sábado, 29 de agosto de 2015

La otra realidad del diccionario


Publicado por Carlos Mayoral
Que las charlas con las madres son el oráculo de la clase media uno lo comprende cuando le sacuden en su propio terreno. El otro día, después de cinco cursos universitarios más o menos fértiles, tuvo que venir ella a mostrarme que el camino de los libros es completamente inescrutable y que, si te descuidas, en cualquier momento puede depararte una súbita conmoción. En un momento dado, la conversación se desvió hacia su primer recuerdo libresco y, para mi sorpresa, nada tenía que ver con el romanticismo poético ni con la magia novelística. Ella, todavía en su mocedad, esperaba sentada en el suelo de su pequeña casa de pueblo la llegada de su hermano. De pronto, este hizo acto de presencia con un artefacto entre las manos, visiblemente contento y orgulloso. Mi abuela preguntó por el origen y la clasificación del objeto. «Es un diccionario. Me lo han regalado en el ayuntamiento», fue su escueta explicación. Mi madre esperó a quedarse sola con su curiosidad y el pesado tomo para llevar a cabo la exploración… pero, a pesar de la expectación, nunca imaginó lo que entre aquellas páginas le esperaba. Quise saber más, pero ella se limitó a aclararlo de una manera abstracta. Según su propio testimonio, la llegada de un libro como aquel a las manos de una niña de provincias suponía encontrarse con el significado de la realidad, una especie de puente entre ella y un mundo exterior todavía poco explorado. Así pasaba las tardes, comprobando el sentido de tal o cual expresión, escrutando los rincones de su desconocimiento. Este es el motivo por el que aquel armatoste que nadie utilizaba habría de quedarse, para siempre, en su memoria. «Deberías probarlo, te sorprendería», apuntaló. Yo, siempre tan obediente, decidí que había llegado el momento de imitar en algo a mis padres y me dispuse a perpetrar el sugerido plan. Después de barajar las distintas posibilidades, me decanté por utilizar la página de la Academia como sucedáneo de aquel hermoso ejemplar que tanto entretuvo a mi madre. La otra opción pasaba por comprar la versión en papel, más actualizada que la versión web (sí, el papel más actualizado que la red), pero mi maltrecha economía no da para tanta erudición. Todavía contrariado por aquella relación abocada al naufragio entre cultura y economía particular, introduje el dominio en el explorador y comencé a navegar desconociendo, por completo, las sorpresas que me deparaba este mar semántico. 
Platero el mórbido
Como para todo inexperto en estas lides, las primeras leguas de navegación resultaron anodinas y poco productivas. Consulté algunas palabras cliché que me transportaban a otras palabras cliché sin encontrarme con nada extraño. No sé cómo (quizá por esa inclinación por lo extraño), pero, de pronto, me topé con la primera conmoción. Al pinchar en el término «alienígena», comprobé asustado que puede significar, si así lo pretende el hablante, «extranjero». Me asusté imaginando el torso desnudo del vecino del tercero, que había llegado a España escapando de nadie sabe qué desde nadie sabe dónde. Al susto le sucedió una especie de euforia poco común. Espoleado por esta sinonimia comencé a fijar mi atención en términos más jugosos. Mi mente viajaba ahora por caminos poco corrientes, entre el ocultismo y el misterio. Así llegué hasta el vocablo «espíritu», ese al que yo siempre le había asociado un concepto platónico, idealista, volteriano o algo así. Entonces descubrí que también puede significar «vapor sutilísimo que exhalan el vino y los licores». De nuevo, el diccionario me hacía comprender la vida (y, de paso, el porqué de aquellas alcohólicas e idealistas noches). Ya me sentía como «Nucky» Thompson en Boardwalk Empire, haciendo del alcohol mi bandera, cuando por ignorados avatares fui a dar con la palabra «mórbido». Me olvidé de la chulería de Buscemi y, al repasar el término, pronto vino a mí la relación entre su significado y enfermedades de toda clase. Pero cuán grande fue mi sorpresa cuando supe que su otra acepción es «blando, delicado, suave», como aquel Platero que Juan Ramón dejó como herencia para su álter ego. Yo no podía creerlo. Acababa de entender que el burro sobre el que giraba parte de la obra de uno de mis poetas favoritos era mórbido. ¿Se imaginan? Platero es pequeño, peludo, suave, mórbido… Saturado, decidí buscar algo de espíritu en la bodega para después continuar con la búsqueda. Había llegado demasiado lejos.
Pollas en las apuestas
Ya más tranquilo, quise retomar la actividad. De nuevo, los primeros bandazos resultaron infructuosos, pero pronto entré en calor. El primer estacazo llegó al adentrarme en el término «aleluya». En contra de lo que yo creía, una de sus definiciones es: «persona o animal de extremada flacura». El diccionario me devolvía, otra vez, al mundo terrenal del que nunca debí salir, espiritualidades aparte, y me pedía olvidar las alabanzas a dioses lejanos para centrarme en estas costillas que, según mi madre, cada día asoman con más fuerza. El concepto había viajado, sin quererlo, del misticismo al estómago en un solo instante. La eterna discusión entre el cuerpo y el alma. Pero, en fin, con el espíritu y la flaqueza dando vueltas aún por mi mente, extraje de nuevo la botella de vino de la cámara, sabedor de la difícil singladura que se me presentaba. Así llegó a mí un nuevo escollo: «grey». Intuía, por el influjo de alguna novela galdosiana, el concepto que le habrían atribuido, mas dejándome llevar por las últimas modas literarias (ya saben, las cincuenta sombras sexuales y todo eso), quise cerciorarme. Efectivamente, «grey» puede definirse como «rebaño». Me sonreí evitando exponer la relación que, de manera maliciosa, encontraba entre la definición y las modas literarias anteriormente referidas. Apuré el vino de un trago y, todavía con una sonrisa en la boca, una nueva maldad cruzó por mi teclado. La definición de la palabra «polla» no me pudo causar mayor perplejidad: «apuesta, especialmente en carreras de caballos». Ya me había servido la tercera copa cuando comprendí que el juego tenía que acabar.
El espejo me devolvió la figura de un loco («molusco de carne comestible») algo hortera («mancebo de ciertas tiendas») con los ojos («agujeros del pan») colorados («verdes»). Me dispuse a cerrar la sesión cuando, ya ebrio de semanticidad y alcohol, recordé una acepción que siempre me había parecido graciosa. Tecleé la palabra «lobo» en el buscador de la RAE y esperé a que el resultado le diese la razón a mi maltrecha memoria. Ahí estaba: «embriaguez, borrachera». No se me ocurría un mejor final para tan macabra actividad. Con dificultades etílicas apagué el ordenador para salir a la calle y tomar contacto con la verdadera realidad, esa de la que me había despegado durante mi viaje por el diccionario. Maldije a mi madre a la vez que entendía por qué su generación siempre será superior a la nuestra en lo que a imaginación se refiere. De fondo podía escucharse el rumor de la televisión del vecino exprimiendo los cerebros de los espectadores. Cerré la puerta con desprecio.

[Foto: Lupe de la Vallina. - fuente: www.jotdown.es]

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