domingo, 27 de abril de 2014

Hacia el pene sin pena


Por María del Mar Obando

Bajo la sombra del deseado me senté y su fruto fue dulce a mi paladar”
Cantar de los Cantares 2:3
Pene es el nombre aburrido con el que se permite, oficialmente, llamar al órgano eréctil que funciona para orinar y para gozar. Aunque los libros escolares insisten en que solo es un aparato reproductor.

Desde niña me fasciné con ellos, no por la envidia que explica Freud, sino por verlos moverse en el cuerpo de mis amiguitos cuando corrían por la playa. Era como un tintineo sin sonido. Gracias al calor, en las costas la desnudez no causa tanto escándalo. Por eso, pude ver penes sin pena desde que recuerdo.

No quería tener uno porque me daba pánico que me lo mordiera un perro y me dejara sin nada entre las piernas. Me parecían simpáticos pero muy frágiles, equivalentes a una tortuguita sin caparazón.

Lejos de la primera infancia y de la playa, no continué viéndolos seguido. Ahora debía conformarme con los juegos de bajarse el pantalón a cambio de subirse la enagua durante los recreos de la escuela. En secreto, por supuesto, con alguien vigilando la proximidad de un adulto que llegara con sus “cochinos”, “eso no se hace”, “eso no se toca”, a matarnos la fiesta de risitas que nos producía observarnos.

El temario de ciencias para sexto grado me acercó a una ilustración donde aparecía el “aparato reproductor masculino” en un corte transversal que señalaba todas sus partes importantes. Sobre su uso, hablamos entre estudiantes:

-        La profe dijo que solo se mete en la vagina, pero no es cierto. Hay gente que también se lo pone en la boca.
-        ¿En la boca? ¿Para qué?
-        Para tomarse los espermatozoides.
-        ¿Por qué?
-        Porque eso hacen las mujeres cuando no se quieren embarazar. Por el estómago no llegan a la vagina.
-        ¿No saben feo?
-        Seguro, porque a veces los escupen.
-        ¿Cómo sabes?
-        Lo vi en una película.


De repente, el pene se volvió objeto de estudio por la información clandestina que ninguna maestra, profesor o persona de la familia nos iba a facilitar sin incomodarse.

Intentaban convencernos de que su servicio consistía en depositar el semen en la vagina para que se gestara un bebé y fin de la historia. Descubrir que alguna gente que se lo llevaba a la boca volvió sospechosa esa única función.

La falta de información generó nuestra deformación. Según las palabras de otros doctos pubertos: “cuando se ponía duro se podía meter en muchos lados: adelante, atrás, restregarlo con una mano, las dos o la mano extraña”.

-¿La mano extraña?
-Sí, uno se sienta un rato en la mano hasta que se le duerma, entonces, cuando se la agarra parece que es otra mano.

Así comenzaron los datos imprecisos por la vergüenza de hablar sobre lo que provoca placer. ¡Jamás! Conversar sobre emociones y sensaciones convertiría a nuestros adolescentes en marquesitos y marquesitas de sade que abandonarían la misa por andar uno encima del otro.

Más tarde, por años de investigación autodidacta, descubrí que pene también es una pasta italiana. Menos divertida de mantener en la boca porque se deshace al momento y hay que tragársela. En cambio, el otro pene, adquiere mejor consistencia al contacto de los labios y la lengua, deshaciéndose hasta que su portador alcance una emoción máxima. Lo más fascinante fue descubrir que dos personas con pene también lo usaban para divertirse entre sí, en la cama o donde fuera, retando a la imaginación oficialista. Precisamente, ellos me dieron cátedra acerca de  cómo saborear un pene como Dios no manda (supuestamente):

Si se encuentra en estado masmelo, la lengua debe ser como una cucharita que lo recoge, lo palpa, lo recorre hasta que la boca lo atrapa para darle mayor firmeza conforme se resbala, presionando con cariño el tronco y con pasión el glande. Degustando, no atragantándose. La instrucción de la calle asume que la felación consiste en penetrar a la boca. No es así, la boca es quien manda. Ella chupa, prueba, se relame con lo que está sintiendo como si fuera un helado de palito tibio. Si le molesta el sabor, mándelo a bañarse. Si no le agrada consumir jabón antibacterial, úntele algo que le estimule el paladar, pero recuerde probar sin masticar.

Cuando ya esté firme, suéltelo un momento. Obsérvelo, detállelo, tienen su arte y ninguno se parece a otro. Incluso, en la misma persona las erecciones lo vuelven diferente. Así se dará cuenta que este órgano al que han llamado verga, pistola, palo, pico, bate, riata, garrote y otros apelativos que lo asocian con el poder de hacer daño, es más inofensivo y emocional de lo que se permite reconocer.

No es automático e irracional por una razón: pertenece a una persona y a su historia de vida. Aunque han intentado convencernos, pensar que actúa sin el consentimiento del que lo porta es un error. Por eso, el sexo oral debería iniciar en la oralidad. Hablando sobre placeres y prejuicios para no limitarse al 1, 2, 3 de los manuales.

Cada ser humano es distinto. Podría decirle que el frenillo, ese musculito que une al prepucio con el glande, es altamente sensible a la fricción de la boca o al movimiento circular de la lengua. Que cuando la erección está en su punto máximo, deslizar la lengua con delicadeza por el agujerito de la uretra puede provocar sensaciones desde ese punto hasta la nuca. Que golpear levemente el glande contra el paladar suave, mientras se produce un movimiento de viene y va, les cierra inmediatamente los ojos o que puede auscultar espacios donde la heterosexualidad masculina se pone nerviosa (por miedo a no ser lo suficiente “hombre” que la heteronormalidad le indica) porque algunos se niegan pero ninguno se arrepiente. Puede que funcione, puede que no.

Hay tantas prácticas como personas y hemos avanzado mucho desde que Leonardo Da Vinci descubrió que los penes se levantaban al llenarse de sangre y no de aire, como se pensaba en su época. Deducción realizada al cortar el pene erecto de un cadáver que, en lugar de desinflarse, sangró. Aunque esta revelación no figura entre sus actos ya que él mismo la ocultó por miedo.


Cinco siglos después deberían ser suficientes para vencer la vergüenza y evitar que el silencio nos haga retroceder.

[Foto: Hikaru Cho © - fuente: www.revistapaquidermo.com]

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