La precariedad laboral y la necesidad de atender a un mercado de 22 países con sus variantes hace que se traduzca a un idioma plano y sin matices
Por MARIBEL MARÍN
Hace unos años, el escritor vasco Bernardo Atxaga se encontró con el sueco Göran Tunström, fallecido en 2000, en la Feria del Libro de Gotemburgo. “He leído tu libro El oratorio de Navidad y tiene un lenguaje muy elegante”, le dijo el autor de Obabakoak, que entonces acababa de publicar en Suecia El hombre solo. “¿Elegante?”, le respondió sorprendido el nórdico. “Mi sueco no es nada elegante”. Algo se debió haber ganado en la traducción.
La misma sorpresa se habría llevado William Faulkner de haber leído una vieja versión en español de su novela El ruido y la furia. Donde él escribió “3 Merry Widows. Agnes, Mabel, Beckie”, en referencia a un prehistórico condón de aluminio, el intérprete tradujo que había tres mujeres en el prado. El error no dejaría de ser una anécdota si no fuera porque el hallazgo del preservativo es capital en la novela.
La historia de la traducción literaria en español, igual que la de otros idiomas y disciplinas, está salpicada de curiosidades y gazapos para la carcajada. Pero no sería justo ensañarse con sus profesionales porque evitan muchos más errores de los que cometen y porque lo hacen en una proporción insignificante para el mar de traducciones que se publican cada año dentro de un sector, el editorial, muy tocado por la crisis, que en 2015 facturó 2.257 millones de euros, un 30,8% menos que en 2008, según la Federación de Gremios de Editores. 12.858 títulos, el 16,2% de la producción editorial —en el mercado anglosajón ronda el 5%—, son traslaciones de otros idiomas, alrededor del 50% del inglés, y su peso económico es aún mayor, porque son los autores en lengua foránea quienes suelen arrasar en las listas de ventas.
Si, como dice el traductor y académico de la lengua Miguel Sáenz, alter ego de autores como Günter Grass, “todo idioma al que no se traduce es un idioma cateto”, se podría concluir que una lengua con tanto peso de la literatura extranjera es una lengua que tiende a ser fina y distinguida, aunque haya perdido 4,9 puntos de influencia en un año, tal y como refleja el avance de la Panorámica de la Edición de 2015. Y en el caso que nos ocupa lo es cada vez más, coinciden los expertos, no solo por una cuestión de cantidad, sino también de calidad. El español de la traducción, dicen, muy condicionado por el dominio del inglés y el diálogo con Latinoamérica, tiene aún mucho de lo que lamentarse, pero no ha hecho sino elevar su nivel en los últimos 30 años. Primero, porque se ha beneficiado del “incremento medio del nivel cultural del país”, como observa Carlos Fortea, presidente de la Asociación de Traductores ACETT, que agrupa a 600 profesionales del sector. Segundo, porque tiene a su disposición Internet y otras herramientas que agilizan el proceso de documentación. Tercero, porque, aunque todavía ocurre, es ya cada vez más raro que no se traduzca de la lengua original. Y cuarto, y más importante, porque el oficio, antes en manos de eruditos cuyo mérito era serlo o de universitarios contratados por unas perrillas para traducir a 16 manos, se ha profesionalizado y ha logrado crear una conciencia de su importancia. Sí, la hay, aunque a los traductores, trabajadores autónomos, se les paguen muchas veces tarifas de becario, aún se condene su firma a páginas interiores y no siempre se les concedan los derechos garantizados por la Ley de Propiedad Intelectual de 1987, que les otorgó la condición de autor y supuso un antes y un después en la protección de este oficio vocacional en el que pocos se hacen ricos.
El sector no está en condiciones de bajar la guardia en lo laboral —las tarifas se hallan muy lejos de las que se pagan en Francia o Alemania—, como tampoco lo está de caer en la autocomplacencia profesional, a tenor de la realidad que expresa el escritor, traductor y crítico literario Eduardo Lago. “Lo que se traga el lector medio incluso en buenas editoriales son traducciones mediocres que no suenan a español. Suenan a traducciones”, dice. “El traductor profesional medio no alcanza la calidad literaria del original en la mayoría de los casos. Para traducir Finnegans Wake haría falta un traductor que tuviera el talento de Joyce. ¿Existe? No. Hay algunos profesionales muy buenos, pero las editoriales no les dan tiempo suficiente para hacerlo bien”. Luisa Gutiérrez, directora editorial de RBA, admite que a veces ocurre: “Intentamos dar el plazo necesario, pero no siempre es posible. Si queremos formar parte de un lanzamiento mundial, hay que ajustarse a la fecha de salida”.
El problema de la traducción que suena a traducción, no exclusivo del español, ya lo anticipó Julio Cortázar cuando habló en La vuelta al día en ochenta mundos (1967) de la existencia del traductese, que María Teresa Gallego, veterana y reputada traductora, define como un español perfectamente correcto que sin embargo “no suena a castellano y tampoco al escritor traducido, sino a cualquier escritor de la misma época”. “Por una parte está el problema de que, aunque siempre lo ha hecho, últimamente manda mucho el mercado latinoamericano. Está, indudablemente, la influencia del inglés y también la tendencia de las editoriales a quitar palabras o giros que al lector puedan extrañarle”, apunta. “Pero también observo que las nuevas generaciones de traductores leen mucho menos y generalmente contemporáneo, y que, por las razones que sea, no son lo bastante atrevidos y no levantan el vuelo”, dice. “Quizá tiene que ver con que se ha aumentado la velocidad de exigencia porque se entiende que el ordenador facilita las cosas. Pero precisamente eso ha llevado a muchos a suprimir una etapa del proceso: la segunda traducción, la que debe hacerse del castellano al castellano una vez que ya se tiene la primera versión, para que la espontaneidad suba sola. El problema es que entregamos muy en caliente”.
El traductese sería un idioma que nadie usa en la calle. Un español de nadie y de todos que, como dice la Premio Nacional de Traducción e intérprete del árabe Luz Gómez, es resultado de la presión que ejerce la traducción sobre el español empujándolo a fronteras a las que no llegaría por sí solo”, una lengua artificial “que todo buen profesional” trata de esquivar. En ocasiones surge, en efecto, de la falta de pericia del traductor; en otras, de la falta de tiempo para madurar las versiones, o de la sobrecarga de trabajo de los correctores, o de una combinación de todas. Surge también del uso y abuso de determinadas prácticas a las que los profesionales en situación laboral más precaria no tienen más remedio que plegarse.
¿Realmente es necesario cambiar la palabra coger (follar, en Argentina), por tomar, agarrar o asir, que no siempre son intercambiables, para no herir sensibilidades y poder comercializar una única versión de un libro a los dos lados del Atlántico? ¿Tan grave es que un español se tope con la palabra boludo en lugar de gilipollas, que lea cómo a un personaje lo vosean en lugar de tutearlo o que tenga que detenerse hasta descubrir, si no lo sabe, que frutilla significa fresa? ¿Por qué eliminar toda palabra que a un lector pueda extrañarle o todo rastro de un localismo? ¿Por qué darle la vuelta a la frase alambicada escrita por Balzac o maquillar el lenguaje vulgar de un escritor de medio pelo?
Son prácticas extendidas conocidas en la jerga como planchado y que, en palabras de Sáenz, tienen su origen en la “desconfianza de los editores en el lector y el desprecio del traductor. En ambas orillas”.
Lago: "Lo que se traga el lector medio incluso en buenas editoriales son traducciones mediocres que suenan a traducción"
[Ilustración: EVA VÁZQUEZ - fuente: www.elpais.com ]
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