domingo, 27 de outubro de 2013

Santiago literario

Santiago: una ciudad configurada en sus letras.




Por Claudia Darrigrandi

¿Cómo se reconoce a Santiago en la literatura chilena? Nuestra capital se despliega y multiplica, convirtiéndose en un caleidoscopio que gira a la par y que desenvuelve el oficio de escritores y escritoras. No hay un Santiago sino muchos: imaginados, narrados, deseados, poetizados, negados, ensayados, “cronicados”. Y el caleidoscopio no para de girar al tiempo que la ciudad y la producción literaria crece. ¿Por dónde comenzar? ¿Por sus calles, plazas y arquitectura? ¿Por sus habitantes? ¿Por su historia? Imposible resolver todas estas preguntas. Tampoco sería viable, en unas cuantas líneas, abordar la representación de Santiago en la literatura chilena de todas las formas aquí propuestas. Si abro con esas preguntas es porque considero relevante interrogarse por estas otras: ¿de qué hablamos cuando hablamos de Santiago? ¿Cuál es el Santiago que busco cuando me enfrento a un texto literario? Si leo una obra porque me han dicho que Santiago ocupa un lugar importante, ¿qué espero? ¿Cómo se manifiesta esa presencia de ciudad? 

Leer a Santiago en la literatura chilena es una empresa de largo aliento y, tomando como punto de partida los inicios del periodo “independiente”, una primera aproximación estaría no en la obra de autores y autoras nacionales, sino en sus visitantes. La literatura de viajes, como por ejemplo, el Diario de su residencia en Chile (1822) de María Graham, el relato de Eduard Poeppig -Un testigo en la alborada de Chile (1826-1829)- y el Viaje a Chile durante la época de la Independencia, de Samuel Haigh, ejemplifica algunas de las posibilidades para representar la ciudad: a través de su vida social, a partir de su entorno geográfico y su desarrollo arquitectónico o por medio de sus procesos políticos. Sin embargo, aquí destaca la mirada del extranjero que escribe de su encuentro con una ciudad “otra” y, de este modo, solo puede ser configurada a través de su contraste con los parámetros de las ciudades ya conocidas.

Para algunos, la representación de la capital en la literatura nacional comienza con el cuento “El mendigo” (1843), de José Victorino Lastarria, y continúa con la novela Martín Rivas, de Alberto Blest Gana (1862). En la obra de Lastarria, la ciudad, más que centro urbano, es un paisaje compuesto por el sonido del río y cuya observación desata una serie de recuerdos de las peripecias y desventuras coloniales de un otrora hidalgo que, en la apertura de la narración, se ha vuelto un “mendigo”. La novela de Blest Gana, por su parte, sienta las primeras características, de la mano de los cuadros de costumbres, como “El provinciano en Santiago” (1844) o “El provinciano renegado” (1845) de José Joaquín Vallejo (Jotabeche), para la formación de uno de los estereotipos más recurrentes de nuestro país centralizado y “centralizante”: el provinciano idealista que encarna los valores de la incipiente y supuesta “verdadera cultural local”, en tensión con figuras más europeizadas  (afrancesadas), asociadas a la pujanza y naciente modernidad de los centros urbanos latinoamericanos. En este sentido, en las obras de Blest Gana y Jotabeche se inicia la construcción de una idiosincrasia urbana y se instalan las bases para una tipología social de larga trayectoria y que, actualmente, ya se han convertido en estereotipos. Dentro de la mirada costumbrista, cabría también señalar un texto poco difundido de Domingo Faustino Sarmiento sobre la Plaza de Armas. “En la venta de zapatos” (1841), Sarmiento da cuenta de la importancia de este espacio en la formación de una conciencia cívica que, al parecer, es inseparable del intercambio económico. Con ironía y humor, el autor declara este lugar como el más democrático de la ciudad, pues vendedor y comprador se encuentran en condiciones iguales, no importando las marcas sociales o étnicas. En esta literatura, Santiago se constituye como un escenario de la articulación social postcolonial. En sus tablas se desenvuelven tanto modos de comportamiento urbano, ejemplos y contraejemplos del actuar ciudadano, como también se modelan o transgreden los roles de género. Observar la representación de Santiago en la literatura decimonónica como un escenario al cual se le atribuye una historia e historias no es, sin duda, la única forma y la cantidad de maneras que podemos aproximarnos a su construcción en la producción literaria nacional. La capital también cobra importancia en tanto es, también, un espacio para el desarrollo de una cultura urbana en oposición (aunque no siempre tan así) al mundo rural, a las regiones (“provincias”), tratando de borrar sus propias características de pueblo o de espíritu provinciano. Y en este sentido, Santiago se convierte en un modelo. En el deseo de vivir y experimentar la vida urbana en vías de modernización, en el anhelo de ser y experimentar una ciudad más pujante e interesante que las existentes en otras zonas geográficas del país, destacan dos clásicos de la dramaturgia nacional: Como en Santiago (1875) de Daniel Barros Grez y La Pérgola de las flores (1960) de Isidora Aguirre y Francisco Flores del Campo.

También del siglo XIX, Rosario Orrego ofrece en su novela Alberto el jugador. Novela que parece historia (1860) una mirada más crítica a la sociedad de la época. En su escena inicial, la descripción del Santiago nocturno, que se recorta a través de la escritura de sus calles y arquitectura, contrasta con las dudosas cualidades de ciertos componentes de su civitas. En la novela de Orrego, Luisa, una mujer burguesa, como muchas otras protagonistas de las novelas del siglo XIX, se arriesga a cruzar las fronteras del espacio doméstico y recorre de noche, semioculta, junto con su sirvienta, las calles de la urbe, en la búsqueda de Enrique, su marido, a quien no ve hace tres días. En esa transgresión que significa su trayecto urbano, Luisa tiene éxito  en cuanto  logra pasar desapercibida y no sufre castigo alguno por ese recorrido prohibido. Enrique, por su parte, vive la ciudad anclado en las casas de juego, representando, de esta manera, el reverso del ideal ciudadano y del pater familias. Un par de décadas después, también desde el realismo, la fisonomía de la ciudad de Alberto el jugador poco a poco comienza cambiar. El narrador de Un idilio nuevo (1898) de Luis Orrego Luco, dedica momentos a la descripción de la capital y de los cambios en su paisaje urbano, dando cuenta de los incipientes procesos modernizadores.

A inicios del siglo veinte se publican dos de las novelas más citadas cuando se habla sobre Santiago en la literatura chilena. Juana Lucero (1902) de Augusto D’Halmar y El roto (1920) de Joaquín Edwards Bello destacan por consolidar, en la mirada literaria del espacio urbano, el eje centro/periferia en la representación de la ciudad. En el caso de esta última, fue recurrente, en el año de su publicación, preguntarse si el protagonista era el roto o la ciudad. Si durante gran parte del siglo XIX escribir de Santiago era, en gran medida, escribir de su casco histórico, a partir del cambio de siglo se van literaturizar otras zonas de la ciudad, a medida que ésta va creciendo. Santiago se vuelve entonces más extensa; el límite ya no es la Alameda y el río Mapocho. También se expande un poco más allá del cerro Santa Lucía y la avenida Matucana. En el caso de Juana Lucero, destacan el centro de Santiago, el barrio Yungay (primer barrio creado como tal) y parte de la Chimba. Y a medida que se mapea Santiago, también se va cartografiando su sociedad.  A diferencia de Luisa, Juana Lucero experimenta la condena social al ser vista caminando por las calles del centro. La prostituta de la novela de D’Halmar no pasa percibida y es castigada con el rechazo de quienes comparten las veredas del corazón de la urbe. Esa experiencia de la ciudad desencadena en un cambio de identidad y en la afirmación de su identidad prostibularia. Desde entonces, Juana Lucero será Naná, haciendo eco de la novela de Émile Zola. La obra de Edwards Bello, por su parte, transcurre principalmente en la periferia de  la ciudad, lo que hoy conocemos como el barrio Estación Central, en una zona fronteriza,  y es en su afición a las calles que Esmeraldo (el niño “roto”) descubre que, no tan lejos de donde él habita, está la (verdadera) ciudad. En esta novela se tensionan los discursos modernizadores, al instalar detrás de uno de los grandes hitos de la ciudad moderna, la Estación Central, el barrio “pestilente”, según lo señala el narrador, en el que crece el niño “roto”. Las problemáticas sociales y urbanas planteadas en estas dos novelas, que reflejan el desconcierto de los escritores ante los procesos de modernización del cambio de siglo, contrastan con otras visiones que parecieran remitir a otro tiempo. Cien años después del proceso independentista y a pesar de que unos de los malestares del fin de siglo latinoamericano ponía de manifiesto cada vez más la ausencia de Dios, en Santiago de Chile, el tiempo religioso pautea la cadencia de la ciudad decimonónica, la cual dista considerablemente de la ciudad moderna deseada (y temida) por las burguesías liberales finiseculares. En la novela corta La hora de queda (1918), de Inés Echeverría (Iris), a inicios del siglo veinte, mientras otras jóvenes comenzaban a cortarse el pelo y hacer deporte, tres hermanas “solteronas” viven la ciudad enclaustradas en su casa, a fuerza de “no dar de qué hablar”, mientras las campanadas de la catedral marcan el ritmo de su rutina cotidiana.

De este modo, en la producción literaria nacional del siglo XIX y del cambio de siglo se sentaron las bases del valor simbólico de la ciudad capital, el cual se compone por una pluralidad de voces y percepciones. La tensión entre el centro y periferia; las diferencias en la vivencia de la ciudad entre la oligarquía, la burguesía y los sectores populares, así como el contraste entre el espacio urbano y el rural fueron los ejes a partir de los cuales se elaboró una imaginería de la ciudad. Asimismo, es en ese periodo cuando el entendimiento de Santiago como espacio de civilización y modernidad cobra más fuerza y responde a un ideal que también va a ser cuestionado desde la literatura misma.

A partir de El roto y Juana Lucero, el prostíbulo y el conventillo son los dos espacios de sociabilidad que comienzan a tener un lugar más notorio en la producción de narrativa chilena.  Del mismo modo, los límites de la ciudad se irán expandiendo hacia el norte y el sur. Sin perder importancia el centro, a partir de la década del treinta otros barrios y calles como Independencia, Vivaceta, Recoleta, la zona del Matadero, Avenida Matta y San Diego hacen su aparición de forma cada vez más sistemática.  De este modo, el Santiago histórico, como el también de las elites finiseculares, va perdiendo relevancia y este fenómeno también es presentado por Edwards Bello en La chica del Crillón (1935). Una niña “venida a menos” intenta no desaparecer del circuito urbano aristocrático del centro de la ciudad, lo cual constituye una metáfora del declive de este grupo social como de los espacios citadinos por ellos visitados. Las novelas de Nicomedes Guzmán (Los hombres oscuros 1939, La sangre y la esperanza 1943), Hijuna (1934) de Carlos Sepúlveda Leyton, la antología de cuentos Barrio Bravo (1955) de Luis Cornejo Gamboa, por mencionar algunos ejemplos, van a escribir el conventillo desde adentro. Es decir, a diferencia de Edwards Bello, que en El roto se apropia de la periferia urbana, ironizando y emulando la visión de las élites sobre las problemáticas de la llamada “cuestión social”,  algunos miembros de las nuevas generaciones de escritores completan el mapa de Santiago y escriben sobre los conventillos sin la mirada turista que el mismo Edwards Bello revela en el prólogo de su novela.

A mediados del siglo XX la vida nocturna y el hampa urbano también tienen productores culturales que construyen un imaginario en torno a la ciudad ilícita. En Chicago chico (1962), de Armando Méndez Carrasco, la calle San Diego, entre Av. Matta y la Alameda y sus alrededores, se convierte en el centro de la diversión para quienes no ser ciudadanos ejemplares es más una opción que una consecuencia de su entorno socioeconómico: bares, cabarets, clubes de baile y prostíbulos dan vida a la calle. Haciendo alusión a estos barrios y con una tónica similar se desenvuelve una de las obras que componen la trilogía autobiográfica de Alfredo Gómez Morel. En El río(1962), el Mapocho es el fuerte en el cual, atrincherados contra la ciudad, niños de la calle se organizan para lograr la sobrevivencia, aunque muchas veces esta sea de corto de plazo.

Sabiendo que están quedando fuera muchísimas obras, que de una u otra forma son parte del repertorio que construye el Santiago literario del siglo veinte y otras, que en su argumento han intentado reconstruir su historia desde el acto fundacional, me detengo para pasar a otro momento. Me parece necesario mencionar, en el marco de la historia reciente de nuestro país, la obra poética de Gonzalo Millán y Enrique Lihn. La ciudad (1979) de Millán, se compone, a modo de collage, de una secuencia de imágenes, escenas y emociones que colocan en el centro de la obra la experiencia de la dictadura.  La mirada del poeta es panóptica, toma toda la urbe y la contiene en el proceso de su representación. En cambio, Lihn, en El paseo Ahumada (1983), nos transporta a un lugar puntual, a una de las calles más frecuentadas de la capital (para quienes circulamos por el centro) en los albores de su condición peatonal. Lihn nos retorna al centro histórico de la ciudad, pero esta vez en plena sociedad de masas, dictadura y crisis económica. Vendedores ambulantes, mendigos, empresarios, entre otros personajes urbanos, saturan el paseo, haciendo de él un espectáculo del fracaso de una nueva cara de la modernidad.

La experiencia de la ciudad sitiada, las secuelas de la dictadura y las transformaciones urbanas, sociales y culturales a raíz de la imposición del neoliberalismo son tratadas por Nona Fernández en Mapocho (2002) y Av. 10 de julio Huamachuco (2007). Aunque con grandes diferencias de estilo y enfoque, los cuentos de Alberto Fuguet, publicados en los noventa, son la escritura de una juventud urbana postdictatorial proveniente, principalmente, de la zona oriente de la ciudad (o “el barrio alto”) que se construye a sí misma a partir de su consumo de cultura pop. Es en esta época también que Santiago creció como nunca antes había ocurrido y esta expansión se hace presente en Formas de volver a casa (2011) de Alejandro Zambra. En la novela de Zambra, Maipú se consolida como parte del imaginario urbano capitalino. 

Junto con una representación urbana marcada por la situación política de las décadas de los setenta y ochenta, también es posible encontrar en la literatura reciente sobre Santiago relatos que desde una perspectiva melancólica y consciente de los cambios ocurridos en la urbs y la civitas intentan mantener en la memoria un momento particular de Santiago o reconstruir su historia, sus espacios y lugares (ya sea tanto espacios de cultura popular o espacios europeizados como calles, barrios y personajes). Libros que no necesariamente se inscriben totalmente en lo que suele considerarse literatura, como El Santiago que se fue: apuntes de la memoria de Oreste Plath (1997), Santiago de memoria de Roberto Merino (1998), Santiago, región capital de Chile de Miguel Laborde (2004) y Memorial de Santiago de Alfonso Calderón (1984), serían algunos ejemplos dentro de esta perspectiva. En sus crónicas y estampas, establecen una territorialidad de la ciudad, demarcando límites, instalan una jerarquía de la espacialidad de la ciudad y, al contextualizar sus narraciones, marcan el tiempo histórico que se intenta recuperar. Muchos de los relatos contenidos en estas publicaciones cruzan transversalmente la historia de la ciudad; otros se atienen a temporalidades específicas -por ejemplo, se enmarcan en la colonia o el siglo XIX-.

En este contexto, y para terminar, la crónica, género híbrido que se desplaza entre el periodismo y la literatura, se ha convertido en el espacio privilegiado para la representación de ciudad y la cultura urbana. Desde Joaquín Edwards Bello (Crónicas reunidas (Tomos I-IV) 2008-2012), Daniel de la Vega (Fechas apuntadas en la pared 1932; Holtz, Melantuche y otros amigos 1932; Confesiones imperdonables 2012), Teófilo Cid (¡Hasta Mapocho no más! 1976) hasta Álvaro Bisama (Postales urbanas 2006), Roberto Merino (Horas perdidas en las calles de Santiago 2000; Todo Santiago. Crónicas de la ciudad 2012), Francisco Mouat (Santiago, pena capital 1992; Guía negra de Santiago 1999; Chilenos de raza 2004, Crónicas ociosas 2005, La vida deshilachada 2008) y Pedro Lemebel (La esquina es mi corazón: crónica urbana 1995; Loco afán: crónicas de sidario 1997; De perlas y cicatrices: crónicas radiales 1998; Zanjón de la aguada 2003; Adiós mariquita linda 2004; Serenata cafiola 2008; Háblame de amores 2012), es posible encontrar una escritura de la experiencia inmediata de la ciudad, el registro de la vida urbana y los cambios en el paisaje de la capital. Una lectura de, al menos, algunas de las crónicas producidas por estos autores ayudaría a resolver algunas de las preguntas planteadas al inicio. La diversidad de miradas y de estilos para escribir la ciudad como las perspectivas que adoptan los cronistas ejemplifica la cantidad de Santiagos que se hacen presentes en la literatura chilena. 

[Fuente: www.ojoseco.cl]



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