Una de las principales razones por la que tener descendencia no me parece una buena idea es que estaría preocupado las 24 horas del día.
No podría adoptar un término medio: o controlaría todos los factores
relacionados con mi vástago, o sencillamente no controlaría ninguno,
encomendándome al azar. O mantendría a mis hijos encerrados en una
enorme casa sin conexión al mundo exterior, sólo recibiendo los inputs que yo considerara oportunos, como en Canino;
o no tendría ninguna conversación digna con mi hijo hasta que cumpliera
los veinte años y empezara a ser una persona medianamente interesante,
como el doctor Jones con Indiana Jones en La última cruzada.
De hecho, por qué no, podría tener cientos de hijos, todos encerrados
en habitaciones aisladas entre sí en un castillo tenebroso en los
Cárpatos. Cada habitación dispondría de los mismos estímulos, pero cada
una de ellas recibiría una pequeña modificación (en una aprenderían a
leer antes que en la otra, en una sería paternalista y en la otra un
poco más distante, etc.), y finalmente, tras un par de décadas, pasaría
habitación por habitación, eliminando todas las copias de mí mismo que
no considerara adecuadas, y sólo me quedaría con el hijo perfectamente diseñado en la alquimia genética y ambiental. Bueno, no, es broma, pero lo digo así para que entendáis que sería el típico padre hipocondríaco.
Es lo que llaman “padres helicóptero”, padres que sobreprotegen a sus
hijos hasta límites que incluyen videovigilancia por Internet en
dormitorios, y entonces estos niños acaban por no sentirse seguros ante nada.
Padres incapaces de razonar que la vida entraña un riesgo, y que una
vida sin riesgos probablemente también es una vida que no merece ser
vivida: si el niño nunca abandonara una habitación acolchadas tendría
menos probabilidades de morir, pero a efectos prácticos ya estaría
muerto.
O como señala Ken Jennings: existe una probabilidad
del 0,95 por ciento de que un niño que va en bicicleta al colegio sufra
un accidente, en efecto, pero una probabilidad del 95 por ciento de que
un niño al que no se le permite ir en bicicleta a la escuela se
convierta en una persona más dubitativa, conformista, perezosa y/o
desgraciada, porque ir al colegio en bicicleta es genial. Algo semejante a lo que ocurrió tras el atentado de las Torres Gemelas:
murieron muchas más personas de forma colateral que en el atentado en
sí, porque, al parecer, la gente empezó a desarrollar tal miedo a volar
en avión que usó mucho más el coche, y esas horas extra en coche
provocaron un mayor porcentaje de accidentes mortales. Más que si la
gente hubiera continuado viajando en avión. Más que en el propio
desplome de las Torres Gemelas.
En este Manual para padres quisquillosos, el genial Ken Kennings
no aspira a que evaluemos de nuevo los riesgos reales que entrañan las
actividades cotidianas, que evitemos que el árbol nos impida ver el
bosque. Ni siquiera aborda el problema psicológico subyacente de los
padres sobreprotectores. Sencillamente enumera una larga lista de miedos, consejos y rituales que los padres inculcan a sus hijos
y, tras un escrutinio científico, nos desvela si son ciertos o
infundados. Lo cual tampoco está nada mal, porque, francamente,
convencer a un padre sobreprotector de que está siendo sobreprotector es
una tarea titánica Con el libro de Jennings, al menos, podemos empezar
por demostrarle con evidencias que algunos de sus miedos se basan en
ideas tradicionalmente erróneas.
Y es que Jennings, en el fondo, sólo ha recopilado una serie de
preguntas y respuestas curiosas que están relacionadas temáticamente con
las típicas letanías paternofiliales. Manual para padres quisquillosos,
en realidad, se puede leer como un libro de divulgación científica, y
por lo tanto no es imprescindible, como es mi caso, tener hijos para
disfrutarlo.
El centenar de píldoras de sabiduría paterna están convenientemente
analizadas. En la mayoría de casos, el veredicto es inequívoco, tanto
para rechazarlas como falsas como para corroborarlas como verdaderas.
Sin embargo, hay casos en la que respuesta no es blanco o negro, sino gris, y depende de muchos factores.
Pero Jennings se ha preocupado de evitar cuestiones para los que la
ciencia, a pesar de lo que informen algunos científicos en los medios de
comunicación, no dispone de suficiente evidencia, como si los niños
deben dormir con los padres o solos en su habitación.
Además, Jennings, que ya me había cautivado con su anterior libro, el popular Un mapa en la cabeza (del que en su día ya advertí que se había adelantado unos meses a la publicación de mi libro de temática similar), explica aquí todas las cuestiones en un tono en el que caben los guiños y las bromas continuas,
lo cual convierte la lectura de este libro de curiosidades temáticas
(sobre todo de índole médica) en todo un divertimento. Y sin duda,
servirá a muchos para callar algunas bocas de padres histéricos en la
próxima reunión de amigos. Mientras… voy a ir mirándome un terrenito en
los Cárpatos…
Editorial Ariel
Colección Claves
272 páginas
ISBN: 978-84-344-0625-4
[Fuente: www.papelenblanco.com]
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