Tras la muerte de Rafael Ramírez Heredia, hace ya una década, fuimos
convocados a rendirle un homenaje (uno de tantos) en la misma Casa de la
Cultura donde impartió su taller durante tantos años. A mí me tocó leer
el texto que viene a continuación. Un texto al que he recurrido ahora,
cuando me piden colaborar para este nuevo homenaje digital, porque
reconozco a las emociones a flor de piel.
Una década son muchos años. Los suficientes para acostumbrarse, pero
no para olvidar. Al contrario, el recuerdo ya se ha sintetizado de
diferentes formas. Algunas veces, basta decir su nombre para evocar su
imagen, inconfundible. Otras, mientras se revisa un texto, es posible
escuchar su voz, señalando detalles. Las más importantes, sin embargo, a
veces escapan de la conciencia. Se producen cuando, al elaborar una
frase determinada, algo jala la pluma, un aliento o un pálpito, y la
obliga a reformular. Es el aprendizaje. De un maestro, sí; de un amigo,
sobre todo.
Dejo, pues, el texto viejo. A la espera de que sirva para renovar su recuerdo. Al menos para mí, ha funcionado.
Rafael Ramírez Heredia murió el 24 de octubre de 2006; un martes,
tocaba taller. Era mi amigo, ustedes lo saben. También fue mi maestro.
Apenas en la tercera emisión de La Tertulia, un programa de literatura
en radio, accedió a acompañarme en un gesto que recuerda la generosidad
que lo caracterizaba; tanto, que no fui el único frente al que accedió
ante una petición concreta. Toda mi novatez e inexperiencia fueron
cobijadas y apadrinadas por su entrañable desprendimiento. Me dejó
hacer, me contestó a las preguntas con la misma soltura que usaba en las innumerables conversaciones en que tuve la suerte de participar. Sin que
fuera de manera directa, en ese momento, seguía enseñándome. Como solía
hacerlo con sus alumnos tras hacerles ver el camino, me dio el empujón
necesario para saltar al ruedo. Dos años más tarde, lo tuve de vuelta.
Creía que había superado la enfermedad, que estaba en proceso de ello.
Revisando sus palabras, he caído en la cuenta del velo que acompañaba
sus afirmaciones como la certidumbre de lo que vendría después. De
cualquier modo, siguió mostrándose fuerte. Tanto como el que más, sin
amedrentarse por lo que viniera en el futuro siempre y cuando se le
permitiera afrontarlo. Hoy ya no es así. Se le extraña desde aquel
martes.
El día que lo conocí, con toda mi timidez instalándose en una de las
tantas sillas alrededor de la mesa de las críticas, descubrí a un tipo
duro. No se tocaba el corazón para desbrozar el texto en curso;
encontraba sus defectos más insignificantes y teorizaba en consecuencia;
decía las cosas con todas sus palabras, sin que le importara que, con
ellas, estuviera destrozando la ilusión que uno había puesto en el
cuento en turno, en el fragmento de novela. Pero no era así. Detrás de
esa máscara de implacabilidad, estaba el maestro convencido de que solo a
partir de la crítica contundente sus alumnos podían llegar a crecer.
Quien no fuera capaz de aguantar el rigor que se exigía él mismo, no
debía dedicarse al arduo proceso de la literatura. Su taller, que sigue
reuniéndose, no era un corro de apapachos ni mucho menos. Los que
supieron entenderlo, pronto reconocieron avances notables en su
ejercicio creativo. Una de las tantas cosas por las que le quedaremos
agradecidos.
Durante años no tuve más tutor. No aprendí con nadie más a
desentrañar el misterio de los textos. Fueron sesiones semanales
instalado en gayola, ora escuchando, ora aventurándome a ser el
siguiente portador de un texto que sería maltratado. Poco a poco fui
acercándome a él. Muchas circunstancias lo favorecieron. Una en
especial: pese a su máscara de inaccesible, Rafael siempre fue una
persona que nos supo recibir con los brazos abiertos. Entonces se
extendió el aprendizaje hacia las conversaciones, a su impecable buen
humor, a su generosidad llevada al máximo. Baste decir que sigo
trabajando donde él me recomendó, dándome el aval de un escritor de
mucho peso y enormes obras.
Por eso su muerte me empezó a doler desde antes. Cuando lo vi
optimista por un nuevo tratamiento o cuando supe que estaba peor de lo
que él mismo quería admitir de manera pública.
Rafael nos enseñó que ser escritor es un trabajo tan serio como
cualquier otro, si no es que mucho más: requiere de un empeño y una
dedicación que solo pueden ser producto de la necedad de confiar en uno
mismo y de aventurarse a la siguiente frase, a la próxima cuartilla. Era
un escritor incansable. De los que se sientan frente a la computadora
durante largas horas, de los que saben que un texto exige más esfuerzo
que el de soltar palabras encadenadas. Su trabajo avala sus
afirmaciones. Siempre practicó lo predicado. Como muestra queda, y
quedará para siempre, el que haya tenido la ocurrencia de morir en la
cumbre de su carrera, cuando sus novelas habían alcanzado un nivel que
supera al reconocimiento.
Oculto en el trasfondo de su rudeza, nos enseñó que un maestro, ante
todo, debe ser humilde. De qué otro modo habría sido capaz de leernos
sus cuentos, sus avances de novela, durante el taller y terminar
dándonos el paso para iniciar la crítica. Y no era por el mecanismo
simplista de hacernos entender que eso estaba bien escrito, que toda
discusión estaba cerrada porque él, el maestro, había leído. Por el
contrario, en verdad deseaba conocer nuestra opinión, sabedor de que
otros ojos son más capaces a la hora de depurar un texto. Más aún, un
día algunos privilegiados recibimos uno de sus manuscritos para que lo
revisáramos antes de mandarlo a su publicación. Una tarea en que
sentimos la responsabilidad desbordándose y el respeto creciendo a cada
línea exacta, libre de correcciones.
Que la literatura tiene un estrecho vínculo con la vida es algo que
ahora me resulta evidente, parte de un discurso que creo y profeso. Fue a
Rafael al primero que se lo escuché. No solo eso, tuve la oportunidad
de constatarlo conforme lo fui conociendo. La literatura se vive, y él
la vivía a plenitud. Dedicándose a ella como solo los grandes pueden
hacerlo. Es por este vínculo aprendido de él que puedo atreverme a citar
a un personaje mío. Él sostiene que lo doloroso de la muerte no es
quedarnos solos sino volvernos menos. Estamos tan construidos por
nuestros afectos que, cuando nos faltan, la pérdida la sufre el ser
propio en su misma constitución. Entonces así nos quedamos, con la
ausencia acusando un hueco que nos resulta imposible cerrar. Es un nicho
en el que solo cabe una imagen. Y esa imagen es la presencia de Rafa,
del entrañable Rayo Macoy, del Maestro con mayúscula, del amigo con
exclamaciones, del que se ha ido antes de tiempo dejándonos la consigna
cumplida de antemano de no olvidarlo. Y no lo haremos porque no se
puede, porque basta con mirarnos con detenimiento para descubrir ese
hueco que nos atraviesa por dentro.
Rafael Ramírez Heredia murió el 24 de octubre, tocaba taller. Era
nuestro amigo, ustedes lo saben. De los entrañables. De aquellos frente a
los cuales a uno solo le queda agradecer. Esta es nuestra manera de
hacerlo. Aunque insuficiente, vaya esta lectura como homenaje. Y quede
el compromiso de extrañarte como a ti te gustaría, Rafa, con las letras
de por medio y el recuerdo del gran maestro que nos has sido, que nos
seguirás siendo.
[Fuente: langostaliteraria.com]
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