de turismo,
así que iniciamos el giro. Las nuevas inversiones van sobre turismo y
negocios».
Lo malo
es que muchos de sus viejos hoteles quedaron en zonas degradadas, como
la colonia Doctores. Él se defiende con la relación calidad/precio que
ofrece, altamente competitiva. Sus hoteles están en páginas como Expedia
o TripAdvisor. «¿Que hay quejas por ruidos extraños en la noche? Pues
sí. Pero que también hay muchos a favor por lo barato, también».
A pesar
de su juventud, David siguió los pasos de sus antecesores y se casó con
una hija de gallegos, como él. «Siempre me consideré buen hijo», se
explica, «y tenía muy claro que solo por el coraje que iban a hacer mis
padres, tenía que casarme con una gallega. En el Centro Gallego había
mil mujeres, ¡alguna me tendría que gustar!». Enumera, divertido, las
costumbres que conserva la comunidad: los martes dominó y los viernes
baile, en la sucursal del Centro Gallego de la calle Colima; los jueves,
cocido gallego en un restaurante en Ticomán; los domingos, al Centro
Deportivo de Iztapalapa. «Yo bailé en el cuadro artístico de niños, como
todos; era el camino que había que tomar». No falta quien compara a la
comunidad gallega de México con la judía o la libanesa. En la endogamia,
se parecen más a ellos, aún hoy, que a cualquier otro español
emigrante. No digamos a los exiliados de la Guerra Civil. Se dice que
los refugiados no se llevaban con los emigrantes, aunque Eladio,
del que se burlan sus amigos de tertulia llamándolo el «rojo» por ser
el único de familia republicana, asegura que esa enemistad no era tanta.
«Ellos nos veían como gatos», me había contado Manolo Rial. «No éramos
analfabetos porque sabíamos escribir nuestro nombre, pero tampoco
traíamos carrera. No hay que presumir de lo que no hay. Éramos gente de
trabajo».
Siempre
se juntaron en el Centro Gallego, fundado en 1911, el más antiguo entre
los emigrantes ibéricos por detrás del Casino Español, que tiene dos
millares de socios. El viernes que visito su sede en Colima hay ensayo
del cuadro artístico de niños para la actuación que tendrán nueve días
después en el Teatro Metropolitan. El brío de la cultura gallega en
México lo demuestran ciento cuarenta chiquillos jugando a gritos y
bailando al ritmo de ocho gaitas.
Una de ellas es la de Jaime Rodríguez, cuyo padre nació en A Coruña. Lleva una pequeña Cruz de Santiago al cuello y como timbre del móvil, Os pinos
con gaitas. Me habla de todos los actos en los que participa el Centro,
entre ellos, la visita anual al beato gallego Sebastián de Aparicio,
cuyo cuerpo incorrupto se conserva en la iglesia de San Francisco, en
Puebla, para la que fletan cinco autobuses. También cuenta algo que no
sabía: que desde 1954, el Ayuntamiento de Madrid envía por Iberia las
primeras rosas que florecen en el Retiro para ofrecerlas a la Virgen de
Guadalupe, en señal de hermandad entre México y España. A esa ofrenda
también asiste la banda de gaiteros.
Jaime,
aparte de tocar la gaita y dedicarse a su negocio pastelero, como
ingeniero civil ha ayudado a uno de sus amigos, a quien llamaremos
Pablo, a remodelar algunos de sus hoteles de paso. Jaime me acompaña a
conocer uno de ellos, cerca del centro de la ciudad, donde Pablo tiene
sus oficinas. Nos llaman al piso correspondiente en un ascensor con
llave, cuya puerta, ahí, es blindada y con mirilla. Pasamos dos puertas
más similares hasta llegar al despacho de Pablo. Su escritorio es un
Volkswagen Polo rojo. No una réplica, no: un coche convertido en
escritorio. Primero lo subieron con una grúa y luego cerraron las
paredes de ese último piso añadido. Lo rodean anaqueles con coches en
miniatura: ochocientos en total. ¿Cuántos tiene a tamaño real? «No te lo
digo porque te espantas», dice Pablo mientras me enseña su
«corporativo»: un apartamento con dormitorio, baño, gimnasio, salón con
pantalla gigante, barra de bebidas, cocina y despensa particular.
Nada que
ver con aquellos gallegos que se ganaron la reputación de tacaños por
vivir de mala manera, a pesar de haber cosechado una fortuna. «El gallego
siempre tuvo fama de aforrador»,
dice Jaime, «pero es que algunos se pasaron». «Habían sido tan pobres»,
intercede Pablo, «que cuando agarraron tres centavos les dieron cadena
perpetua». Y me cuenta la historia de un tío suyo a cuyo hotel llegaron
unos delincuentes y secuestraron al gerente en lugar de a él, porque no
creían que el dueño fuera aquel con ropa raída que barría la puerta.
Pablo,
que tiene que dejarnos un rato porque está en mitad de una partida de
dominó, me presenta a su hijo, a quien llamaremos Javier, de veintiocho
años, el verdadero operador del hotel. En su despacho hay quince
pantallas donde se ven todos los movimientos del establecimiento —salvo
el interior de las habitaciones, se entiende— y un ordenador abierto en
un gráfico que muestra la ocupación en estos momentos. Un noventa por
ciento, martes a las seis de la tarde.
Calculo
que no pasan tres minutos entre la aparición de una pareja y otra. De
todas las edades, en un rango, a ojo, entre los veinte y los sesenta. No
se ven homosexuales, pero me aseguran que son el público que está
teniendo un boom en los últimos tiempos. Hombres y mujeres. «Muchichichísimas
mujeres», dice Javier. «Luego hay un señor que viene todos los días con
un muchacho distinto». ¿Prostituidos? «Nosotros no tenemos manera de
saber si quien llega con alguien se está prostituyendo o no; no pedimos
la credencial». Para evitar delitos, en la medida de lo posible, tienen
algunas reglas básicas, como no aceptar personas solas. Con ello también
evitan los suicidios, moneda corriente en otro tipo de hoteles.
Vuelve
Pablo, para enseñarme algunas habitaciones. Acaban de desocupar dos, aún
no las limpian. En la primera la cama está sin deshacer, la colcha
arrugada apenas; un polvo tímido, pienso. ¿Cuál es la media de ocupación
de un cuarto como este? «No pasa de hora y media», responde Pablo. En
la segunda han sido más efusivos: tres envoltorios de condones vacíos en
la mesilla, olor a pulque en el ambiente. La suite Caribe tiene un jacuzzi, un tubo de stripper y
una cama grande a media altura. Junto a los escalones que llevan a ella
se encuentra la puerta de un laberinto que esconde dos tatamis en sus
recovecos. ¿Y esto? «A la gente le gusta jugar». Así que, ¿están en
decadencia los hoteles de paso? Pablo me contesta, claro, a la gallega:
«¿Tú ves un negocio en decadencia?»
En mitad
de la sobreoferta de la que se quejó David, Pablo y otros hoteleros de
paso han decidido ofrecer algo diferente en lugar de seguir abaratando
los precios. Para ello, llevan tiempo contratando a diseñadores de
prestigio, para renovar sus viejos hoteles y, sin vergüenza, «salir del
armario» como «hoteles de amor».
Pionero entre ellos fue Aurelio Vázquez Durán,
nada menos que hijo del primogénito de los Vázquez Raña, Aurelio, ya
fallecido. Para Aurelio, la clave para modificar la visión de este tipo
de negocios fue pensar en el cliente, en lugar de en la competencia,
como solían hacer rudimentariamente los «paisanos». «¿El cliente quién
es?», discurre. «Es una pareja que viene a pasar unas cuantas horas
buscando privacidad y un mundo que no tiene en casa». Así, empezó a
experimentar con las luces, los colores, los reflejos. «El hilo
conductor fue este: el hotel de paso es para hacer el amor, como el
restorán es para comer», sentencia. «Las connotaciones que ha tenido
siempre es de ser sucio y maloliente, identificándolo con perversión,
con infidelidad, con prostitución… En nuestro estudio lo que pensamos
fue en cambiar los valores: que el hotel de paso inspire, que despierte
la imaginación y la fantasía, ¡que no te sientas como en casa!». Ya ha
remodelado el interior de unos cuarenta negocios de este tipo, Cuore,
Pop Life, Kron, Pirámides y Centra2 entre ellos. «Sacamos del closet
estos hoteles, quitamos lo pecaminoso y decimos: nos dirigimos a toda
persona que tenga una vida sexual activa, lo cual va desde los
adolescentes que empiezan con sus primeras experiencias, hasta la
tercera edad, pasando por los universitarios, los novios antes de
casarse, los matrimonios después de un tiempo para romper la monotonía,
los divorciados, los viudos y, paralelamente, las parejas lesbianas, los
gays, la prostitución y la infidelidad. Pero esto último es solo un
pedazo de todo el abanico».
***
Tres y
media de la tarde, hora de volver a la oficina. La puerta se cierra, la
llave se entrega. Sale el coche y baja la pluma tras él. Los ocupantes,
contentos. Con cada uno de ellos, cientos de familias gallegas siguen
prosperando.
[Fuente: www.jotdown.es]
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