Por ÍÑIGO RUBIO ZAVALA
Esta mañana he ido a Primark a comprar calcetines.
¿Y por qué no a
H&M, Zara, Carrefour o donde sea que el resto de la sociedad española
compra calcetines? Porque hay packs de seis pares por tres euros, según me
informó ayer un conocido en una fiesta. Seis pares por tres euros. Ese precio
no lo mejora ni un gitano del Rastro. “Aunque solo sirvieran para un uso, ya
merecerían la pena”, dijo después una amiga; un comentario en apariencia
simplón, que sin embargo esconde mucha miga. De alguna forma explicita nuestra
mentalidad como país del primer mundo: comprar-usar-(chulear)-y-tirar. “Mañana
inauguran una nueva tienda en Gran Vía”, añadió otra colega.
Inauguración o no,
necesitaba calcetines para afrontar el otoño con garantías.
Así, a eso de las doce me he apeado en la parada
de metro de Callao y he andado el resto del trayecto mientras escuchaba por los
auriculares Slow Train Coming, el primer disco de la trilogía de la conversión
cristiana de Bob Dylan. Al cruzar el paso de peatones he visto la cola. Una
fila descomunal de gente aguardando su turno para entrar y que rodeaba, como
una boa, el edificio. Si fuera un dibujo animado se me hubiera desencajado la
mandíbula en ese momento. Un segundo después he sido rodeado por una marea
humana que pasaba frente al Primark, aminorando la marcha y arremolinándose en
los aledaños, como para ver mejor qué se cocía allí dentro. He tratado de salir
de allí, pero al girarme me he dado de bruces con un tipo en silla de ruedas
que a duras penas se abría paso entre la multitud.
–Que solo es una tienda, joder –le he oído decir
en voz alta.
Era feo. Cara
sindrómica. Su voz, nasal. Iba va mal vestido y probablemente oliera todavía
peor. Pero su comentario quejumbroso, dirigido a todos y a nadie, al mismo
tiempo, me ha parecido de una clarividencia abisal. Si hubiera leído el Nuevo
Testamento, hubiera podido añadir: “y el que tenga oídos, que oiga”.
Me he apoyado en una
de las vallas azules que separaban la cola del resto de viandantes, he sacado
el móvil y he ido tomando apuntes de lo que veía:
1) Tipas haciendo selfies cuando por fin logran entrar,
como si en el interior les esperar un concierto de los Rolling Stones.
2) Un tipo disfrazado
de minion y dos tipas disfrazadas de conejitas reparten bolsas azules a la
entrada que potenciales compradores llenarán con camisetas por cinco euros,
camisas por diez y pantalones por veinte.
3) También a la entrada otras tipas con camisetas
de “I, corazón, Primark” reparten mapas y panfletos, como si en vez de una
tienda de ropa se tratara de los Museos Vaticanos.
4) Una reportera de
Telecinco retransmite para las noticias diciendo lo que la cámara ya ve, pero
no le gusta la toma y la repite.
5) Gente saliendo de
la tienda con bolsas de cartón en las manos y globos azules, como si se tratara
de un parque de atracciones o un mitin del PP.
6) Tanta ha sido la afluencia de gente que ha
venido hasta la policía con dos furgones antidisturbios y sus agentes
repartidos por las inmediaciones, por si acaso, ¿por si acaso qué?
7) A izquierda y
derecha, grupitos de gente se apoyan en las vallas azules que ordenan las
colas, observando entrar y salir a la gente, como jubiletas delante de una
construcción.
8) Veo todo eso, y
veo que todos comparten la misma cara, una cara de éxtasis, de placer colmado,
como si salieran con las pupilas dilatadas de un after. O como si estuvieran
presenciando algo grandioso, una maravilla del mundo moderno como lo fueron,
del antiguo, la Gran Pirámide o el Faro de Alejandría.
¿De dónde sale tanta gente ociosa? Un viejo parece
interceptar mi pensamiento.
–Nunca había visto algo así –le dice a uno de
seguridad.
–Es el Primark más
grande de Europa –le contesta el otro.
Entonces veo a un
señor trajeado, pelirrojo y de piel clara. Su sonrisa es la de un hombre
satisfecho, que acabara de echarse un farol al póker y ha ganado, o se haya cepillado
a la más guapa de la discoteca. Me acerco a él. “Manager”, dice la tarjeta que
cuelga de su cuello.
—Esto es alucinante
–lo abordo con un comentario intencionadamente halagador.
Hubiera apostado que era irlandés, pero me
contesta en un perfecto acento castellano castizo.
–Date cuenta que son cinco pisos. Es como un
cortinglés. Ahora mismo tenemos 108 cajas abiertas —y arquea las cejas, como
diciendo: somos la hostia.
Dos pavas, con seseo latino, le preguntan si hay
rebajas, o algo. El manager les contesta que no. Aun así les anima a entrar.
–Son solo cinco minutos de cola. Luego por la
tarde va a estar imposible.
–¿Dónde comienza la cola? –le preguntan.
–A la vuelta de la esquina –les contesta con
celeridad–. En la calle Desengaño.
A mandíbula batiente. Me imagino en ese momento a
un Dios, Yahvé, Alá, Karma o Azar, o a cualquier tipo de fuerza cósmica
primigenia encarnada en forma de Nelson, de los Simpsons, carcajeándose.
Al final desisten de entrar.
–Al menos que nos den una revista –se queja una de
ellas, y se van.
El manager se queda. Continúa animando a entrar a
los transeúntes. Para entonces, la reportera de Telecinco encara el
decimonoveno intento de transmitir la noticia. La cola sin embargo no ha
menguado en tamaño. Al revés, la boa continúa enrollándose alrededor del
edificio
Sin mucha poesía ni gramática me pregunto: ¿Qué
pollas es todo esto? A tenor de lo presenciado, “todo esto”, el Primark, es
como un concierto de los Rolling Stones. Y es también como un parque de
atracciones. Y es también como una catedral. Y es también como un evento en
campaña electoral. Y es también como un museo. Y es también como una discoteca.
Y es también “el horror, el horror”, en boca de Marlon Brando en el ocaso de Apocalipsis Now.
Es ese horror el que me interpela: ¿Qué vas a
hacer? ¡Posiciónate!
No seré quien se fustigue por la situación actual
del mundo. Ni alguien que observa nuestra sociedad con displicencia y aires de
entomólogo. No soy un ermitaño en potencia ni tampoco un misántropo. No soy un idealista,
de hecho, me irritan esos militantes de las buenas causas que se dedican a
culpabilizar al vecino. Tampoco me planteo, ni como tecleante ni como
psiquiatra –en ciernes–, hacer el macuto, dejarlo todo y plantarme en un país
de África a repartir palabras y pastillas. Ni cualquier época pasada fue mejor
ni coincido con esos agoreros que preconizan el fin de la humanidad.
Mi temple es otro. Conócete a ti mismo, decía el
pórtico del templo de Apolo. Carácter es destino, añadió Heráclito.
Me gusta mi mundo. De
hecho lo encuentro fascinante. Esta es mi época y este es mi lugar. Sin
embargo, miro alrededor y compruebo que a lo largo de los últimos años, la Gran
Vía madrileña ha sido colonizada por un puñado de multinacionales que son las
mismas que visten, dan de comer y entretienen a Norteamérica, Europa, buena
parte de Asia y de Sudamérica. Conocéis las marcas, para qué repetirlas. Comida
y ropa, comida y ropa.
¿Dónde están los cines, los teatros y los pequeños
negocios? ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo me afecta? Quiero decir, ¿puedo
hacer algo al respecto?
Y en caso afirmativo, ¿qué exactamente?
–A lo que hay que aspirar es a ser responsable –me
dice, días después, mi hermano mayor–. Tener unos principios éticos, pocos pero
buenos. Y regirte por ellos. Por ejemplo, no compro más que dos veces al año, y
no lo hago tanto por placer como por necesidad.
–Pero aun así llevas puestos unos calzoncillo de
Springfield, una camiseta de H&M, y un jersey de Zara –le replico.
–¿Dónde compro si no la ropa? –se defiende él.
Mi hermano tiene razón. Comprueba la ropa que
llevas encima en este momento. Me apuesto a que a ti también te ha vestido
alguna de estas multinacionales del textil. Queremos ser responsables pero
tampoco tenemos muchas posibilidades reales de serlo. ¿Merece la pena, por
tanto, el esfuerzo? Además, ¿a quién le importa dónde compro los calcetines?
¿Que yo no compre calcetines en Primark va a cambiar algo?
Diría que no. Entonces, ¿para qué hacerse si
quiera estas preguntas?
Pienso en Eduardo Galeano, que escribió: “mucha
gente, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”.
Vale, Eduardo. Pero, ¿cuánta es mucha gente? Y ¿qué significa exactamente hacer
cosas pequeñas? Para los existencialistas franceses, escribir era una forma de
actuar sobre el mundo. Así, me digo que escribir esto es hacer algo. No sé si
grande, pequeño o minúsculo, pero algo al fin y al cabo. Quizá logre provocar
algún tipo de emoción en ti. Quizá logre que asientas y repitas conmigo:
“Primark es solo una tienda”. Sin embargo, si pese a leer esto tú terminas
también haciendo la cola del Primark, cenando en el McDonald’s, y asumiendo que
es imposible hacer bien las cosas cuando no te dan opción de hacerlas bien…
¿Qué hemos logrado entonces?
Por otra parte, si la gente sigue queriendo ropa,
y la quiere bonita, y la quiere barata. ¿Qué se puede hacer? ¿Cerrar las
tiendas? ¿Regularlo a través de leyes? ¿Educar a la gente? En última instancia,
estamos hablando de actuar sobre el deseo de la gente por consumir, y de su
libertad para hacerlo. ¿Es eso legítimo? ¿Es ético? Y todavía más, ¿es posible?
No se pueden destruir los deseos. Puedes soterrarlos, redirigirlos, tratar de
obviarlos. Pero no puedes destruirlos. Además, y eso lo saben los
psicoanalistas, cuanto más prohíbes un deseo, más lo alimentas.
Paradójicamente, tal vez la opción más sabia
consista en no hacer nada. La pasividad como actitud vital. Slavo Zizek, ese
azote del capitalismo y rockstar de la filosofía, examina este mismo conflicto
entre la expansión del capitalismo y la conciencia ecológica en el documental The Pervert’s Guide to Ideology. Y dice:
“Quizá, sin este momento propiamente artístico de auténtica pasividad no podría
surgir nada nuevo. Quizá, solo pueda surgir algo nuevo mediante el fracaso, la
suspensión del correcto funcionamiento del mecanismo presente en el mundo en el
que vivimos, donde nos encontramos. Quizá esto es lo que hoy necesitamos más
que nunca”.
¿Es una gilipollez lo que plantea Zizek? ¿O es de
una terrible lucidez? No lo sé.
Al final me marcho del Primark abrumado, pensando
que no entiendo nada. O que no quiero entender nada. O que lo entiendo todo,
pero me horroriza lo que entiendo. O que es algo demasiado demencial para
ponerse si quiera a pensar en ello. Pero, sobre todo, me marcho sin calcetines.
Me vuelvo a poner los cascos. Dylan canta en ese
instante “When you gonna wake up?”.
Pues eso, ¿cuándo vamos a despertar?
Sem comentários:
Enviar um comentário