segunda-feira, 20 de abril de 2015

El español y el paisaje

Escrito por Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín
Las relaciones del español con el paisaje, o, si se prefiere, con la naturaleza, son relativamente recientes. Su nacimiento tuvo dos heraldos que hablaron, uno en prosa y otro en verso, con solo dos años de diferencia. El primero fue Unamuno, que en 1911 publicó «Por tierras de Portugal y de España»; dos años después apareció «Campos de Castilla», de Antonio Machado. Aquel mismo año de 1913, Azorín dedicó a «Campos de Castilla» un ensayo en el que, con fina sensibilidad, se registraba la gran novedad en la manera española de ver el mundo que Machado aportaba. En «El paisaje y la poesía» se pregunta Azorín: «¿Cómo han visto el paisaje español los poetas españoles?». Tras un rápido recorrido por nuestra literatura medieval y moderna, sólo en Garcilaso encuentra un «sentido delicado, agudo del paisaje». Al llegar al romanticismo, Azorín se detiene para observar que «si nos acercáramos a nuestros poetas románticos, acaso viéramos que la naturaleza ha sido por ellos débilmente sentida». En todo caso, la naturaleza no tiene en el romanticismo español el papel que le corresponde en el romanticismo alemán o en el francés. Por último, Azorín se encara con Machado e identifica la novedad que trae consigo. Un poeta del siglo XVI contempla el paisaje y lo describe, pero su espíritu queda fuera del paisaje contemplado. En Machado, «paisaje y sentimientos –modalidad psicológica– son una misma cosa; el poeta se traslada al objeto descripto, y en la manera de describirlo nos da su propio espíritu».
NIETO
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Un siglo después de «Campos de Castilla», puede merecer la pena examinar hasta qué punto esa nueva manera de ver el paisaje se ha extendido entre nuestros compatriotas. Pero quizá antes quiera el lector acompañarme rehaciendo libremente el camino que recorrió Azorín en su glosa escrita al margen del clásico machadiano. Es verdad que Garcilaso es el poeta del Tajo, como Machado lo es del Duero («Cerca del Tajo, en soledad amena/De verdes sauces hay una espesura…»). Pero Góngora sabe también mirar el paisaje. Uno de sus primeros admiradores, el abad de Rute, dijo que las «Soledades» eran como un «lienzo de Flandes», pues en ellas «se ven industriosa y hermosísimamente pintados (…) montes, valles, prados, bosques, mares…». Esa «pintura que habla» aparece ya en la dedicatoria del poema al Duque de Béjar: «Oh tú, que de venablos impedido/Muros de abeto, almenas de diamante/Bates los montes, que de nieve armados/Gigantes de cristal los teme el cielo». Culterana y mitológica, sí, pero al tiempo bella y majestuosa descripción de las montañas nevadas en las sierras salmantinas. Y no puede faltar aquí una mención de Fray Luis de Granada, que describió plantas y animales con precisión de naturalista, la mejor prosa castellana y un amor que a veces parece más franciscano que dominico. Fray Luis va buscando huellas de las perfecciones divinas en la naturaleza, y las encuentra sobre todo en el mundo botánico y zoológico, pero a veces también en el paisaje, como cuando habla de «los ríos con sus riberas entoldadas y ceñidas de arboledas». No están muy lejos los álamos del río que Machado le hacía ver a Leonor.
A nuestros poetas románticos el paisaje les interesa como escenario de efectos dramáticos, muchas veces producidos por la furia de los elementos desencadenados. Además, los paisajes evocados no son propiamente españoles, sino más bien imaginarios, con lo que se adensa el misterio que los rodea. Así habla Bécquer, en uno de los arranques poéticos más inspirados de nuestra literatura: «Olas gigantes, que os rompéis bramando/En las playas desiertas y remotas…». Parecido espíritu anima a Núñez de Arce: «Guarneciendo de una ría/La entrada incierta y angosta/En un peñón de la costa/Que bate el mar noche y día…».
Con ello volvemos a Machado, pero no sin antes citar los dos endecasílabos de García Tassara, tan admirados por Unamuno, y que anuncian el cambio que se va a producir en la visión del paisaje: «¡Cumbres del Guadarrama y de Fuenfría!/ ¡Columnas de la tierra castellana!». Observemos el decisivo cambio en el destinatario del vocativo: Góngora se dirige al Duque de Béjar y luego describe las montañas salmantinas; García Tassara habla directamente a las montañas. La plenitud del paisaje como interlocutor y «alter ego» del poeta llega con Machado: «¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo/La sierra gris y blanca/La sierra de mis tardes madrileñas/Que yo veía en el azul pintada?». No quiere el autor de estas líneas aventurarse muy lejos por los caminos posteriores a Antonio Machado. Baste destacar la genuina vocación paisajística de Gerardo Diego, que aparece, entre otros muchos lugares, en su soneto «Nordeste azul», dedicado a ese viento rey del verano cantábrico, compañero casi siempre del buen tiempo, y al que el poeta santanderino llama «jinete siempre azul de la alegría». Es este verso un luminoso ejemplo de paisaje directamente asociado a un sentimiento, al modo machadiano descrito por Azorín. Por su parte, la prosa catalana ofrece la inagotable capacidad descriptiva de Josep Pla, que, significativamente, dice en uno de sus libros: «El paisatge és l’única cosa que en aquest país no falla mai».
En las cosas del espíritu, el poeta va por delante de sus conciudadanos. Cabe preguntarse si, en lo que hace a la valoración del paisaje, los españoles hemos seguido a Machado. El marco teórico de la cuestión está prácticamente completo en un artículo de Unamuno («El sentimiento de la naturaleza»), que aparece como último capítulo de «Por tierras de Portugal y de España». El paisaje deja de ser un decorado –el «lienzo de Flandes» del abad de Rute– y se convierte en un catalizador, o en un espejo, de los estados de ánimo de quien lo contempla. Como escribió Unamuno, el verdadero sentimiento de la naturaleza se manifiesta en la capacidad de convertir los «estados de conciencia en paisajes y los paisajes en estados de conciencia». Por lo demás, todo paisaje tiene valor espiritual. «Para mí no hay paisaje feo», declara Unamuno, que viene a ser lo mismo que el ya citado pensamiento de Pla: el paisaje no falla nunca.
¿Hemos escuchado los españoles esta buena nueva? Cuando en 1920 publicó Unamuno sus «Andanzas y visiones españolas» dijo en su prólogo que el libro venía a responder a la «demanda de la afición estética» de quienes gustaban del paisaje literario. Sin duda, esa demanda ha seguido creciendo desde entonces, y prueba de ello es, entre otras cosas, el auge que ha alcanzado el turismo rural en España. Pero todavía queda bastante camino que andar. Se diría que la afición a la naturaleza de algunos españoles viene con una restricción importante: si tienen medios de fortuna, se concentra en su finca, y si no los tienen, se limita a su pueblo, que casi todos los españoles tienen pueblo, aunque vivan en la ciudad. Ello hace que muchos no disfruten de los paisajes, ni menos aún los busquen, en sus viajes en coche, que se convierten en un simple desplazamiento, en una carga de la que hay que desembarazarse cuanto antes. Demasiados niños españoles tienen la impresión de que su patria es una larga cinta de asfalto bordeada por gasolineras. Ojalá descubran algún día que hay mil Guadarramas y mil soles, viejos amigos de Machado, que los están esperando. 
Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín es abogado.
[Fuente: www.almendron.com]

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