Hasta hace no demasiado tiempo –apenas unos años– las lenguas del mundo eran algo más bien estático y casi institucional. La gente hablaba como hablaba la gente, y el ligero cambio que producía una generación con respecto a la anterior era archivado como se debía por los organismos regulatorios encargados de ello.
Abrían un expediente y anotaban: «Ya no hay diferencia entre los fonemas b– y v-, y la be y la uve han de pronunciarse del mismo modo».
Luego guardaban esa información en algún receptáculo habilitado a tal efecto, lo llevaban a encuadernar para que todos los que debían saber de aquel viraje lingüístico tuviesen noticia (no fuera a ser que viviesen en otro universo y no se hubiesen dado cuenta), y ahí acababa todo.
Lejos de simplificar el hecho, siempre nos resulta traumático variar aunque sea en lo más leve el modo en que escribimos y hablamos. Incluso cuando resulta evidente que hace falta un cambio porque hace tiempo que ni se escribe ni se habla del modo en que lo teníamos registrado.
Una guerra perdida contra el cambio
Retirar una tilde o hacer desaparecer una letra de nuestros diccionarios nos suponen terribles traumas, como si por renunciar al manchón de tinta sobre un folio perdiésemos la esencia de lo que somos e ignorando por completo que nosotros mismos no dejamos de evolucionar día a día. A fin de cuentas, nunca nos ha gustado cambiar. Queremos el mundo estático y el lenguaje ídem, y lucharemos contra la más mínima variación, temiendo desaparecer con cada cambio.
Sin embargo, a los presentes les (nos) ha tocado vivir un mundo que de estático no tiene nada, y cuyos cambios se perciben en el día a día. Cada semana, cientos de nuevos conceptos y términos surgen –generalmente de la Red de Redes– para explotarnos en la cara a aquellos que estábamos dormidos ante su existencia.
Meses más tarde las usamos como su hubiesen estado con nosotros toda la vida. Por supuesto, los organismos regulatorios encargados de la lengua no tomarán conciencia de estos cambios hasta pasados unos años, cuando los términos estén tan afianzados que sea imposible eliminarlos con una nota a pie de diccionario.
Cada vez más resulta inútil tratar de evitar que la lengua evolucione, que se creen nuevos verbos que sustituyan a otros y nuevas formas de escribir desplacen a las que usábamos de manera cotidiana. Probablemente por el hecho de que ayudan en la comunicación de los conceptos que tratamos e comunicar.
Tuitear no es lo mismo que escribir
Así, alguien que escriba un mensaje en la red social Twitter [nueve palabras y cincuenta y cinco caracteres] puede sustituirse por alguien que escribe un tweet [5 palabras/28 caracteres] o alguien que tuitea [3/18].
Al igual que la matemática integrada en la lengua trata de optimizar el espacio y transmitir el máximo número de información con cada carácter (basta con ver el ejemplo decreciente del párrafo anterior), la lengua trata de hacer exactamente lo mismo. A fin de cuentas, tuitear no es lo mismo que escribir o mecanografiar. Es eso, y algo más.
La palabra tuitear transmite una información que ninguna otra palabra relacionada con la escritura porta y que hace referencia al mismo medio por el que se está transmitiendo la información. Si queremos condensar la información para transmitirla del mejor modo posible y necesitamos hablar sobre personas que escriben en esta red social específica, necesitaremos un verbo apropiado.
Imprimir no fue lo mismo que dibujar
Para los que todavía nos escandalizamos de cómo evoluciona la lengua remito a la palabra imprimir allá por 1444. Unos años antes, esa palabra carecía de sentido. Es más, no existía porque el invento al que aludía no había sido inventado aún. Pero Gutenberg ideó su artefacto, lo llevó a la práctica e inventó todo juego de herramientas lingüísticas a su alrededor.
Tuitear es hoy día tan moderna como imprimir lo fue en el siglo XV. Y sin embargo estamos completamente convencidos de que no se parecen en nada, que aluden a conceptos completamente diferentes y no comparables entre sí, que imprimir es una palabra normal mientras que tuitear es algo extraño que no debería existir dentro de un diccionario formal.
Mucho me temo, para los amantes de evitar el cambio, que es una batalla perdida contra el tiempo, y que es precisamente este el que da sentido a las palabras. Tuitear tuvo en el año 1990 el mismo sentido que imprimir en el 1390, y ambas hoy guardan la misma semejanza: las necesitamos a las dos. A cada una para un concepto diferente.
Porque de eso va la lengua, de designar y transmitir conceptos de un modo eficiente, incluso cuando estos conceptos son sentimientos. Después de todo, todas las palabras usadas hoy por nosotros fueron creadas en algún momento. Ninguna precedió al ser humano, y es improbable que ninguna le sobreviva.
[Fuente: www.lapiedradesisifo.com]
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