El
autor, cocinero escritor, nos deja algunas reflexiones sobre lo que
puede pasar con la cocina en el futuro. Y reivindica el acto de cocinar
frente a los avances de la industrialización.
Por Manuel Corral Vide
Para los que
defendemos la cocina como valor intrínseco del ser humano y esencial
factor de identidad, que tenemos como imagen tutelar la abuela entre
fogones y sartenes, nos resulta inconcebible la idea de un futuro
deshumanizado, donde la biotecnología proporcione todos los productos
alimenticios, y la mesa sea un artículo de museo, la simple tertulia o
conversación amena una ridiculez de esnobs trasnochados.
Sin
embargo, siempre el futuro tiene sus cimientos en el presente que
vivimos, todos, por acción u omisión, intervenimos en su construcción.
Si aprobamos y usamos solo productos alimenticios industriales, si
aceptamos que cocinar es tiempo perdido, la sobremesa ocio pernicioso,
sin duda abrimos caminos propicios para las empresas empeñadas en
globalizar las dietas alimentarias, eliminar los placeres de la mesa, y
reducir la ingesta diaria a asépticas píldoras o polvillos con lo
necesario para nutrir nuestro organismo, y sobrevivir como saludables
máquinas, engranajes de la cadena de producción, números más que
personas.
Dicen
que en 20 años (2035, señalan con precisión de verdugos los
tecnócratas), la mayoría de los trabajos manuales, incluyendo cocinar,
lo harán los robots.
Ningún arquitecto futurólogo apostaría por
casas donde se pierda espacio en una cocina, una extravagancia en una
sociedad donde los alimentos estarán en la calle, envueltos en envases
inteligentes, y despachados por máquinas expendedoras.
Imaginamos,
en ese futuro no tan lejano, subversivos ciudadanos cocinando a
escondidas, huyendo de miradas indiscretas y leyes que castigarán tan
noble como peligrosa actividad.
Nostálgicos cultivando huertas
serán, tal vez, enjuiciados por desperdiciar la cada vez más escasa
agua, cuando la biotecnología ya produce cereales resistentes a las
plagas, animales inmunes a enfermedades y cepas probióticas para
conservación de hortalizas, leche y otros productos perecederos,
rarezas. Insólitas Santas Inquisiciones quemarán recetarios del
pasado, caldo de cultivo para nuevos sibaritas, viciosos sin remedio,
golosos fundamentalistas, feligreses de la gastronomía.
Muchos
lectores pensarán que es, o parece, un futuro de ciencia ficción, una
exageración, pero créanme que estamos propiciando que esto sea una
realidad.
Basta con ver la cantidad de platos tradicionales,
presentes hace menos de una década en mesas familiares y de la
restauración pública, que ya son tildados de arqueológicos por una nueva
camada de cocineros fascinados por vanguardias que apelan para resolver
una receta 100% a la tecnología, y a la mera sorpresa para sobresalir,
no en las mesas o en el paladar, sino en los medios de comunicación;
cocineros que se afanan por lograr el éxito mediático e ignoran el fin
de la cocina: incentivar el placer del comensal, provocar emoción,
espabilar la memoria, hacerlo sentir especial, amado, partícipe de una
comunión entre iguales.
Fuimos del grito gutural a la palabra,
de la carne cruda a lo cocido, del ayuntamiento salvaje al placer del
amor, de la animalidad a la humanidad.
Fue un largo camino, lleno de piedras, bifurcaciones y puentes rotos,
para intentar llegar a la perfección de los Dioses, creados dicho sea
de paso a imagen y semejanza de nosotros mismos.
Pero finalmente
nos hemos rodeado de tanta tecnología para que nos reemplace en las
tareas que son inherentes al ser humano, que poco a poco iremos
olvidando como funciona un arco y una flecha, como se enciende el fuego,
se suma 2 más 2, o se habla.
El lenguaje poético espanta, la
metáfora se ha convertido en pecado (el corrector de Google no las
reconoce). Estamos más cerca del grito del cavernícola alertando de un
peligro, que del soneto.
Guisar o asar nos reconcilia con la
esencia de nuestra especie, compartir la comida nos ayuda a sentir que no
estamos solos en la aventura maravillosa de vivir.
Fue el
encargado/a del caldero el centro de atención de la tribu. Sigue siendo
el acto de cocinar un acto de fe y amor, liturgia necesaria; así lo
entiendo y lo entienden otros muchos.
Los que banalizan la
cocina, la convierten en show sin fundamento, están abonando la tierra
para ese futuro que describí al principio, a cambio de estrellas fugaces
que nunca alimentaran el espíritu del ser humano.
Sor Juana Inés de la Cruz, que pasó muchos años cocinando en el convento, escribió: "¿Qué
os pudiera contar de los secretos naturales que he descubierto estando
guisando? Ver que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por
lo contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se
conserve fluida, basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya
estado membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo
huevo son tan contrarias que en los unos, que sirven para el azúcar,
sirve cada uno por sí y juntas no".
Lo dicho, somos animales
culinarios. No perdamos el rumbo. Parafraseando a Neruda, podríamos
decir: el mejor poeta es el hombre (o mujer) que nos guisa con amor: el
cocinero más próximo que no se cree Dios.
[Fuente: www.fondodeolla.com]
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