Cada palabra se corresponde con una idea o es una ayuda gramatical para entender los conceptos; su importancia es grande. Pero nuestra época, que es poco respetuosa con casi todo, también ha despreciado los vocablos y los utiliza «a sentimiento», modificando su significado. No hablo de la ortografía, disciplina cuya existencia ignoran los desventurados discípulos de la Logse, me refiero a la frivolidad con la que, todos, emplean voces que responden a ideas concretas y que ellos menosprecian porque su ignorancia tiene ribetes de enciclopedia.
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Sin embargo, el lenguaje condiciona el pensamiento, como el vehículo que es para trasmitirlo, tanto que puede afirmarse que difícilmente se llega a pensar mejor que se habla. Y condiciona también a las personas y su carácter. No hay más que detenerse a observar el de los cinco pueblos que han configurado Europa, en acertada opinión del historiador Luis Suárez: españoles, franceses, ingleses, italianos y alemanes, citados por el orden en que sus naciones llegaron a constituirse en estados. Los tres primeros alcanzaron, en algún momento, a dominar su mundo y eso les ha revestido de una suficiencia que, como expresa el anglo-hispano Tom Burns Marañón refiriéndose a un británico de principios del XIX, y perfectamente aplicable, uno por uno, a cada súbdito de los tres países, les ha «imbuido de esa aplastante autoestima y de esas complacientes certezas que lucían los ingleses como medallas…». Circunstancia que, en sus respectivas comunidades, califican, con cierta modestia, como orgullo, chovinismo y patriotismo. Los alemanes no consiguieron nunca, al menos políticamente, el dominio europeo, y los italianos son demasiado civilizados para permitirse semejante vulgaridad.
Pero no ha sido el poder sobre Europa, que los ha hecho tan apreciados entre el resto de las nacionalidades, lo que más condicionó su carácter, sino su lenguaje, su modo de expresarse.
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Si comparamos el español, el francés y el inglés con los ciudadanos que han dado a conocer esas lenguas, descubriremos que buena parte de la personalidad de esas poblaciones responde a su manera de hablar. El castellano es una lengua riquísima que posee un vocablo no sólo para designar objetos y usos, sino para nombrar también ideas y conceptos, con gran precisión, una palabra para cada pensamiento. El resultado conforma un idioma muy ajustado, directo, en el que, como dice el refranero: «Al pan, pan, y al vino, vino», sin tergiversaciones. Las vocales son abiertas y se pronuncian marcando su sonido, las consonantes se unen rara vez, viajan siempre separadas por las vocales; esas normas definen un lenguaje rotundo. Quizás por eso los españoles son gente que gusta de las situaciones claras, brusca en ocasiones, y esa nitidez en la expresión refleja la de las ideas y los hace poco dúctiles e incluso orgullosos de su pensar. Es decir, insoportables.
Los franceses, por su parte, poseen, y en su sistema de instrucción enseñan, un idioma muy elaborado, quizás el que lo está más, lo que, sin duda, facilita la plática, los planteamientos concatenados, el método, en definitiva. También el idioma ha condicionado a los galos, que son el pueblo más racional y que al expresarse en una lengua tan construida los hace muy concretos y apegados a lo que les es propio. Es decir, avaros.
La lengua inglesa, que se enorgullece por su extraordinario número de voces, no es demasiado precisa, el número de acepciones es muy elevado en cada una de ellas, lo que facilita enormemente la poesía y el humor (tan próximos ambos), ya que cada palabra puede sugerir multitud de sentimientos y en la sorpresa de tantas evocaciones suscitar las sensaciones que desean suscitar el poeta o el humorista. También esa indefinición ha contribuido a forjar en los británicos personas más tolerantes, individuos que pueden comprender otras posturas, pero cuya posición resulta frecuentemente confusa. El inglés es un idioma de voces breves y discurso recortado, sintético, condición que lleva a lo práctico y eficaz. Es decir, egoísta.
Los alemanes para expresar una idea necesitan unir varias palabras que, todas juntas, consiguen su propósito, pero que obligan a un lento desarrollo del discurso, pues hasta que no se completa la última no puede conocerse la idea completa. No es extraño que el pueblo germano sea dado a la reflexión, nada intuitivo, gustoso de procesos meditados. Es decir, pelmazo. Los italianos forman un país solamente igual a sí mismo, porque su idioma, muy cercano al latín, ha estructurado ordenadamente sus mentes, con una gramática pulida, con la belleza del verbo ordenando sus vidas y su habla, y condenándolos a ser artistas, que es el fruto del espíritu. Todo ello anticipándose mil años a los otros europeos. Es decir, etéreos.
Rematada la comparación, me surge la duda: ¿la palabra condiciona el carácter, o quizás el carácter condiciona la palabra?
Marqués de Laserna, correspondiente de la Real Academia de la Historia.
[Fuente: www.almendron.com]
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