Aunque lo anuncia el
envase, en nuestra casa no se ha hecho. Entonces, ¿en la de quién?
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Dos voluntarias preparan sopa de verduras en un campamento de verano
para niños sin recursos.
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Escrito por ÁLEX GRIJELMO
La
intuición general de la lengua nos permite descodificar de inmediato el
adjetivo “casero”. Se forma con la raíz “casa” y el sufijo -ero, que ofrece a menudo un sentido
locativo (es decir, de lugar), y por tanto cualquier hablante con cierta
competencia en el idioma puede entender lo que quiere decir: “que se hace o
cría en casa o pertenece a ella”, como recoge el Diccionario.
El vocablo “casero” ofrece otras acepciones, desde luego, porque también lo
usamos para referirnos, por ejemplo, a quien prefiere no salir mucho a la
calle, al árbitro que pita a favor del equipo local, al arrendador en relación
con su inquilino o a cualquier creación rudimentaria (“de fabricación casera”).
Ahora bien, al ver en el estante un envase de “caldo casero” no nos asalta ninguna
duda: tiene que tratarse de un caldo hecho en casa.
Pero ¿cómo va a ser un caldo hecho en casa si
lo hemos comprado en el súper? Ciertamente, el cartón lo anuncia en grandes
letras desde el estante: “caldo casero”. Sin embargo, en nuestra casa no se ha
hecho. Entonces, ¿en la de quién?
El sentido común nos llevará a desechar que ese
caldo de pollo se haya elaborado en la casa del dueño de la empresa que lo
ofrece, pues para ello se necesitan cierta industria y grandes cantidades de
materia prima que no cabrían ni en un dúplex. Nos parecerá más probable, por
tanto, que el producto haya salido en realidad de una gran planta del sector
alimentario. De hecho, un vistazo a la letra pequeña del envase (quizás
ayudados por una lupa) nos permitirá comprobar que el “caldo casero” ha sido
fabricado por una entrañable empresa catalana en una factoría de Extremadura.
La palabra “casero” –a la que se han referido
también, dentro del ámbito gastronómico, tanto Jordi Luque en El
Comidista (elpais.com) como Carlos G. Cano en Gastro
(cadenaser.com)– despierta por sí sola los recuerdos familiares a los que se asocian las
mejores croquetas, las mejores albóndigas o el mejor cocido. Así que no nos
ocuparemos aquí de la fabricación ni de los ingredientes, sino del poder
evocador del lenguaje.
Hace mucho tiempo ya que el vocabulario
engatusador de la gastronomía se condimenta con el léxico del hogar, a menudo
con mención de las mujeres de la familia. Así, se han publicado libros como Las treinta mejores recetas de arroz de la
abuela, La cocina de la abuela, Las mejores recetas de mi madre, Las
inolvidables recetas de mi mamá, En la cocina de mi madre, Las recetas de mi
casa… Y si en los envases de los productos se añade también un toque rural y
de manufactura, mejor aún: pastas
artesanales, cerveza artesana, alimentos naturales, las rosquillas de mi
pueblo…; lo mismo que en las cartas de los restaurantes: chuletas asadas al humo de arce, carne
perfumada al orégano, salsa de finas hierbas, ensalada con frutos del bosque.
Nunca sabremos si hubo una abuela en el origen
de la receta, si el humo del aceráceo aromatizó las chuletas o hasta qué punto
los frutos de esa ensalada salieron del bosque y no de un invernadero. Sin
embargo, en el caso del “caldo casero” el uso engañoso de la palabra resulta
evidente. El fabricante miente y el consumidor sabe que compra un producto
mentiroso, pero lo acepta. Así, poco a poco, algunas palabras se vacían por
dentro mientras mantienen por fuera sus vistosas ropas de siempre, convertidas
ahora en puro disfraz.
[Foto: GARCÍA-SANTOS – fuente: www.elpais.com]
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