sábado, 28 de novembro de 2015

Du Levande, película del realizador sueco Roy Andersson (2007)


Puestos a escoger entre el clásico binomio Chaplin/Keaton he preferido siempre a Buster Keaton, porque me parece que no hay nada más gracioso que alguien que no pretende serlo, y porque hace falta un pulso de maestro para desatar la risa sin mover un solo músculo. Digo esto porque Du levande (Roy Andersson, 2007; título muy libremente traducido al castellano como La comedia de la vida) es la última maravilla en comedias catatónicas venidas del frío. Solo hacen falta unos cuantos minutos de visionado para empezar a reir a carcajada limpia, al menos si usted no ha perdido aún por completo la capacidad para reirse de sí mismo y de la auténtica desgracia de estar vivo.
Algo deben a Kaurismäki los personajes de Andersson, tan absurdos y patéticos como veraces, con la diferencia de que, mientras que el cine de Kaurismaki sabotea las pautas habituales del melodrama desde un modo de hacer que respeta sin paliativos la estructura narrativa (estoy pensando, por ejemplo, en Luces al atardecer), Andersson en cambio ha elaborado un mosaico compuesto únicamente de cincuenta y tantas escenas, la mayor parte de ellas inconexas y sin ningún motivo central, elaborando un catálogo urbano de episodios tan anodinos como hilarantes, y llevando hasta el límite de lo surreal escenas repletas de soledad, de desamparo, y de tedio supremo.
Y algo debe a Fellini y a Buñuel esta Comedia de la Vida, porque entre tanta grisura existencial lo inaudito se va colando sin solución de continuidad, y a menudo en forma de sueños: un hombre condenado a la silla eléctrica por haber roto una valiosa vajilla, una pareja de recién casados viajando en el interior de una vivienda que discurre sobre las vías del tren… Andersson nos presenta, del modo menos afectado posible, una escena cualquiera en la que inevitablemente algún elemento va a trastocar la pulcritud convenida. Parece mentira que una simple melodía, un gradiente concreto de luz, o el gesto oportuno del actor de turno transformen estas simples escenas en algunas de las mejores armas arrojadizas que he visto en los últimos tiempos.
Como Buñuel, Andersson es adocenado solo en primera instancia, porque luego nos hace reir y de paso nos da buenos tajos en la cara, burlándose de todo, poniendo a prueba la capacidad del espectador para escapar ileso de la sala. A medio camino entre el neorrealismo y el esperpento felliniano -ese maquillaje excesivo, esa palidez de cine mudo en los rostros- y por medio de una precisa puesta en escena (ecos de Jacques Tati), Andersson propone un ejercicio muy poco común de humanismo, de verdadera admiración por el hombre, con todas sus miserias y sus absurdas esperanzas.
Y todo con el mínimo de recursos, o al menos con ese acabado perfecto que solo da la rara genialidad keatoniana de necesitar muy poco para decir mucho. Vea la película, y si al final no sabe si reir o llorar, eso querrá decir que lo ha entendido todo perfectamente en esta perfecta pieza de cine.




[Fuente: maquinariadelanube.wordpress.com]

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