terça-feira, 30 de agosto de 2016

Prosa ágil, humor y bastante de delirio en Jambalaya, novela de Albert Forns



“Con la excusa del bloqueo, Albert Forns hace una autoficción sobre la autoficción, de exploración de los límites del yo en la literatura”, ha dicho la crítica del libro que publica Anagrama.
Hete aquí una guía para sobrevivir en Montauk, un tranquilo pueblo de pescadores invadido por miles de surfistas y hipsters de Nueva York.
Pero también es un tratado teórico-práctico sobre la masturbación y el sexo de los astronautas. Un compendio de las excentricidades de varios tipos de escritor que conviven en una granja aislada. Un ensayo sobre el neuromarketing, la obesidad y los efectos de la dispersión urbana en la salud física y mental de la población americana. Una retahíla de postales sangrantes sobre la vida literaria barcelonesa.
La reconstrucción de la infidelidad que hizo célebre a Max Frisch con la novela Montauk. Un reportaje gonzo sobre Walmart, Amazon y el alcoholismo de los escritores. Una galería de retratos de emprendedores de todo pelaje que gustará a la gente de derechas. Un estado de la cuestión sobre la pornografía en la era de internet. La crónica de una revuelta ciudadana contra el turismo low cost. Un combate de diversos rounds dialécticos entre un dramaturgo legendario y cinco aprendices de autor. Un manual para prevenir la enfermedad de Lyme. Un elogio de la arquitectura-objeto y una clase magistral de fotografía documental. Y también una historia de amor; o unas cuantas.
Con todos estos ingredientes y géneros, una buena dosis de humor y una prosa ágil y chispeante, Albert Forns indaga en los mecanismos de la autoficción y disecciona el proceso de escritura de un libro. Un making of que es, en realidad, una señora novela sobre el síndrome de la segunda novela.
Forns, uno de los autores en lengua catalana más destacados de su generación, se alzó con Jambalaya como ganador de la primera edición del Premio Llibres Anagrama de Novela.
Ha dicho la crítica de Jambalaya:
Torrencial ingenio explosivo y festivo, lúbrico, gamberro y eficiente.Jordi Gracia
Una novela hecha de retales, de retazos, de historias cosidas con todo el humor, el lirismo, la iconoclastia y la mala leche de un escritor que ya me gustó mucho en su primer libro. Un libro embriagador. Biel Mesquida (Diario de Mallorca).
Magnífica. Un plato delicioso. Con la excusa del bloqueo, Albert Forns hace una autoficción sobre la autoficción, de exploración de los límites del yo en la literatura. El placer, al final, es tan suyo como del lector. Maiol Roger (El País).
Una novela mosaico en la que el principal motor es el narrador, un narrador cabreado y cabreante (y precisamente por ese motivo fascinante). Laura Fernández (El Mundo).
Prólogo de Sergi Pàmies a la novela que publica Anagrama
EL CUENTO DE LA CUENTA ATRÁS
CUATRO. Albert Forns nunca dijo lo que dicen que dijo en sentido literal. Ténganlo en cuenta cuando lo busquen en Google. Pueden fiarse de sus fotografías, eso sí, que se aproximan a la verdadera fisionomía de un treintañero que parece ir por la vida disfrazado de literato (poeta, periodista, novelista) interesante. En este caso, el disfraz no es ninguna impostura sino la consecuencia de un elaborado proceso de adaptación al entorno. No al entorno real, por supuesto, sino al literario, que es el que de verdad importa. Al ser el protagonista mutante de sus propios libros, Forns necesita un empaque lo suficientemente versátil para resultar verosímil en cualquier situación. En cualquier situación literaria, se entiende, ya que su risueño exotismo podría servirle igual para interpretar a un entrenador kirguís de balonmano, a un suboficial de la nave Enterprise, a un bailarín funky de vídeo de Bruno Mars, al pérfido mayordomo de una millonaria agonizante, al protagonista deprimido de una novela gráfica finlandesa o, si lo exige el guión, al Albert Forns propiamente dicho.
TRES. Decir que Forns practica la autoficción es quedarse melancólicamente corto. Por eso siempre habrá quien, con la impaciencia de los cocineros cocainómanos, querrá añadir a eso otros ingredientes disparatados que intenten enfatizar la textura, el sabor y el valor nutritivo de sus novelas. Será, que conste, un esfuerzo estéril, ya que lo primero que percibes al leer a Forns es que él ha leído más que tú y que, por más que te esfuerces, cualquier intento de definirlo mejor de lo que él se define a sí mismo resultará tan frustrante como lo es para la sombra de Lucky Luke intentar desenfundar más rápido que el vaquero ex fumador. Para que quede claro: Jambalaya transcurre en un decorado endogámico que subraya el carácter metaliterario del relato y la cínica gratitud de quienes alguna vez se han visto beneficiados por una beca a la creación. Literatura sobre literatos y, dentro de esta categoría, literatura sobre literatos con problemas para saber qué demonios tienen que escribir para seguir siendo (o pareciendo) literatos. La apuesta, como ven, no sería el colmo de lo apasionante. Pero ahí es donde interviene el retráctil y envolvente talento de Forns. En, pese a la desprestigiada textura de la baraja que maneja, repartir cartas que llevan al lector a sentirse en posesión de apuestas desconcertantemente ganadoras. No se me vengan arriba: nos movemos en el territorio de la digresión y los contraargumentos entendidos como pretextos para sortear la obviedad de los planteamientos, los nudos y los desenlaces. Ya dijo Jean-Luc Godard: «¿Planteamiento, nudo y desenlace? Vale. Pero ¿hace falta que sea en ese orden?» Y nos movemos en el reino de la primera persona deconstruida a la manera de cualquier maestro del género con el que ustedes tengan a bien identificarse y cuyo nombre y apellido pueden, si así lo desean, escribir en la línea de puntos que sigue: . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
DOS. En multitud de novelas y películas siempre llega un momento en el que el protagonista se ve obligado a decidir qué cable cortar, si el azul o el rojo. En general, el mecanismo activa o desactiva un peligroso artefacto que, en función del presupuesto y la desfachatez ideológica de los productores, acaba con los unos, con los otros o con todos. En Jambalaya la cuenta atrás tiene que ver con la amenaza tangible del paso del tiempo aplicada al mundillo de una comunidad de escritores atrapados por sus respectivas crisis creativas y, al mismo tiempo, por la necesidad de redimirse de su propia impostura a través de la literatura subvencionada por algún filántropo prestigioso. Los cables azul y rojo son, por lo tanto, metafóricos, pero la cuenta atrás se materializa en los días que van transcurriendo sin que el protagonista haya dado golpe o en los remordimientos que le provoca poder llegar a ser –o parecer– mezquino y desagradecido.
UNO. La metodología de la cuenta atrás recomienda al lector o al espectador identificarse con la responsabilidad y el peligro que conlleva elegir el cable adecuado. Y, al contrario de lo que ocurre en las películas de superhéroes, en su novela Forns crea un artefacto que, compuesto por una metralla de elementos aparentemente frívolos y de obsolescente valor antropológico, invita al lector a desear que le explote en las manos y ponga en evidencia las debilidades que, con dosificada y potente precisión, va describiendo desde su implacable omnisciencia.
CERO. He dejado para el final la cuestión de Enrique Vila-Matas como referente confeso de Albert Forns. A primera vista, puede parecer que, tanto en sus libros como en las numerosas entrevistas que concede (Forns pertenece a la categoría de los novelistas que hacen todo lo posible para acumular motivos para no escribir), ha preferido confesar sus influencias antes que dejarlas en manos de etiquetadores desaprensivos. Es una estrategia astuta pero inútil. De entrada, puede que Forns active la pereza general de los especialistas, que aceptarán su diagnóstico de parecidos razonables con una docilidad aparente, pero de ahí a que vayan a tragarse sin rechistar que los padres sin hijos adoptan a sus hijos huérfanos y viceversa media un abismo. Y puede que, viendo las cosas desde muy lejos y sin llevar las gafas de leer, existan parecidos y correspondencias de maestro y discípulo entre los libros de Vila-Matas y los de Forns. Pero no descarten que todo forme parte de un plan, de otro juego más para borrar las fronteras entre lo real y lo ficticio, lo vivido y lo imaginado, lo teorizado y lo absurdo. Hace unas semanas, Vila-Matas y Forns coincidieron en un plató de televisión y se tiraron los tejos con la misma alegría con la que los actores de cine mudo se lanzaban tartas de nata. Como niños en los autos de choque, sonreían al confesar su recíproca admiración, y la moderadora, que tenía cosas más urgentes aunque menos importantes en las que pensar, les creyó. Pero en realidad se trataba del simulacro del ensayo de una estrategia para evitar que otros te condenen a llevar una etiqueta que aborrecerías llevar y ponerte tú mismo la que de verdad te apetece. Quizá por eso Vila-Matas tuvo la sabiduría de no condenar a Forns a cadena perpetua y, con la facilidad para el sabotaje que le caracteriza, afirmó que sería muy extraño que ahora sus respectivas obras compartieran una remota consanguinidad formal pero que quizá «más adelante». Otra vez la táctica de la cuenta atrás. «Más adelante» es el tiempo que vuelve a activarse para ponernos a prueba. El tiempo que, al deslizarse decrecientemente con la viscosidad de la arena de un reloj, nos invita a multiplicar nuestra capacidad para sorprendernos, a disfrutar de cada frase y a esperar que, posmoderno o hipster, deconstruido o autoficticio, masturbador o wiquipédico, logremos administrar nuestro derecho a decidir si el talento de Forns y el sano desconcierto con el que, a través de su portentosa capacidad de observación, nos conduce hacia rincones inhóspitos de nosotros mismos se convertirán, como ocurrió con Vila-Matas, en un vicio imprescindible.

[Fuente: www.zonaliteratura.com]

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