Santiago: una ciudad configurada en sus letras.
Por Claudia Darrigrandi
¿Cómo se reconoce a Santiago en la literatura chilena? Nuestra
capital se despliega y multiplica, convirtiéndose en un caleidoscopio
que gira a la par y que desenvuelve el oficio de escritores y
escritoras. No hay un Santiago sino muchos: imaginados, narrados,
deseados, poetizados, negados, ensayados, “cronicados”. Y el
caleidoscopio no para de girar al tiempo que la ciudad y la producción
literaria crece. ¿Por dónde comenzar? ¿Por sus calles, plazas y
arquitectura? ¿Por sus habitantes? ¿Por su historia? Imposible resolver
todas estas preguntas. Tampoco sería viable, en unas cuantas líneas,
abordar la representación de Santiago en la literatura chilena de todas
las formas aquí propuestas. Si abro con esas preguntas es porque
considero relevante interrogarse por estas otras: ¿de qué hablamos
cuando hablamos de Santiago? ¿Cuál es el Santiago que busco cuando me
enfrento a un texto literario? Si leo una obra porque me han dicho que
Santiago ocupa un lugar importante, ¿qué espero? ¿Cómo se manifiesta esa
presencia de ciudad?
Leer a Santiago en la literatura chilena es una empresa de largo aliento
y, tomando como punto de partida los inicios del periodo
“independiente”, una primera aproximación estaría no en la obra de
autores y autoras nacionales, sino en sus visitantes. La literatura de
viajes, como por ejemplo, el Diario de su residencia en Chile (1822) de María Graham, el relato de Eduard Poeppig -Un testigo en la alborada de Chile (1826-1829)- y el Viaje a Chile durante la época de la Independencia,
de Samuel Haigh, ejemplifica algunas de las posibilidades para
representar la ciudad: a través de su vida social, a partir de su
entorno geográfico y su desarrollo arquitectónico o por medio de sus
procesos políticos. Sin embargo, aquí destaca la mirada del extranjero
que escribe de su encuentro con una ciudad “otra” y, de este modo, solo
puede ser configurada a través de su contraste con los parámetros de las
ciudades ya conocidas.
Para algunos, la representación de la capital en la literatura nacional comienza con el cuento “El mendigo” (1843), de José Victorino Lastarria, y continúa con la novela Martín Rivas,
de Alberto Blest Gana (1862). En la obra de Lastarria, la ciudad, más
que centro urbano, es un paisaje compuesto por el sonido del río y cuya
observación desata una serie de recuerdos de las peripecias y
desventuras coloniales de un otrora hidalgo que, en la apertura de la
narración, se ha vuelto un “mendigo”. La novela de Blest Gana, por su
parte, sienta las primeras características, de la mano de los cuadros de
costumbres, como “El provinciano en Santiago” (1844) o “El provinciano
renegado” (1845) de José Joaquín Vallejo (Jotabeche), para la formación
de uno de los estereotipos más recurrentes de nuestro país centralizado y
“centralizante”: el provinciano idealista que encarna los valores de la
incipiente y supuesta “verdadera cultural local”, en tensión con
figuras más europeizadas (afrancesadas), asociadas a la pujanza y
naciente modernidad de los centros urbanos latinoamericanos. En este
sentido, en las obras de Blest Gana y Jotabeche se inicia la
construcción de una idiosincrasia urbana y se instalan las bases para
una tipología social de larga trayectoria y que, actualmente, ya se han
convertido en estereotipos. Dentro de la mirada costumbrista, cabría
también señalar un texto poco difundido de Domingo Faustino Sarmiento
sobre la Plaza de Armas. “En la venta de zapatos” (1841), Sarmiento da
cuenta de la importancia de este espacio en la formación de una
conciencia cívica que, al parecer, es inseparable del intercambio
económico. Con ironía y humor, el autor declara este lugar como el más
democrático de la ciudad, pues vendedor y comprador se encuentran en
condiciones iguales, no importando las marcas sociales o étnicas. En
esta literatura, Santiago se constituye como un escenario de la
articulación social postcolonial. En sus tablas se desenvuelven tanto
modos de comportamiento urbano, ejemplos y contraejemplos del actuar
ciudadano, como también se modelan o transgreden los roles de género.
Observar la representación de Santiago en la literatura decimonónica
como un escenario al cual se le atribuye una historia e historias no es,
sin duda, la única forma y la cantidad de maneras que podemos
aproximarnos a su construcción en la producción literaria nacional. La
capital también cobra importancia en tanto es, también, un espacio para
el desarrollo de una cultura urbana en oposición (aunque no siempre tan
así) al mundo rural, a las regiones (“provincias”), tratando de borrar
sus propias características de pueblo o de espíritu provinciano. Y en
este sentido, Santiago se convierte en un modelo. En el deseo de vivir y
experimentar la vida urbana en vías de modernización, en el anhelo de
ser y experimentar una ciudad más pujante e interesante que las
existentes en otras zonas geográficas del país, destacan dos clásicos de
la dramaturgia nacional: Como en Santiago (1875) de Daniel Barros Grez y La Pérgola de las flores (1960) de Isidora Aguirre y Francisco Flores del Campo.
También del siglo XIX, Rosario Orrego ofrece en su novela Alberto el jugador. Novela que parece historia (1860)
una mirada más crítica a la sociedad de la época. En su escena inicial,
la descripción del Santiago nocturno, que se recorta a través de la
escritura de sus calles y arquitectura, contrasta con las dudosas
cualidades de ciertos componentes de su civitas. En la novela
de Orrego, Luisa, una mujer burguesa, como muchas otras protagonistas de
las novelas del siglo XIX, se arriesga a cruzar las fronteras del
espacio doméstico y recorre de noche, semioculta, junto con su
sirvienta, las calles de la urbe, en la búsqueda de Enrique, su marido, a
quien no ve hace tres días. En esa transgresión que significa su
trayecto urbano, Luisa tiene éxito en cuanto logra pasar desapercibida
y no sufre castigo alguno por ese recorrido prohibido. Enrique, por su
parte, vive la ciudad anclado en las casas de juego, representando, de
esta manera, el reverso del ideal ciudadano y del pater familias. Un par de décadas después, también desde el realismo, la fisonomía de la ciudad de Alberto el jugador poco a poco comienza cambiar. El narrador de Un idilio nuevo
(1898) de Luis Orrego Luco, dedica momentos a la descripción de la
capital y de los cambios en su paisaje urbano, dando cuenta de los
incipientes procesos modernizadores.

De este modo, en la producción literaria nacional del siglo XIX y del
cambio de siglo se sentaron las bases del valor simbólico de la ciudad
capital, el cual se compone por una pluralidad de voces y percepciones.
La tensión entre el centro y periferia; las diferencias en la vivencia
de la ciudad entre la oligarquía, la burguesía y los sectores populares,
así como el contraste entre el espacio urbano y el rural fueron los
ejes a partir de los cuales se elaboró una imaginería de la ciudad.
Asimismo, es en ese periodo cuando el entendimiento de Santiago como
espacio de civilización y modernidad cobra más fuerza y responde a un
ideal que también va a ser cuestionado desde la literatura misma.
A partir de El roto y Juana Lucero, el prostíbulo y
el conventillo son los dos espacios de sociabilidad que comienzan a
tener un lugar más notorio en la producción de narrativa chilena. Del
mismo modo, los límites de la ciudad se irán expandiendo hacia el norte y
el sur. Sin perder importancia el centro, a partir de la década del
treinta otros barrios y calles como Independencia, Vivaceta, Recoleta,
la zona del Matadero, Avenida Matta y San Diego hacen su aparición de
forma cada vez más sistemática. De este modo, el Santiago histórico,
como el también de las elites finiseculares, va perdiendo relevancia y
este fenómeno también es presentado por Edwards Bello en La chica del Crillón
(1935). Una niña “venida a menos” intenta no desaparecer del circuito
urbano aristocrático del centro de la ciudad, lo cual constituye una
metáfora del declive de este grupo social como de los espacios citadinos
por ellos visitados. Las novelas de Nicomedes Guzmán (Los hombres oscuros 1939, La sangre y la esperanza 1943), Hijuna (1934) de Carlos Sepúlveda Leyton, la antología de cuentos Barrio Bravo
(1955) de Luis Cornejo Gamboa, por mencionar algunos ejemplos, van a
escribir el conventillo desde adentro. Es decir, a diferencia de Edwards
Bello, que en El roto se apropia de la periferia urbana,
ironizando y emulando la visión de las élites sobre las problemáticas de
la llamada “cuestión social”, algunos miembros de las nuevas
generaciones de escritores completan el mapa de Santiago y escriben
sobre los conventillos sin la mirada turista que el mismo Edwards Bello
revela en el prólogo de su novela.
A mediados del siglo XX la vida nocturna y el hampa urbano también
tienen productores culturales que construyen un imaginario en torno a la
ciudad ilícita. En Chicago chico (1962), de Armando Méndez
Carrasco, la calle San Diego, entre Av. Matta y la Alameda y sus
alrededores, se convierte en el centro de la diversión para quienes no
ser ciudadanos ejemplares es más una opción que una consecuencia de su
entorno socioeconómico: bares, cabarets, clubes de baile y prostíbulos
dan vida a la calle. Haciendo alusión a estos barrios y con una tónica
similar se desenvuelve una de las obras que componen la trilogía
autobiográfica de Alfredo Gómez Morel. En El río(1962), el
Mapocho es el fuerte en el cual, atrincherados contra la ciudad, niños
de la calle se organizan para lograr la sobrevivencia, aunque muchas
veces esta sea de corto de plazo.

La experiencia de la ciudad sitiada, las secuelas de la dictadura y
las transformaciones urbanas, sociales y culturales a raíz de la
imposición del neoliberalismo son tratadas por Nona Fernández en Mapocho (2002) y Av. 10 de julio Huamachuco
(2007). Aunque con grandes diferencias de estilo y enfoque, los cuentos
de Alberto Fuguet, publicados en los noventa, son la escritura de una
juventud urbana postdictatorial proveniente, principalmente, de la zona
oriente de la ciudad (o “el barrio alto”) que se construye a sí misma a
partir de su consumo de cultura pop. Es en esta época también que
Santiago creció como nunca antes había ocurrido y esta expansión se hace
presente en Formas de volver a casa (2011) de Alejandro Zambra. En la novela de Zambra, Maipú se consolida como parte del imaginario urbano capitalino.

En este contexto, y para terminar, la crónica, género híbrido que se
desplaza entre el periodismo y la literatura, se ha convertido en el
espacio privilegiado para la representación de ciudad y la cultura
urbana. Desde Joaquín Edwards Bello (Crónicas reunidas (Tomos I-IV) 2008-2012), Daniel de la Vega (Fechas apuntadas en la pared 1932; Holtz, Melantuche y otros amigos 1932; Confesiones imperdonables 2012), Teófilo Cid (¡Hasta Mapocho no más! 1976) hasta Álvaro Bisama (Postales urbanas 2006), Roberto Merino (Horas perdidas en las calles de Santiago 2000; Todo Santiago. Crónicas de la ciudad 2012), Francisco Mouat (Santiago, pena capital 1992; Guía negra de Santiago 1999; Chilenos de raza 2004, Crónicas ociosas 2005, La vida deshilachada 2008) y Pedro Lemebel (La esquina es mi corazón: crónica urbana 1995; Loco afán: crónicas de sidario 1997; De perlas y cicatrices: crónicas radiales 1998; Zanjón de la aguada 2003; Adiós mariquita linda 2004; Serenata cafiola 2008; Háblame de amores
2012), es posible encontrar una escritura de la experiencia inmediata
de la ciudad, el registro de la vida urbana y los cambios en el paisaje
de la capital. Una lectura de, al menos, algunas de las crónicas
producidas por estos autores ayudaría a resolver algunas de las
preguntas planteadas al inicio. La diversidad de miradas y de estilos
para escribir la ciudad como las perspectivas que adoptan los cronistas ejemplifica la cantidad de Santiagos que se hacen presentes en la
literatura chilena.
[Fuente: www.ojoseco.cl]
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