Por Barracuda
Recuperamos esta entrevista, todo un documento musical. Cinco años después de que la recibiera su padre Bebo, Chucho Valdés volvió a finales de octubre de 2013 a Barcelona para recoger la medalla de oro del Festival Internacional de Jazz. El gigantesco pianista cubano le confesaba semanas antes a Barracuda que no quería pensar todavía en ese momento por temor a emocionarse más de lo justo: como si se la entregara su mismo progenitor.
Chucho Valdés tenía 3 años cuando empezó a acariciar las teclas. Mientras su profesor le instruía en Bach y Mozart, a Chucho siempre se le escapaba un tumbao con la mano izquierda... Era lógico: en su casa solo se respiraba música y de distintos estilos. La tradicional cubana, la norteamericana y la barroca se fundieron en un cóctel que marcó sus tendencias posteriores.
Se emociona cuando habla de Ernesto Lecuona, Thelonious Monk, Dizzy Gillespie o Debussy, faros de su vida como intérprete. Desde la categoría de virtuoso del piano los idolatra y les rinde pleitesía con humildad ilimitada, y su figura se engrandece todavía más, si cabe.
A los 72 años no para de buscar nuevos caminos en composiciones que llenen los vacíos que aún le quedan. Parecía haberlo hecho todo con Irakere, pero necesitaba más, investigar otras sonoridades, trabajar con gente joven. Los Afro-Cuban Messengers son su presente y no escatima elogios para sus lozanos intérpretes. El resultado es sobresaliente, cada día más fresco, más lúcido, mejor.
Tres años después de “Chucho’s Steps” (Four Quarters, 2010), Valdés pisa territorio comanche. En “Border-Free” (Jazz Village, 2013), su último y audaz trabajo, se viste de historiador e indaga en la relación social y musical que tuvo el pueblo comanche con los yoruba al llegar estos a Cuba. Partiendo de unos supuestos patrones musicales indios y la colaboración especial de Branford Marsalis, Valdés recrea una época pasada con sorprendente modernidad.
En la portada del disco impresiona su aspecto aguerrido. ¿Quiere ser reivindicativo, combativo? Más bien significativo. Quería explicar la historia de algunos de estos indios que vivieron en Cuba, que formaron parte de la cultura de la provincia de Oriente. Me apetecía entrar musicalmente en este mundo. Llevar las plumas de guerrero es para despertar la atención de un tema que no se ha tratado y que es importante. Me interesaba saber qué hicieron en el carnaval de Mardi Gras de Nueva Orleans, de qué manera se juntaron con los afrocubanos. Ellos no eran músicos, pero hicieron sus cosas. Creamos un tema que se llama “Afro-Comanche” por esta razón. Estuve a punto de grabarlo con los indios comanches; iban a entrar con sus flautas, su toque y cantando en su lengua, pero no fue posible por problemas de traslado. Tuve que imaginar un tema con una introducción indígena y que termina muy africano.
En este trabajo busca nuevas rutas musicales, pero se sigue apoyando en clásicos como Bach o Miles Davis. ¿Es imposible avanzar sin visitar los orígenes? Es fundamental. Bach ha sido uno de los músicos más importantes de la historia. Su música no solo ha influido en Europa: músicos cubanos del siglo XIX, como Ignacio Cervantes, estudiaron piano clásico en el conservatorio de París y aprendieron muy bien. Llevaron la técnica de fuga y contrapunto de Bach a la contradanza cubana. La música cubana de ese siglo, siendo pura, tenía una influencia increíble del Barroco. La música europea no es de Europa, es del mundo, al igual que la del Caribe o la africana, que también lo son. Todo se va fusionando para mejor.
¿No es África la madre de todas las músicas? La rítmica gorda americana, afrocubana, brasileña, tiene una raíz profunda africana, pero la música europea clásica se tomó como elemento para unir y enriquecer la africana; es lo que permitió que un concertista de piano como Ernesto Lecuona pudiera escribir una malagueña o una danza negra. Tenemos mucha influencia de África, pero europea también. Te contaré una historia breve: Haití era una colonia francesa donde existía el cinquillo, un ritmo de cinco golpes. Esos haitianos huyeron a Cuba en la revolución de 1804 y lo legaron allí. El cubano, hijo del haitiano que ya era cubano, crea el danzón con las células rítmicas de la influencia francesa, pero en Nueva Orleans, donde había un asentamiento francés, estaban esas mismas células que los negros africanos acogen también. Y así comienza a haber una relación entre lo que estaba pasando en Cuba con la habanera y el ragtime de allá. Los dos tenían influencia de Francia, pero tenían también raíces negras; por lo tanto, no podemos decir que todo viene de África.
La fusión de ritmos puede llegar a chirriar y perder identidad. ¿Cómo se las arregla para que todo combine y fluya de manera tan perfecta? Yo siempre digo que hay dos formas de fusión: la fusión y la confusión. He tenido la suerte de nacer hijo de músico y de tener una relación desde los 3 años con el piano. En mi casa entraba música por todos los lados; hasta mi madre cantaba y yo la acompañaba al piano. Entré en la academia a los 9 años, pero mi padre me puso un profesor particular a los 5 porque pronto se dio cuenta de que podía tocar con las dos manos. Empecé interpretando Mozart o Beethoven; no obstante, también me gustaba el jazz. Lo que te entra en el disco duro a esa edad ya no lo borras jamás. Iba procesando lo que estudiaba, los discos que escuchaba en casa y conociendo en Tropicana a músicos como Ray Brown, Milt Jackson o Buddy Rich, además de los tambores de las músicas santeras de mi barrio. Todo se une en un solo elemento y acaba fluyendo sin que te des cuenta. Si tuviera que unir, por ejemplo, un batá con otro ritmo, mecánicamente no funcionaría. Hay algo innato en todo ello.
Uno tiene mucha envidia al saber que pudo ver a Nat “King” Cole o Erroll Garner. Casi es mejor que una academia, además de un privilegio. Para un joven es un impacto tremendo, te parece como ciencia ficción. Nat “King” Cole era mucho mejor pianista que cantante; Bill Evans y Oscar Peterson aprendieron mucho de él. He estado escuchando cosas anteriores a su éxito como cantante al estilo Art Tatum o Fats Waller y son impresionantes.
Su padre, su madre y su abuela Caridad son los máximos protagonistas de este disco, de su vida. ¿Son su gran fuente de inspiración y la fuerza para continuar andando? Son las tres personas que marcaron mi vida en todos los sentidos. Las personas que hicieron de Chucho Valdés el ser humano que soy. Fue una escuela, esa familia.
Permítame un paralelismo con John Coltrane. Siempre he admirado su capacidad para interpretar un clásico de forma melódica y después adentrarse en delirantes improvisaciones, como por ejemplo las suyas en “Congadanza” y “Abdel”. ¿Sin talento ni escuela es imposible encontrar ese equilibrio? Todos esos caminos están en tu cabeza y la música te va pidiendo que los desarrolles sin ninguna premeditación. Igual te encuentras en casa de McCoy Tyner como, de repente, en la de Bach, y no es una locura, es algo orgánico; la misma melodía te lo reclama. En ese sentido, me ayudó mucho el cuarteto de Dave Brubeck, el de la década de los cincuenta. Por esa época yo estaba estudiando a Ravel o Debussy y escuchaba a Brubeck. Cuando improvisaba, parecía irse por las nubes, alejándose tanto que te hacía olvidar el tema principal. Y después, cuando volvía a la tierra, pensabas: “¡Ah, pero si estábamos aquí!”. Cogía unos caminos muy difíciles, pero bonitos al mismo tiempo. Me aprendí todos sus solos para llegar a conocerlos. Tuve el privilegio de tratarlo y me enseñó muchas cosas. Cuando improviso siempre sale alguna nota que lo recuerda.
Sus músicos le idolatran. Concretamente Dreiser Durruthy Bombalé, uno de sus percusionistas, afirma que su música es como un cuadro al que usted le pone color. ¿Su faceta de músico incluye el trabajo de encontrar y adiestrar nuevos músicos jóvenes? No parece que abunden. Sí los hay. Durante un tiempo fui presidente del jurado de un festival llamado Joyas, destinado a jóvenes talentos, y tuve la suerte de poder seleccionar. Mi bajista actual de 26 años fue un premio Joyas que yo le di hace siete años. Al igual que mi baterista, muy joven también; los dos quisieron venir a tocar conmigo y, cuando consideré que estaban maduros, los incorporé. Me aportan mucho, vienen con una gran formación musical e ideas contemporáneas muy interesantes. Consiguen dar tamaño a mi estructura inicial y el trabajo gana.
¿Los conservatorios tienen la guerra perdida ante la avalancha de los ordenadores que hacen todo el trabajo? No creo eso. La electrónica es el desarrollo y es el futuro, pero tiene un uso limitado. Con según qué cosas ayuda; en cambio, en otras no me interesa para nada. Podría hacer una partitura con un Mac, pero prefiero los lápices; lo siento así. Michel Legrand o Leo Brouwer, el músico cubano más grande de la historia, escriben sus partituras con computadoras; yo también lo he hecho y no siento la misma sensación. Sé para lo que me convienen, no las quiero para todo.
Chucho nos explicó así cómo imaginaba sus dos citas especiales (29 y 30 de octubre) en el Festival de Jazz de Barcelona: “El 29, haremos un trabajo que se llamará ‘Rumba para Bebo’. Es lo que quiso siempre en vida. ‘El día que fallezca no quiero una lágrima, quiero que pongan mi música más bailable, que tomen chocolate caliente y ron, que se diviertan muchísimo, no deseo tristeza’. Vamos a complacerle. Vendrán muchos artistas sin cobrar nada, todo por amor a Bebo”.
¿Y en cuanto a recoger el testigo de su padre y recibir la medalla de oro del festival en el Palau de la Música? Estuve allí hace cinco años. Me sentí muy satisfecho al ver cómo en esa etapa avanzada de su vida se le reconocían sus méritos y volvía a estar en lo más alto. Se emocionó mucho y hasta lloré. Me la darán en el mismo lugar y lo veré a él, lo voy a sentir y seguro que estaría orgulloso de mí si pudiera estar conmigo en el escenario. Me gustaría decirle: “Simplemente soy un producto de lo que tú me hiciste”. 
TERRITORIO COMANCHE
Chucho Valdés se reía al preguntarle si Branford Marsalis estaría en el homenaje a Bebo: no quiso soltar prenda. El caso es que Marsalis es una pieza clave de “Border-Free”: en “Tabú” soplan aires españoles desde su saxo soprano y destaca especialmente en “Abdel”, un tema de raíces norteafricanas donde se aprecian sus conocimientos de las escalas arábicas que estudió hace muchos años. Chucho quedó sorprendido al ver que no se limitaba a la típica improvisación jazzística y se intrincaba en territorios poco conocidos. Su osada apuesta fue perfecta para el proyecto. El pianista reconoce que no lo podía haber escrito de la manera que la tocó.
Su último disco junto con Afro-Cuban Messengers está lleno de sorprendentes hallazgos que cruzan los supuestos ritmos comanches con Monk y Rajmáninov, y a este con tambores batá, una evidencia de que no está todo inventado y que el portento cubano tiene el cerebro en constante ebullición. Tanto que ya está maquinando una nueva idea. En febrero de 2014 empezará a trabajar en un proyecto que interrumpió hace diez años llamado Afro Cuban Sinfonic con la Orquesta Sinfónica de Bahía. Se pondrá su traje sinfónico-afrocubano y cruzará lo supuestamente culto con lo popular, una diferencia que detesta, pues, según su punto de vista, solo existen dos músicas, la buena y la mala. En su caso, no habrá ninguna duda del resultado.
[Fuente: www.rockdelux.com]
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