Por Leticia Martin
Sería sencillo leer lo nuevo como bueno y punto. Creer que toda idea que escribimos es siempre mejor que la anterior y que lo mismo le sucede a cada uno de nuestros contemporáneos. También sería cómodo confiar en el progreso indefinido de la sociedad, lo que a la vez evitaría que termináramos cayendo en ideas apocalípticas. Pero la duda siempre estuvo y estará. ¿Progresamos? ¿Progresa el mundo de las ideas? Puede ser. En apariencia sí lo hacemos. Somos más libres. “Estamos mejor”. Pero el progreso no es lineal y cronológico. En ese sentido -como correlato a estas preguntas- es que me propongo leer el Manifiesto contrasexual, de Beatriz Preciado, sin otorgarle el beneficio de la novedad e intentando entender los términos que propone y el recorrido de sus lecturas previas.
Preciado elige al sexo como objeto de estudio y -tras compararse con Marx- define un nuevo concepto que deja atrás las viejas categorías de “género” o “diferencia sexual”. Su investigación parte -entonces- de la existencia de un dildo, o lo que en castellano rioplatense llamaríamos “cinturonga”. Ahora bien. ¿Qué es conceptualmente el dildo? ¿De qué modo interviene en el despliegue argumentativo de su manifiesto? ¿Qué función cumple?
Una nota al pie, sobre las primeras páginas, explica este concepto no tan básico. “Un dildo no es una polla de plástico, sino que más bien, y pese a las apariencias, una polla es un dildo de carne”. Reescribo la frase para comprenderla mejor. Un dildo no es un juguete sexual sino al revés, una verga es una cinturonga de carne. Hasta acá vamos bien, digamos. El recurso de Preciado es dar vuelta los términos. Entiendo que lo hace apuntando a la idea de representación. René Magritte hizo lo propio y muchos semiólogos lo tomaron para explicar cuestiones similares. “Esto no es una pipa” sino la representación de una pipa. Funciona muy bien cuando nos referimos a lo simbólico. Me pregunto si el juego lingüístico es igualmente efectivo cuando se intenta esgrimir una teoría que remite a un objeto real, a un sujeto real.
Preciado sostiene que la contrasexualidad es el fin de la Naturaleza como orden legitimador, el fin de la diferencia sexual “hombre-mujer” y el nacimiento de un nuevo contrato por fuera de la sociedad heterocentrada. Lo que está en cuestión en su manifiesto no son los sujetos, entonces, sino más bien los cuerpos o, más exactamente, unos “cuerpos hablantes y asexuados”, como ella los define. ¿Por qué seríamos cuerpos y no sujetos hablantes cuya subjetividad se funda en el lenguaje?
Roland Barthes se preguntó alguna vez si era posible sostener un discurso que no aspire a capturar al otro y entonces escribió “me veo obligado a elegir siempre entre masculino y femenino. El neutro y el complejo me están prohibidos”. El lenguaje es -sin dudas- un dispositivo de sujeción. Esa observación es fundamental. Michel Foucault fue más allá del lenguaje, llevó la cuestión a otra escala y describió el modo en que todos los discursos sociales e instituciones fabrican “normalidades” que luego funcionan como formas de disciplinamiento. Pero Foucault reconstruyó genealogías históricas mirando el pasado y nunca resignó la definición del hombre como sujeto, cosa que sí hace Preciado.
Las genealogías foucaultianas no son construcciones históricas como las concebiría un historiador tradicional que pretende dar cuenta del pasado, sino que plantean la necesidad de indagar aquellos hechos que hicieron posibles las configuraciones del presente. Pero además Foucault, como Max Weber, se interesó por cada uno de esos procesos disciplinarios y, gracias al estudio de una microfísica del poder, describió y comprendió el modo en que el poder disciplinario atraviesa los cuerpos y graba normas en las conciencias.
Si bien Preciado toma el término de Foucault, su sociedad contrasexual es bastante más idealista y utópica. En primer lugar porque se trataría de una sociedad que se dedica a la “deconstrucción sistemática de las prácticas sexuales” (lo cual habría que pensar si no sucede únicamente en términos de alguna determinada clase y no de todas) y en segundo lugar porque es una sociedad donde se proclama la equivalencia de todos los cuerpos hablantes. La sociedad contrasexual no tiende a la igualdad de los géneros, ni a su diversidad, sino que persigue, busca, tiende a “la equivalencia de los cuerpos”.
En un fragmento donde se hace referencia al relato de la vida de Jesucristo que escribiera el apóstol San Juan (Capítulo 1: versículo 1: “En el principio existía la palabra, y la palabra estaba con Dios, y la palabra era Dios”), Preciado escribe lo siguiente. “En el principio era el dildo. El dildo antecede al pene. Es el origen del pene”.
El mito del origen es entonces artificioso, tecnológico y suplementario. Algo que nada tiene que ver con la naturaleza. Antes de que existiera el hombre -o el pene- no estaba la palabra que lo configurara y subjetivara sino el dildo como suplemento productor de aquello que “debe completarse”.
Una sociedad contrasexual sería entonces aquella sociedad que lee las huellas del fin del cuerpo -tal como ha sido definido por la modernidad- y estudia sus transformaciones tecnológicas, y el espacio donde el deseo, la excitación y el orgasmo son el resultado de cierta tecnología sexual. Por esta razón, Preciado sostiene que una de las tareas prioritarias de la sociedad contrasexual es el estudio de los instrumentos y aparatos sexuales como de las relaciones que se establecen entre el cuerpo y la máquina.
En la sociedad contrasexual “el sexo es una tecnología de dominación heterosocial que reduce el cuerpo a zonas erógenas en función de una distribución asimétrica del poder”. La diferencia sexual no sería producto de una configuración de la naturaleza y el lenguaje, sino el resultado de una “heteropartición del cuerpo”. Para Beatriz Preciado las expresiones “aparentemente descriptivas” a partir de las cuales se llama “niña” a la niña o “niño” al varón desde el día de su nacimiento, no tienen nada de descriptivas y son, en realidad, “invocaciones performáticas” cargadas históricamente con el poder de investir un cuerpo asexuado como “masculino” o “femenino”.
Finalmente, según este manual, “los órganos sexuales como tales no existen”, sino que son el producto de una tecnología sofisticada.
La pregunta que me hago, frente a esta sociedad aspiracional de cuerpos equivalentes, es de orden práctico. ¿Cómo deberíamos reaccionar frente a la estadística de 30 mujeres al mes muertas a manos de cuerpos provistos de más fuerza y contextura? ¿Siguen siendo equivalentes esos cuerpos si los miramos desde el prisma de la violencia? ¿Cómo deberíamos llamarlos? ¿De qué género serían? ¿Cómo debieran sancionarse las distintas formas de violencia entre esos cuerpos? ¿O lo que es prehistórico es la nueva legislación argentina señalando esas diferencias de género? Supongo que sería bastante agradable vivir en un mundo de equivalentes, como en un mundo de iguales, o en democracias que funcionan con equidad y alternancia pacífica del poder. Pero la realidad exige que la miremos bien de cerca. Que miremos un poco más allá de nuestro dildo.
Cierro con la frase final del prólogo de Fernando Álvarez Uría a La hermenéutica del sujeto de Michel Foucault. “Hemos de promover nuevas formas de subjetividad que se enfrenten y se opongan al tipo de individualidad que nos ha sido impuesta durante muchos siglos”.
[Fuente: www.revistatonica.com]
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