Guy Deutscher es un
lingüista israelí nacido en Tel Aviv en 1969. Antiguo miembro del Saint
John’s College de la Universidad de Cambridge y del Departamento de
Lenguas Antiguas del Próximo Oriente de la Universidad de Leiden
(Holanda), en la actualidad ostenta un puesto de investigador honorario
en la Universidad de Manchester. Antes de publicar El prisma del lenguaje, Deutscher debía su popularidad a The Unfolding of Language,
libro en que describe la génesis y evolución de las lenguas y que
empieza con la siguiente joya: «El lenguaje es el mayor invento de la
humanidad salvo, por supuesto, que nunca fue inventado». Se trata de un
divulgador dotado de una afilada ironía e inteligencia que no tiene
empacho en admitir sonados resbalones en su especialidad. El prisma del lenguaje
no oculta la relativa frecuencia con que amplios sectores del gremio se
han rendido, a lo largo del tiempo, tanto a los prejuicios de su
disciplina como a la ley del péndulo: de un falso postulado aceptado por
la generalidad de la profesión se puede saltar al postulado opuesto,
tan inexacto como el primero.
¿Es la lengua producto de la naturaleza o de cada cultura? ¿Hasta qué punto una lengua expresa de forma particular una summa
de conceptos universales? ¿Y si, por el contrario, tales conceptos
dependieran del acervo del idioma, significaría esto que el conjunto de
nuestro pensamiento se rige por la lengua materna y que conceptos
transparentes para unas sociedades resultan opacos para otras? De estos y
otros capítulos de la lingüística se ocupa El prisma del lenguaje de Guy Deutscher.
El libro se abre con un espléndido
prólogo en el que el autor desmiente una sucesión de falsedades
recurrentes en la literatura popular. Un conocido tópico, por ejemplo,
sostiene que la gramática alemana es particularmente propicia a la
metafísica, afirmación que ningún lingüista ha conseguido, ni
probablemente se ha propuesto, demostrar. Según otra falsa aseveración,
las tribus tropicales son tan holgazanas que han prescindido de la
mayoría de consonantes, creencia que podría parecer sensata si no fuera
por la lengua danesa, que ha eliminado de su fonética más consonantes
que cualquier indolente tribu tropical. Para combatir estas
fábulas los lingüistas disponen de un eficiente mecanismo de
perspectiva: el estudio comparativo de las seis mil lenguas que se
hablan en el mundo, la mitad de las cuales se encuentra en peligro de
extinción.
Hasta el siglo XIX, nadie había imaginado que las lenguas exóticas fueran dignas de consideración. Esta creencia cambió cuando Wilhelm von Humboldt
visitó, a principios del siglo XIX, el País Vasco y se quedó asombrado
de su lengua, radicalmente distinta a cuanto había oído antes.
Descubierto el idioma vasco, amplió su curiosidad a otras gramáticas
remotas, para lo cual aprovechó su nombramiento como representante
prusiano ante la Santa Sede en Roma. En su puesto diplomático, von
Humboldt conoció de primera mano las descripciones que numerosos
misioneros habían dejado por escrito de las lenguas que hablaban las
tribus a las que se proponían evangelizar. La principal ayuda en este
cometido se la prestó el jesuita español Lorenzo Hervás y Panduro, uno de los escasos expertos que había tomado en serio tales estudios y que a la sazón era bibliotecario del papa Pío VII.
Con el objeto de subrayar la importancia de dicho tesoro lingüístico,
Deutscher imagina las sesgadas conclusiones que un gastrónomo podría
deducir sobre la «cocina universal» si se limitara a viajar por Europa
Occidental. En un principio, el estudioso podría sorprenderse de las
diferencias que existen entre los distintos países. Pero si no se
aventurase a regiones remotas, nunca se apercibiría de «que tales
diferencias intraeuropeas son en última instancia variaciones menores de
la misma cultura culinaria». Otro tanto cabe decir de las lenguas, cuyo
estudio universal no puede restringirse a varias decenas de idiomas
circunscritas en una misma área geográfica.
Después de tales prolegómenos, la
primera parte del libro expone uno de los dilemas centrales de la
lingüística: ¿en rigor, la lengua refleja las leyes de la naturaleza o
solo es producto de cada cultura? Para responder, Deutscher se detiene
en el lenguaje de los colores, terreno en que —en sus propias palabras—
la cultura suele disfrazarse de naturaleza con mayor éxito. Los humanos
llamamos azul a un cierto segmento de longitudes de onda porque así
parece determinarlo la naturaleza. Pero la realidad es más sutil. Los
colores forman una continuidad: el azul no se convierte al verde en un
determinado punto del espectro, sino que gradualmente se confunde con
él. Así, el salto conceptual del verde al azul no viene determinado por
las propiedades físicas de las ondas sino por nuestro código perceptivo.
Hay culturas, como los mayas tzeltal de México, que poseen un solo
nombre para el verde y el azul. Cuando se le muestra un círculo azul al
lado de otro verde, un tzeltal ve el mismo color. Esto no significa que
no distinga ambos matices, sino que considera que pertenecen a la misma
categoría semántica. La prueba de que los tzeltal distinguen físicamente
ambos tonos es simple: cuando al lado de los círculos originales se
dispone un cuadrado cuyo color coincide con el de uno de ellos, el
tzeltal señala sin dificultad el círculo correspondiente al color del
cuadrado.
Para nuestros ojos puede resultar absurdo confundir
el azul con el verde, pero, como queda dicho, los colores no son
universales. La lengua rusa incluye dos términos para designar el azul
claro y el azul oscuro, goluboy y siniy
respectivamente, de modo que para un nativo ruso representan tonalidades
distintas. Si se le muestran dos círculos, uno azul claro y otro azul
oscuro, un hispanohablante podrá distinguirlos, pero aun así los
calificará como un solo color, extremo inexacto para un ruso: él percibe
dos categorías separadas, goluboy y el siniy. Esta
diferencia en la codificación lingüística se traduce en la práctica en
pautas cognitivas distintas, como se ha demostrado a través de
ingeniosos experimentos que se anotan más adelante.
La naturaleza cultural de
nuestra percepción cromática explica, además, la relativa dificultad con
que los niños aprenden a nombrar los colores, ejercicio que requiere un
esfuerzo mayor que la simple memorización del nombre de un
objeto (por ejemplo, un chupete). Cuando se le enseña a un niño un
color, es decir, a distinguirlo de otros, en verdad está aprendiendo a
clasificar en familias distintas longitudes de onda, algo que no es ni
mucho menos trivial y que requiere una considerable práctica, incluso
para la enorme plasticidad intelectual de un niño de dos años.
De esta forma, si bien tradicionalmente
se consideró que la división de colores es un fenómeno natural, hubo un
punto en que, como hemos visto, los lingüistas se apercibieron de que no
era idéntica en todas las culturas: el pistoletazo de salida lo dio, a
mediados del siglo XIX, el primer ministro inglés William Gladstone en su estudio clásico sobre Homero.
Todas estas consideraciones llevaron a la conclusión de que la
distribución del espectro en distintos colores es en parte cultural, lo
cual a su vez empujó a numerosos especialistas a afirmar —en otra caída
en la ley del péndulo— que la lingüística de los colores responde a
esquemas arbitrarios, como si cada cultura definiera los suyos por
capricho. Esa libertad, como se ha visto, es relativa. Con un
determinado grado de independencia, cada cultura sigue unos códigos
comunes para designar los colores. Por ejemplo, en primer lugar se
acuñan universalmente términos para el blanco y negro, luego para
referirse al rojo, después al amarillo (o verde, según la cultura), a
continuación al verde (o amarillo) y finalmente al azul.
La primera parte del libro se cierra con
un capítulo sobre la complejidad de cada lengua y su relación con el
tamaño de la propia sociedad. Una consigna muy repetida a lo largo del
siglo XX afirma que todas las gramáticas presentan la misma complejidad,
principio falso cuando se comparan conforme parámetros objetivos. De
este modo, si bien es materialmente imposible dar una medida general de
la dificultad de una lengua, sí se pueden determinar ciertos aspectos de
su complejidad, como la morfología (o estructura interna de las palabras), disciplina en la que las lenguas primitivas suelen presentar una mayor complejidad, por motivos que Deutscher explica con admirable elocuencia.
También pueden determinarse las
posibilidades del idioma para la subordinación o hipotaxis, terreno en
el que, contrariamente al anterior, el predominio corresponde a las
lenguas de culturas más desarrolladas (el desarrollo de una sociedad se
puede medir, de forma simple, computando su número de hablantes). Puesto
que en las grandes civilizaciones la comunicación con desconocidos es
más frecuente que en las culturas tribales, esas civilizaciones abundan
menos en sobreentendidos. Dicho de otra forma, la cantidad de
información que debe precisarse en una conversación es en general mayor
en una cultura desarrollada, puesto que en este contexto es frecuente
comunicarse con extraños que no comparten nuestros meandros expresivos.
Esta necesidad de matizar la información se resuelve de forma simple
mediante mecanismos sintácticos de subordinación, razón por la cual,
como se ha dicho, las lenguas de las sociedades más desarrolladas suelen
prestarse mejor a la hipotaxis. Existe, por último, una posible tercera
magnitud de la complejidad de un idioma, su número de fonemas, para el
cual, hasta el momento, nadie ha podido establecer ningún vínculo con el
propio desarrollo de la sociedad.
La segunda parte del libro, reverso de
la primera, se ocupa de la influencia de la lengua materna en nuestra
percepción subjetiva del mundo. De todos los disparates que han hecho
mella en esta disciplina, el más sonado fue el llamado «relativismo
lingüístico» —equiparado en su paroxismo con la física relativista de Einstein— de Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf, según el cual todo nuestro pensamiento está estrictamente
determinado por nuestra lengua materna, algo que solo es
aproximadamente cierto. Una de las más difundidas ilusiones del
relativismo lingüístico, por ejemplo, es la pretensión de que cuando un
verbo y un objeto se funden en una sola palabra, los hablantes no
entienden la distinción entre acción y cosa. Esto es algo que la propia
lengua española desdice con un ejemplo tan simple como el del verbo
«llover», que omite el sujeto sin que por ello los hispanohablantes
sufran dificultades para distinguir el objeto (las gotas de lluvia) de
la acción misma (su caída por efecto de la gravedad).
Ese importantísimo matiz que Lee Whorf
pasó por alto fue previsto por Von Humboldt a principios del siglo XIX.
Según este, las verdaderas diferencias entre las lenguas no residen en
lo que cada una es capaz de expresar, sino en «el aliento y el estímulo
que ejerce sobre sus hablantes para que estos lo expresen con su propia
fuerza interior». La segunda parte del libro trata de llenar de
contenido este enunciado, que Deutscher plantea en los siguientes
términos: «Las diferencias fundamentales entre las lenguas no se
encuentran en lo que cada una de ellas permite que expresen sus
hablantes —pues en teoría cualquier lengua puede expresar cualquier
cosa—, sino en cuál es la información que cada lengua obliga a expresar a
sus hablantes». A esto Deutscher lo denomina Principio de Boas-Jakobson en honor de los dos especialistas que empezaron a darle contenido: el antropólogo Franz Boas y el lingüista Roman Jakobson.
Para entender el significado de este
principio, Deutscher propone una serie de ejemplos gráficos. El primero
de ellos, tomado del propio Jakobson, es elocuentemente simple. Si
decimos en inglés «I spent yesterday evening with a neighbour», es
decir, «Pasé la tarde de ayer con un vecino/una vecina», el hablante no
tiene por qué especificar el sexo de su interlocutor. En cambio, en
otras lenguas como el español, alemán, francés o ruso, un testigo está
obligado a ello puesto que en estos idiomas los sustantivos poseen
género. Esto no quiere decir que los ingleses no entiendan la diferencia
que supone pasar la tarde con un vecino o una vecina ni que no puedan
expresar esa distinción si les parece oportuno. Lo único que significa
es que, al contrario que un hispanohablante, los ingleses no están
obligados a especificar el sexo cada vez que hablan de su vecino. Dicho
de forma abstracta: que una lengua carezca de una palabra para designar
un concepto no significa que sus hablantes no puedan comprender dicho
concepto. El inglés, en cambio, diferencia el género para los pronombres
personales he o she (él o ella), cosa que no ocurre en
otras lenguas como el turco, finlandés, estonio, húngaro, indonesio o
vietnamita. De este modo, cada vez que un húngaro se refiere a un
individuo mediante un pronombre en tercera persona del singular no está
obligado a especificar su sexo, al contrario que un inglés o un hispano.
A continuación, Deutscher dedica un
revelador capítulo a las diferencias entre las culturas con un sistema
lingüístico de referencia espacial relativo o egocéntrico —que sitúa los
objetos a la izquierda, la derecha, delante o detrás del sujeto que
habla o del interlocutor, como sucede en la mayoría de las lenguas,
incluida la española— y las que toman como referencia los puntos
cardinales, como es el caso de la tribu guugu yimithirr. Estos
aborígenes australianos, que poseen un sentido absoluto de la
orientación, refieren la situación de un objeto geográficamente. Dicen,
tanto si señalan un hecho presente como un recuerdo, el norte, el sur,
el este, oeste, nordeste y así sucesivamente, con independencia de dónde
se encuentra (o encontraba) el sujeto de la acción: delante del objeto,
debajo, detrás, etc. Esta divergencia oral se traduce en la práctica en
diferencias perceptivas espaciales que han sido evidenciadas mediante
ingeniosas pruebas o «trampas cognitivas». Dicho de otra forma, nosotros
y los guugu yimithirr percibimos y recordamos el espacio, y por tanto
cualquier acontecimiento, de forma distinta porque nos referimos a él en
términos verbales distintos.
Hecho esto, Deutscher analiza los
efectos del género gramatical en nuestra percepción cognitiva. El género
no se corresponde en todas las lenguas con una división sexual y puede
representar otras categorías, como sucede con el supyire, lengua
africana de Malí, que dispone de cinco géneros: humanos, cosas grandes,
cosas pequeñas, colectivos y líquidos. Deutscher centra su análisis, con
todo, en los géneros masculino y femenino. En primer término, observa
que la clasificación en géneros no responde a una lógica estricta, pues
solo la arbitrariedad puede determinar que el sol sea masculino y la
luna femenina, géneros que se intercambian si se expresan en alemán. El
libro apunta, no obstante, la posibilidad de que durante la formación de
tales lenguas los géneros respondieran a una determinada lógica. En la
lengua aborigen gurr-goni, por ejemplo, se asigna al aeroplano con el
género reservado a los sustantivos vegetales. El gurr-goni inicialmente
empleó un género de marca para los vegetales. Este género se extendió
más adelante a los objetos de madera, entre ellos las barcas que
fabricaban, y de ahí, en general, a cualquier medio de transporte,
incluidos los aeroplanos cuando aparecieron en el siglo XX. Aunque cada
eslabón de esta cadena es natural, el resultado final resulta
arbitrario. Con todo, es esta falta de coherencia la que puede tener
alguna influencia en nuestra percepción del mundo, pues si existiera una
correspondencia «natural» entre el género y el objeto, el idioma no
podría aportar matices de sentido.
A continuación, Deutscher describe una
serie de experimentos que muestran nuestra propensión a atribuir a los
objetos inanimados propiedades del sexo correspondiente a su género. En
el más gráfico de tales experimentos, se pidió a un conjunto de
voluntarios que colaborase en la preparación de una película de
animación. Los participantes —a quienes se ocultó la verdadera intención
de la prueba, como sucede con frecuencia en este tipo de ensayos, a fin
de no condicionar la respuesta— eran o bien francófonos o bien
hispanohablantes, y debían escoger la voz para un conjunto de objetos
que pretendidamente habían de cobrar vida en el filme. Cada objeto
disponía de dos posibles voces, una masculina y otra femenina. El
resultado confirmó las previsiones: la mayoría de hispanohablantes
seleccionó la voz masculina para el tenedor, mientras que los
francófonos preferían la femenina, puesto que en francés tenedor es
femenino: la fourchette. En el caso de la cama, le lit
en francés, la situación se invirtió. Los hispanohablantes señalaron la
voz femenina y los franceses la masculina. Y así sucesivamente.
La segunda parte del libro culmina con
un conjunto de experimentos en que se muestra que las convenciones
lingüísticas con que designamos los colores afectan nuestra percepción
cromática. Como se ha dicho, el ruso, a diferencia del inglés o
castellano, tiene dos palabras para designar el azul, una para el claro,
goluboy, y otra para el oscuro, siniy, de modo que
para ellos representan categorías distintas. En uno de los experimentos
descritos por Deutscher se demostró que, en términos promediados, un
ruso tarda menos que un angloparlante en distinguir dos tonos azules
próximos si uno de esos tonos representa su goluboy (azul claro) y otro su siniy (azul
oscuro), esto es, si según el idioma ruso se trata de abstracciones
distintas mientras que para el inglés corresponden a un mismo color. Si
los dos tonos azules pertenecen a la misma categoría, el ruso y el
inglés emplean el mismo tiempo en identificarlos.
En otro sofisticado experimento se
demostró que un angloparlante tarda menos en distinguir dos tonos
próximos si esos tonos en vez de representar el mismo color (verde o
azul) traspasan la frontera que divide ambos colores; es decir, si uno
de esos tonos se considera azul y el otro verde. Pero lo más
sorprendente del experimento fue que esa reducción en el tiempo de
reacción es mucho más notable cuando el cambio de color se produce en la
derecha del campo de visión; es decir, cuando esa información se envía
al hemisferio izquierdo, parte del cerebro responsable del lenguaje
(recuérdese que las imágenes que recibe nuestro ojo derecho las procesa
el hemisferio izquierdo y viceversa, puesto que los nervios ópticos se
cruzan antes de alcanzar el cerebro). Posteriormente se demostró,
mediante un escáner cerebral, que cuando se nos pide que distingamos dos
colores que pertenecen claramente a una determinada gama cromática —es
decir, que visiblemente son un rojo o un amarillo y no un desapacible
tono intermedio— se activan las mismas zonas del cerebro utilizadas
para nombrar los colores, así como que esas zonas permanecen inactivas
cuando comparamos colores indeterminados, es decir, tonalidades que no
podríamos clasificar expresamente como verdes o azules, marrones o
amarillos, sino como mezclas cromáticas indefinidas. El lenguaje con que
nombramos, y, por tanto, codificamos los colores, influye en nuestra
percepción óptica, de forma normalmente inapreciable pero empíricamente
mesurable.
El libro se cierra con un soberbio
apéndice sobre la biología de la percepción cromática. En él se nos
informa que la mezcla de colores no tiene lugar en la naturaleza sino en
nuestros órganos oculares. Dicho sucintamente, una onda monocromática
roja superpuesta a una onda monocromática verde —es decir, una luz roja
más una luz verde— solo son eso en el universo físico, la suma de dos ondas, mientras que nosotros somos capaces de verlas como una sola onda, es decir, de convertirlas en una única
onda monocromática amarilla. Esto es así porque la onda monocromática
amarilla excita los dos tipos de células sensibles al color –llamadas
conos– que por separado estimularían las ondas rojas, de un lado, y las
ondas verdes, de otro. Es decir, porque el ojo responde de la misma
forma a una onda monocromática amarilla que a la superposición de una
onda roja y otra verde, aunque en rigor se trate de fenómenos físicos
distintos. Igualmente, Deutscher explica que la inmensa mayoría de
mamíferos solo dispone de dos tipos de conos: unos para los tonos azules
y otros para los verdes. De modo que los primates somos las únicas
especies que disfrutamos de un tercer tipo de célula, sensible a los
tonos amarillos y rojos. La razón es simple: se trata de una estrategia
evolutiva que nuestros antepasados arborícolas adoptaron con el fin de
distinguir fácilmente los frutos maduros en la espesura de la selva, es
decir, con el saludable objeto de alimentarse.
Como broche final, Deutscher describe un
hecho sorprendente: los colores de los objetos, que en verdad difieren
según la luz ambiente, son constantemente ajustados por nuestro aparato
perceptivo. Así, un plátano maduro siempre nos parecerá un plátano
maduro, con independencia de la hora del día, algo que tiene una
evidente función práctica: si el plátano es siempre el mismo nos costará
menos identificarlo en el caos del mundo. Una pista de que esto es así,
es decir, de que los colores de un objeto pueden cambiar
sustancialmente a lo largo del día, nos lo brindan las cámaras
rudimentarias que no corrigen el color y pueden representar un objeto,
según la fuente luminosa, con asombrosas diferencias de tono. Deutscher
describe un fascinante experimento que confirma nuestra capacidad
automática de corrección. Para ello, se pidió a un grupo de voluntarios
que ajustaran los colores de una fotografía en la que aparecían cuatro
puntos amarillos aleatorios hasta verlos grises, ejercicio que
completaron sin problemas. Cuando más tarde los mismos individuos
tuvieron que ajustar los colores para convertir un plátano en un objeto
gris, entonces fracasaron y no detuvieron la corrección hasta darle un
tono inconscientemente azulado. En otras palabras, los voluntarios
fueron más allá del gris antes de que el plátano les pareciera gris,
puesto que cuando era «objetivamente gris» todavía les parecía «un poco
amarillo». Esto es porque sin darse cuenta ajustaban los colores que
veían a lo que sabían que tenían que ver, propiedad perceptiva que
Deutscher expresa en los términos siguientes: «el cerebro puede hacernos
ver un color inexistente si tiene razones para creer, por su
experiencia pasada, que ese color debería estar ahí«. Aquí termina el libro.
Deutscher ha escrito, en suma, un
magnífico tratado que lo mismo puede servir como texto de estudio para
lingüistas que como título divulgativo. La riqueza del libro es tal que,
antes de concluir, el autor se ve en la obligación de resumir, en un
epílogo, el apasionante recorrido del que acaba de hacer partícipe al
lector. Deutscher admite haberse adentrado en terrenos resbaladizos,
dado el rudimentario conocimiento que todavía tenemos de la anatomía del
cerebro. En este punto, compara la labor de los lingüistas actuales con
la de los genetistas de principio del siglo XX, quienes podían percibir
los efectos de la selección genética (rasgos externos heredados
tales como altura, carácter, inteligencia, etc.) sin tener apenas
conocimientos de los mecanismos físicos de la herencia (constitución de
los genes como cadenas de ácido desoxirribonucleico). Hoy los lingüistas
tienen noticia del comportamiento del cerebro en determinadas
condiciones, pero no ven sensu stricto lo que pasa «dentro de él»
sino solo algunas manifestaciones epidérmicas (como les sucedía a los
genetistas hace un siglo), de las cuales pueden inferir, aplicando el
método inductivo, algunos principios empíricos generales. Ahora bien,
solo cuando, a imagen de lo que lograron los genetistas a lo largo de la
segunda mitad del siglo XX, se empiece a desentrañar la verdadera
mecánica del cerebro, estaremos en disposición de convertir la
lingüística en una ciencia sólida, capaz de establecer objetivamente los
principios universales del lenguaje y otras particularidades de la
inteligencia humana. Entre tanto, podemos satisfacer nuestra curiosidad
con esta magnífica obra de divulgación científica.
[Fuente: www.jotdown.es]
Sem comentários:
Enviar um comentário