Por Adolfo García-Ortega
El consejo que Diderot da a los actores es el siguiente: “No expliques nada si quieres que se te entienda”. Todo lo que ha de transmitir, el actor ha de llevarlo incorporado en su sola presencia, en la dicción de la voz, en la mirada, en su silencio, sus pasos, su inmovilidad, en un aura que solo puedo definir como ‘atracción’. Un actor ha de atraer, en el sentido de capturar la atención en su totalidad y hasta la sumisión. El espectador ha de estar sometido a él, poseído por él, y sin que el actor deba explicar nada: basta con estar.
Pienso en ese ‘estar inexplicado’ mientras sigo recreando en mi cabeza la impresionante actuación de un actor extraordinario: Toni Servillo. Es el protagonista absoluto de la obra maestra de Paolo Sorrentino ‘La gran belleza’, película maravillosa que solo es comparable a sí misma. Y a la maravilla contribuye en mucho el papel de Servillo, convertido ya para siempre en ese Jep Gambardella que pasará a la historia del cine. La voz nasal y precipitada de Servillo, que encadena las sílabas tan dejadamente que enfatiza la monotonía; la estatuaria delicuescencia de su rostro; la verticalidad de su caminar lento; la expresión cansada e irónica, oblicua; la mirada fría en unos ojos que delatan astucia, todo eso con lo que Toni Servillo ha sabido dotar al personaje de Jep Gambardella nos lo hace un arquetipo único y contemporáneo. Ese cronista de la vanidad, impostor de la ligereza, amante de lo mundano, bordeador de la ternura, rey de la vacuidad y señor del instante que es Gambardella, se dota con Servillo de melancolía, ambición, falta de escrúpulos, indolencia, frivolidad y elegancia heroica. Todos los matices universales pero concretos que ya en otras películas como ‘Il Divo’ o ‘Gomorra’ Servillo estuvo explorando. Es un actor magnético que transmite como nadie la imagen del hombre desgastado, testigo amoral que huye hacia delante, ya sea interpretando a Giulio Andreotti o a un mafioso de tercera napolitano.
Se ha comparado ‘La gran belleza’ con ‘La dolce vita’. Sorrentino homenajea a Fellini reconociéndolo como de la misma estirpe. Porque, siendo distintas, ambas películas son iguales: ambas guardan en su interior el as en la manga de lo portentoso. Ese portento que capta Gambardella ante una jirafa o ante la bellísima escena de los flamencos. Las dos son el mismo retrato de un mundo inane y contemporáneo, un parnaso mundano inmerso en la banalidad: la de la decadencia de los excesos, la del hechizo de la felicidad. Y para decadencias, nada mejor que Roma, la ciudad que ha sabido hacerse profesional de los imperios decadentes. Y de las sofisticaciones. ‘La gran belleza’ es Roma, y Jep Gambardella su último, inmenso emperador.
[Fuente: www.clubcultura.com]
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