El célebre historiador afirmó que el mito del pasado dorado es el mito de los pueblos conservadores, y seguramente encontraremos ejemplos de proyectos conservadores anclados en pasados idílicos, pero no nos exige mayor esfuerzo pensar en movimientos ideológicos y escuelas de arte de
vanguardia que tendieron su mirada hacia un pasado dorado.
Por Marcelo Marchese
Es célebre la idea de Marx enunciada en su Dieciocho Brumario: para realizar las tareas que exige el presente los hombres invocan las grandes gestas y se visten con antiguos ropajes, la Revolución Inglesa invocó a Habacuc; la Revolución Francesa a la República Romana.
No sólo se vuelve el rostro a la grandeza del pasado para realizar las nuevas tareas; el pasado viene a alentar e ilustrar las ideas que cambian el presente. El descubrimiento de América, entre sus innumerables consecuencias, generó el pensamiento del Iluminismo. La vida de las comunidades primitivas revolucionó a las cabezas europeas. Nunca un pasado dorado había actuado de forma más brutal y directa, evaporando prejuicios como una gota en una plancha al rojo.
Durante el Renacimiento cada nueva escultura desenterrada era una prueba viviente de una antigüedad sepultada, y los artistas de aquel tiempo, tan sabios en el uso de la pluma como de la espada, supieron inspirarse en aquel pasado luminoso para situar al hombre en un lugar de privilegio y agrietar los muros de la dictadura espiritual de la Iglesia. El nombre re nacimiento explica el fenómeno por sí mismo.
El Romanticismo, acaso el movimiento artístico más determinante de la sensibilidad occidental, alimentó su fuego con la leña del pasado dorado medieval. Ejemplos maravillosos de esa evocación es Gaspar de la Nuit y los Cuentos de Grimm. La historia de estos cuentos, recopilados de la tradición medieval, ilustra lo que venimos diciendo. Contemporáneamente a los Grimm, otros filólogos publicaron los mismos cuentos, pero traducidos al lenguaje erudito sus palabras provocaron el mismo efecto que el discurso de un pelmazo arrogante que pretende seducir a una bella joven dicharachera.
El poder de la obra de los Grimm radicó en respetar aquel lenguaje primitivo. El impresionante interés generado en el público retornó a ellos de la mano de los agentes civilizadores y educadores, que exigieron que morigeraran su lenguaje castrando el aspecto salvaje: que a las hermanas de la Cenicienta no se les amputaran los dedos y talones, que sus medias blancas no fueran teñidas con el rojo de la sangre, que no quedaran ciegas al ser atacadas por los pájaros y que no fuera una madre, si no una madrastra, la que abandonara a Hansel y Gretel en el bosque. Se exigía, por parte de los agentes del progreso, que quitaran todo carácter medieval. Aquellos progresistas ya sabían, de una vez y para siempre, qué era bueno para nuestros niños.
Un ejemplo contundente de un pasado dorado que impulsa el navío del pensamiento revolucionario es la idea del comunismo primitivo para el marxismo, también él resultado del descubrimiento de América, y aquí tenemos otro ejemplo de esa rara mixtura de pasado y presente: pasado y presente conviviendo en un mismo instante en Europa, y presente y futuro conviviendo en un mismo instante en América.
El comunismo primitivo es un argumento sumamente eficiente a la hora de rebatir la peregrina idea que afirma que la propiedad privada y el Estado son inherentes al ser humano, que la propiedad privada y el Estado son su respuesta natural. El hombre vivió cuarenta mil años sin tener la menor noción acerca de ninguna propiedad privada ni Estado. Y si pensamos en otros homo anteriores al sapiens, debemos contar por millones de años. Se necesitaron millones de años para que surgieran las palabras “propiedad privada” y “libertad”, palabras que nacieron con la primera cárcel.
Propiedad privada, Estado, cárcel, alambre de púa: inventos recientes. De alguna manera, en la memoria de la humanidad deben quedar vestigios de aquel comunismo primitivo.
En nuestro país tenemos dos grandes pasados idílicos. Uno es el Uruguay del 30, el pináculo que alcanzamos como país capitalista dependiente. El otro es el pasado bárbaro, el pasado anterior a la domesticación civilizadora de José Pedro Varela, el brazo ideológico del militarismo.
Tenemos testimonios harto elocuentes de aquella sociedad heroica donde la naturaleza superabundante proveía de todo. Los marineros desertaban de los barcos al respirar el aire límpido de la pampa, de igual forma que desertaban los soldados portugueses de la Colonia del Sacramento. Por lo que parece, aquel aire tenía algo que incitaba a la deserción, y montado en un buen pingo no había partida policial que diera alcance al prófugo. Contrariamente, en aquella misma época, un adolescente montevideano que escribiera uno de los libros más asombrosos de la historia de la literatura añoraba la libertad perdida para siempre, recluido en un politécnico de la civilizada Francia.
El ocultamiento del pasado dorado, o un pasado con mayor libertad e intensidad, es un mecanismo de aquellos que nos quieren imponer el progreso a sangre y fuego. Un progreso que seguirá avanzando, convirtiéndonos a todos en unos desgarbados homínidos que nos arrastraremos tristemente por un mundo desértico, pero atiborrado de bloques de cemento.
La noción que tenemos de la Edad Media es la noción que a los nuevos ricos les convino imponer para justificar las virtudes de su sistema. La noción que tenemos del pasado gaucho es la visión que los estancieros, de la mano del militarismo, quisieron imponer para justificar su dominación y robo. La visión que tenemos de las comunidades indígenas, como todo lo que creemos saber acerca del paleolítico, es uno de los mayores disparates que se han ideado en la historia de la humanidad llamada civilizada. Fue una sociedad sumamente abundante. Imaginamos que aquellos pobres tipos vivían en cavernas, tiritando de frío y temiendo morir devorados por algún tigre dientes de sable, y ni por un instante imaginamos una choza cubierta con las mejores pieles, a cuya puerta crepitaba un fuego del que emanaba ese aroma delicioso de la grasa chisporroteante, fuego al que acudía el macho y la hembra, antes y después de satisfacer, con siglos luz de distancia en intensidad y deleite, “sus más bajos instintos”.
Es peligroso olvidar nuestro pasado dorado, aunque también es peligroso idealizarlo en todo sentido, en ese pasado dorado anidaba algo que se ha resuelto en este presente devastador. Pero supimos mantener cierta armonía, supimos transmitir una sabiduría por milenios: hay grutas con pinturas rupestres que fueron punto de peregrinación de la humanidad por miles de años. Aquella sabiduría, aquellas respuestas al conflicto entre el instinto y la razón, fueron aniquiladas. El Cristianismo, en su celo civilizador, destruyó toda obra pagana, incluyendo, claro está, las artes, una obvia manifestación demoníaca. El arte, que afecta nuestras sensaciones, es un artilugio del Diablo. Mucho tiempo pasó antes que la Iglesia lo adoptara como un recurso propagandístico.
La naturaleza gusta de plagiarse a sí misma. La elaboración de un pasado dorado como humanidad, ese pasado sin la odiosa división y sufrimiento que genera la propiedad privada, tiene un correlato mucho más cercano en la infancia y la vida intrauterina.
Nuestro sistema de dominación sería imposible sin el olvido de nuestra infancia. Sometemos a nuestros niños a todas las crueldades a que los sometemos porque el sistema logra que olvidemos cómo pensábamos y sentíamos de niños.
Como ha dicho el revolucionario Prévert
“De kilómetro en kilómetro,
de año en año,
viejos de frente estrecha,
señalan a los niños el camino,
con ademán de cemento armado”
Y antes de él, su maestro, el revolucionario Blake
“Niños de la Edad futura
Leyendo esta airada página,
Sabed que en tiempos pasados
¡El Amor, el dulce Amor!, fue tenido por un crimen.
En las Edades de Oro,
Libres del frío invernal,
Un joven y una doncella,
Brillantes a la luz sagrada,
Desnudos se deleitaban bajo los rayos del sol...”
Un revolucionario que así hablo del juicio de los adultos sobre el amor, y así habló de los niños en la escuela civilizadora
“El escolar
Amo despertarme un día de verano
cuando en cada árbol los pájaros trinan,
el cazador, lejos, va soplando el cuerno
y la alondra canta conmigo.
¡Oh, qué dulce compañía!
Pero ir a la escuela un día de verano,
¡Oh!, disipa toda alegría;
bajo un cruel ojo cansado,
pasan el día los niños
en suspiros y pesares.
A veces me siento, amargado,
y disipo muchas horas de ansiedad,
no encuentro deleite ni en mis libros,
ni en la glorieta del saber,
rendido por una llovizna aburrida.
¿Cómo puede el pájaro hecho para el gozo
vivir enjaulado y entonar su canto?
¿Y qué puede un niño, al que el miedo abruma,
si no replegar sus alas tan tiernas
y su primavera joven olvidar?
¡Oh, padres!, si helados están los capullos
y si un vendaval arrancó las flores,
y son despojados los árboles tiernos
de toda su dicha en la primavera,
por el desconsuelo del dolor y el ansia,
¿Cómo habrá el verano de alzarse dichoso,
cómo han de brotar sus frutos,
cómo cosecharemos lo que arrasa el duelo,
cómo bendeciremos el año en sazón,
cuando las ráfagas del invierno asomen?”
A los niños no sólo los castramos con nuestro sucio miedo al sexo, no sólo les replegamos las alas en la escuela, si no que les negamos los cuentos de horror, pues olvidamos cómo nos fascinaban, y les mentimos abiertamente, pues olvidamos cómo nos molestaban todas las mentiras e indirectas. Por esta causa Dostoievski afirmaba que a los niños era preciso decirles todo: TODO, y esta mayúscula no es un agregado nuestro.
El artista que olvida su niñez, que mata a su niño interior, se suicida como hombre y como artista. Por esa causa los poetas románticos y surrealistas le cantaron a la sabiduría del niño, al pasado dorado de la infancia, donde los colores y los aromas se vivían con mayor intensidad, donde todo era posible. No eran poetas que se anclaran en su pasado, eran poetas que luchaban por un presente revolucionario, como Shelley, que repartía volantes en las esquinas, o como Bretón, que la emprendió a puñetazos con un vil crítico en una apacible calle parisina. Eran poetas que gustaban de inclinarse en el aljibe, para verse reflejados en el espejo del agua de la infancia: “Nuestra única patria es la infancia”.
El poeta es poeta porque no conoce fronteras inexistentes entre pasado y presente. No necesita optar entre el conservadurismo y el progreso. ¿Cómo no ser conservadores ante el progresivo deterioro de la naturaleza, de nuestra naturaleza? ¿Cómo no buscar un cambio si sabemos que en aquel pasado anidaba lo que ha traído este presente? Es el mundo del blanco y el negro el que se nos quiere imponer, la fatal dicotomía del número dos. Pero ante este engaño, ante esta claustrofóbica visión de la vida, es el pasado el que nos da las claves para resolver nuestro presente.
En los cuentos de Grimm, al igual que en otras tradiciones milenarias como La Biblia y Las Mil y Una Noches, una serie de números se repiten, como si un sólo pensamiento los hubiera escrito: el tres, el cuatro, el siete, el doce y el cuarenta. Miles de páginas se han escrito sobre el significado de estos números, de cómo el tres significa el cielo y el ciclo de la vida. Cuando en aquellos cuentos encontramos hermanos que heredan un trono, siempre serán tres, y el vencedor será el más pequeño, y si son hermanas, la más hermosa será la más nueva en el tiempo.
El hombre se ha rebelado a esta tiranía del blanco y el negro del yin y el yang, del número dos, la tiranía, también, de optar entre conservadores y progresistas. Los cristianos del medioevo pensaban que el conflicto entre el negro de la penitencia y el blanco de la pureza se resolvía en el rojo de la caridad y el amor. La más nueva en el tiempo, la más bella de las princesas, es la síntesis del conflicto. El sistema nos encierra en un círculo, en una elección entre conservadores y progresistas, entre derecha e izquierda, pero derecha e izquierda no son más que las dos caras de la moneda del sistema. Salir del sistema, destruirlo, si es que podemos hacerlo, exigirá poner en tela de juicio una serie de dogmas que hemos ido elaborando trabajosamente, incluyendo el dogma del tiempo. El pasado no existe, salvo como una herramienta del presente. Cualquier hecho del pasado, por más traumático que sea, actúa en tanto se interpreta, actúa en tanto se incluye en nuestro mundo de respuestas. Toda vuelta sobre ese pasado, transformándolo, reelaborándolo, como cada vez que se lo transmuta en una obra de arte, lo redimensiona, lo transforma. Cada hecho del pasado cambia en nuestro presente. El presente se mueve ampliando un infinito creciente de pasado, pero lo hace transmutándolo infinitamente, y pisando en su andar un futuro que nunca llega, devorado por un presente tan fugaz como eterno.
Tiempo atrás leíamos no sabemos dónde (así juega el presente con el pasado) un diálogo entre un sabio y su discípulo que decía así:
“-Recién me pongo a caminar y estoy muy lejos.
-Aquí el espacio se confunde con el tiempo.”
Tentados estamos de cerrar nuestro ensayo con ese diálogo, pero aún tenemos algo que agregar acerca del tres del presente, el único tiempo que importa, en tanto es el único tiempo que existe, aunque exista tejiendo con los hilos del pasado y el futuro. En este presente que nos urge transformar, acuden a nosotros necesarias tradiciones. Citaremos ahora a un autor que vivió y luchó siglos atrás, y lo haremos, aunque más no sea, para demostrar no sólo la inexistencia del pasado, sino para demostrar la inexistencia de la muerte. Con tu permiso, querido lector, le daremos vida al viejo Novalis, fantasma amoroso que acude a nuestra consciencia para decirnos:
“Cuando ya ni los números ni esquemas
constituyan la clave de los hombres,
y aquéllos que ahora cantan o que besan
posean mucha más ciencia que un sabio;
cuando a una libre vida vaya el mundo
y torne de esa vida hacia sí mismo;
cuando la luz y sombra nuevamente
en claridad auténtica se unan;
y cuando en la poesía y la leyenda
se halle la historia auténtica del mundo,
entonces una mágica palabra
ahuyentará a cualquier falsa criatura".
Marcelo Marchese
Profesor de historia, escritor, librero y editor. Publicó “1996: ocupaciones estudiantiles” y recientemente el libro de ensayos “Pensamiento salvaje”. Uruguay.
[Fuente: www.uypress.net]
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