Por Marta González Villarejo
El mes pasado fue el cumpleaños de mi amigo Dani. Cumplió tres. Dani
es un niño rubio y lindo con una gran capacidad para aprender palabras y
sobre todo, para usarlas en frases largas y subordinadas. Su padre
también es mi amigo, y a él también le gusta aprender palabras. A veces,
cuando estoy con él, con el padre, dejo sutilmente en la conversación
palabras como si fueran pequeñas bombas de un videojuego. Sigilosamente.
Al momento estallan, y él las memoriza. Y creo que esa es la técnica
que sigue también con su hijo, lo que les lleva a tener una relación muy
peculiar y muy verbalmente fluida. Un día me dijo muy orgulloso que le
había enseñado las palabras alcorque y bolardo.
Dos palabras que posiblemente yo había detonado antes en alguna
ocasión. El caso es que Dani ya podía entender un plano de urbanización
de una calle. Prácticamente.
Luego Dani aprendió las formas. Una tarde, jugando a rescatar
animales, me sorprendió reconociendo la elipse y el rombo de las
cerraduras de las jaulas. Con la primera, y aprendiendo a hallar los
focos, ya podía matricularlo en primero de carrera o animarlo a
proyectar la plaza de San Pedro de Roma. Con el segundo, podríamos decorar altas torres almohademente, combinándolos en un Sebka.
El otro día en su fiesta, estuvimos construyendo un poco con el Lego. Salvando las distancias con Nathan Sawaya y su exposición The art of brick,
nos pusimos mano a mano. Él se dejaba llevar por la verticalidad y yo
por la horizontalidad. No tanto preocupado por la densidad de vivienda,
entiendo, sino cegado por las construcciones megalíticas, históricas,
robustas. Fue construyendo con grandes sillares, uno encima de otro,
hasta alzar una torre. No los colocaba haciendo el contorno, como yo
hacía con el Exin castillos, sino compacto, denso,
lleno. Una torre que levantó como un trofeo de Nadal cuando la terminó.
Me faltó explicarle lo de coronarla con un árbol. Simultáneamente, yo
apostaba por la horizontalidad. Ya sé, casas exentas, modernas, algo
burguesas, con mucho forjado muy marcado… Empecé mi construcción con las
piezas planas tipo suelo, y luego añadí muchas piezas pequeñas y un
árbol.
Como en la vida misma, las construcciones simultáneas trajeron conflictos de intereses y tras un dámelo que es mío por su parte, mi construcción quedó paralizada a falta de material. La negociación acabó con un pues no juego más
por mi parte, y a los pocos minutos me dio las piezas y me buscó el
árbol que entendió que necesitaba poner a la entrada de mi casa. En mi
mente era algo parecido a la Casa Farnsworth con alguno vicios más adquiridos de tanto leer el Croquis
y con los agravantes de piezas para niños menores de cuatro. Esto es
minimalismo, Dani, le dije. Le expliqué casi en planta: aquí está la
casa y aquí, junto al árbol, puedes aparcar el coche. Me escuchaba.
Buscó un coche —de otro juego—, y lo pusimos. Le di a elegir el toque
final: ¿quieres el coche al aire libre o le hacemos un voladizo
que lo tape? Meditó un segundo, con su pelo alborotado como el de un
genio que crea y me dijo: con voladizo. Utilizamos otra pieza de las de
suelo para poner el voladizo y fue a enseñarle la casa minimalista a su
padre. Mira papá, con voladizo.
El Lego era un viejo conocido. Lo dejamos aparcado por un rato y pasamos
a investigar el regalo que le llevábamos. Construcción sí, pero a otro
nivel. Piezas metálicas curvas que se combinan y unen entre ellas
gracias a rótulas imantadas. Rótulas. Permiten movimiento.
Impresionante. Cuando ya me iba, lo dejé tratando de mezclar las dos
construcciones, la de Lego y la de rótulas imantadas. En un rato pasó de
construcciones con sillares y muros gordos —demasiado gordos tal vez—, a
ser minimalista. Y ahora, además, lo estaba mezclando con nuevas
tendencias. Ya estaba listo para la arquitectura efímera, textil, para
las cubiertas escultóricas de Le Corbusier o incluso para montarle a mi amigo, su padre, un Gugghenheim en el salón. Detoné.
[Fuente: librodenotas.com/realidadacotada]
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