segunda-feira, 14 de janeiro de 2013

Los peruanos de Estocolmo que detestan a Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa en Estocolmo, en 2010,
durante la ceremonia de entrega de los premios Nobel
Isaac Risco 

Un día antes de que Mario Vargas Llosa recibiera el Nobel de Literatura en Estocolmo conocí en esa misma ciudad a Victoria Salas. Era una mujer delgada y de piel trigueña, de unos 50 años. Victoria estaba casada con Peter Cárdenas Schulte, uno de los ex cabecillas del MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) encarcelado en el Perú por terrorismo, y vivía exiliada en Suecia desde hacía casi 20 años. Había hablado por teléfono con ella esa mañana. Respondió con voz suave y cautelosa, pero aceptó verme cuando le conté qué quería. Me dio la dirección de su casa, explicándome minuciosamente cómo llegar en autobús. El barrio de Lidingö, en las afueras de Estocolmo. Número tal y tal. Tenía que ser muy tarde, le dije, porque tenía mucho que hacer ese jueves. Como toda la semana.

Estaba en Suecia desde el lunes por la entrega de los Nobel. Contactar a Victoria había sido una idea surgida después del ajetreado discurso Nobel de Vargas Llosa en la Academia de las Letras de Estocolmo, en la noche del martes. Primero él había sollozado al hablar de Patricia, su esposa, y yo salí corriendo a dictar la noticia. Tuve incluso que dejar por un momento la sala, porque los ujieres me miraron con mala cara cuando empecé a hablar por teléfono al lado de la puerta. Luego, al final del acto, me escabullí hasta la primera fila y conseguí un par de declaraciones de Álvaro Vargas Llosa. Su padre, como suele ser sólo con su familia, aseguraba atendiendo complacido a los periodistas, el escribidor cariñoso e íntimo. Uno de los colegas que había llegado de Lima lo tuteaba. Un canto de amor a su madre, agregó Álvaro, con voz engolada. Ya no me acerqué al resto de su familia, rodeada de amigos y curiosos, y preferí recoger testimonios de otros invitados. Hablé con un grupo de peruanos. Tres hermanos, dos hombres y una mujer, muy entusiasmados porque habían podido asistir al discurso. Uno de ellos mostraba orgulloso el vaso del que había bebido Vargas Llosa, y que había hurtado para llevárselo como souvenir.

Me los encontré otra vez en el guardarropa, mientras esperaba por el abrigo y la mochila, y salimos juntos de la Academia. Las callejuelas de la Gamla Stan, la ciudad vieja de Estocolmo en la pequeña isla de Stadsholmen, estaban cubiertas de nieve y resultaban un poco resbaladizas cuesta abajo. Yo estaba apuradísimo por eso del tiempo. Había despachado ya la nota del discurso, pero tenía que enviar todavía un reportaje sobre el acto, una nota de color con las anécdotas de la noche.

Les pregunté si conocían un café donde pudiera escribir tranquilo. Aquí mismo, me dijo uno de los hermanos. Era un restaurante en uno de los laterales de la Academia. Estaba un poco lleno y era más o menos todo lo contrario a lo que yo me imaginaba como un lugar para escribir tranquilo, pero como era tarde supuse que las alternativas serían más bien discretas en pleno invierno escandinavo. Entré con ellos, que querían cenar algo, y nos sentamos juntos en una mesa del sótano.

Me disculpé de antemano y me puse a teclear con frenesí. Tac-tac, tac-tac-tac-tac. A pesar del ruido, a veces consigo abstraerme bastante bien de lo que me rodea, cuando tengo que trabajar bajo presión. Y a veces consigo ser también terriblemente descortés. No se incomodaron mucho, por fortuna. Sentados a mi costado, empezaron a hablar de sus cosas mirándome de reojo de vez en cuando, matando el tiempo que querían en realidad pasar hablando conmigo. Supongo que su benevolencia tenía también que ver con la curiosidad que les causaba toda esa situación: la prensa internacional, los periodistas peruanos, Vargas Llosa, el Nobel. Una media hora después había terminado a duras penas un desafortunado texto que tuve que enviar desde el piso de arriba, porque mi módem portátil no tenía cobertura en el sótano. Luego volví a la mesa. Mi sándwich estaba frío y a ellos ya sólo les quedaba algún resto de cerveza en sus vasos. Pero seguían con ganas de hablar.

Habían llegado hacía varios años y estaban bastante bien integrados, con buenos trabajos y estudios en Suecia. Inmigrantes modelo, en resumen, que se habían ganado las entradas para el Discurso Nobel en un sorteo de la embajada. Ya sabía de antes cómo veían ellos el premio de Vargas Llosa, pero cuando menos me lo esperaba mencionaron algo que me llamó la atención: en Estocolmo, dijeron como quien no quiere la cosa, también había peruanos a los que no les alegraba el Nobel. Que detestaban a Vargas Llosa.

Lo que era normal hablando de quien estábamos hablando, pero en mi cabeza se hizo de inmediato la luz. Claro. Súbitamente iluminado, creí recordar que Suecia había sido un destino habitual para los refugiados políticos de los años del terrorismo en el Perú, sobre todo en los 90. Tenía algunas pautas. Historias de exiliados oídas en alguna ocasión durante una conferencia, posiblemente cuando era estudiante en Berlín y buscaba obtener una beca de manutención asistiendo a eventos de fundaciones políticas. Y el documental del cineasta Alejandro Cárdenas sobre su padre que había visto unos años atrás. Empecé con las preguntas a discreción. Quiénes eran. Qué estatus legal tenían. Eran muchos o pocos. Dónde se reunían. Después de varios circunloquios, conseguí que me corroboraran más o menos las sospechas. Igual me animé a mencionarlas al final, explícitamente para despejar las dudas: Sendero Luminoso y el MRTA, ¿no? Un respingo. Hay nombres que no dejan de causar zozobra, aun cuando parecen ya un poco lejanos.

Por desgracia, no sabían darme detalles concretos del restaurante donde solían reunirse. Uno de los hermanos recordaba el nombre antiguo del local, pero tampoco estaba seguro al cien por ciento. Lo único seguro era que había varios de ellos en Estocolmo. Exiliados políticos, ex militantes de la izquierda extremista, simpatizantes de Sendero o el MRTA. Un mezcla de todo eso.

En uno de mis escasos momentos de sosiego en los días previos –cuando no estaba escribiendo, solía andar buscando como loco a alguien que me ofreciera algo que contar–, se me había ocurrido que no estaría mal tener también otra perspectiva para esa cobertura tan centrada en la celebración absoluta del vargasllosismo. Al comienzo era sólo un concepto general y difuso, pretensiones de la mirada crítica en el periodismo y esas cosas. Pero mientras volvía a mi hotel esa noche, esquivando los montículos de nieve acumulados al borde de las aceras, concluí que había dado con el tema ideal. Ya tenía incluso el posible título de mi reportaje: Los peruanos que no se alegran del Nobel de Vargas Llosa. Magnífico para la agencia en la que trabajaba en Madrid. Ya sólo me quedaba encontrar la realidad adecuada. De los dos hermanos me había despedido un poco antes, en la última parada del autobús, porque vivían cerca a mi hotel. La hermana se había marchado al salir del restaurante. A uno de los tres lo cité en mi reportaje de la Academia, y al final les di algunos detalles para que pudieran encontrar el texto con una búsqueda en Google. Espero que al menos cumpliera con sus expectativas.

Temprano por la mañana me sobrevino la siguiente gran idea. ¡Tenía que buscar a la familia de Peter Cárdenas Schulte en Estocolmo! No llevaba conmigo la agenda, pero lo pude solucionar con una llamada a Madrid. Una vez conseguido el número de Alejandro, llamada a Berlín. Sí, era yo. No hablaba desde hacía muchísimo tiempo con él, y a la sorpresa del telefonazo, sin aviso ni e-mails previos como en otras épocas, se sumó que él no tenía mucho tiempo porque estaba trabajando. Quedamos en hablar de nuevo más tarde. Hice cuentas y me entraron las prisas. Era miércoles, si no conseguía contactar a la familia hasta el día siguiente tendría muy poco margen para escribir. Podía publicarlo el sábado, el día que me iba de Estocolmo, como colofón y complemento alternativo a la ceremonia del Nobel del viernes. Ello si me recibían el mismo jueves o a más tardar el viernes, aunque es posible que ese día estuviese hasta el cuello con tareas previas a la ceremonia. Y el jueves tampoco era seguro que dispusiera de tanto tiempo. Y tenía que hablar con más gente. Intentar encontrar el restaurante donde se reunían los exiliados, por ejemplo. Además de contar otras historias, claro.

En la noche pude hablar por fin con Alejandro. Es un cineasta de origen peruano-argentino, con un justificado toque italiano y bastante alemán en el resto. Lo había conocido hacía unos años, cuando escribí un reportaje sobre el documental que rodó sobre su padre biológico y al que conoció en la prisión de la Base Naval del Callao en el Perú, el mentado ex guerrillero emerretista Peter Cárdenas Schulte (una historia muy interesante, digna de ser contada aparte). Después nos hicimos amigos y llegamos incluso en algún momento a fraguar planes para trabajar juntos en algo, con resultados penosos (otra historia, menos digna de ser contada aparte). La madre de Alejandro había conocido a Peter en Argentina cuando ambos eran unos exaltados estudiantes con ideales de izquierda, como tantos otros en esa época, y se había marchado con él al Perú, después de casarse. Lo dejó un año después de que naciera su hijo. Volvió a Argentina, y luego emigró a Italia y Alemania, donde se había criado Alejandro.

Nos pusimos un poco al día. Yo seguía en Madrid, sí, haciendo de periodista y traductor. Le conté lo de Vargas Llosa y la cobertura del Nobel en Estocolmo. Después de asegurarle con voz lánguida que era todo más bien muy estresante, le hablé del reportaje que tenía entre manos y mencioné a la familia de Peter, como lo llamaba él, exiliada en Suecia. Ah, Victoria, me recordó el nombre de la segunda mujer de su padre. Estaría encantado de darme el número, pero antes me advirtió de que Victoria estaba un poco cansada de hablar siempre del mismo tema, es decir, de la militancia de su esposo en el MRTA y los años de la violencia en el Perú. Podía ser que no quisiera verme. Recalqué que sería única y exclusivamente una historia de los peruanos que no se alegraban del Nobel de Vargas Llosa, listo para desplegar al detalle todos mis argumentos.

—Sí, no quieres hablar de Peter, ja, ja –despejó él de inmediato cualquier duda que pudiese quedarme sobre mis dotes persuasivas.

Igual me dio el número. Pero como era tarde, tuve que esperar a la mañana siguiente para hacer la llamada.

El reportaje, desde luego, no salió. Después de que Victoria me invitara a su casa la noche del jueves, me puse a buscar inmediatamente nuevas fuentes para completar la historia. En el centro de prensa del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde solía trabajar esos días, le comenté al mediodía la idea a Luis Garrido, el periodista chileno que me guiaba de maravilla por la jungla sueca desde que estaba en Estocolmo. Luis vivía en Suecia desde los años 70, cuando llegó como exiliado tras el golpe de Pinochet contra Allende. Lo conocí el primer día en la sala de prensa, a través del colega local de mi agencia, y desde entonces me asesoraba casi a la perfección en todo. Me dio un par de teléfonos útiles y me señaló también por ejemplo al traductor sueco de Vargas Llosa, al que entrevisté rápidamente al pie del estrado en una presentación pública en el instituto Cervantes de Estocolmo. Todavía recuerdo las palabras de Peter Landelius: “Un poco de la gloria cae sobre mí también, es como estar cerca de la ducha”, bromeó, orondo. El baño, al menos el de multitudes, no parecía convencer sin embargo mucho a Vargas Llosa en esos momentos, que escapó muy rápido de la sala al terminar la conferencia. Lo vi pasar raudo junto con Patricia por la exposición de fotos sobre su vida que el Cervantes inauguraba en su sede sueca, el momento en el que más cerca lo tuve durante esos días. Estaba afónico por un catarro mal llevado en medio del trajín y las inclemencias del invierno sueco, y hablaba con un hilito de voz, a menudo al borde del quebranto. Los excesos de la semana Nobel, comentó en algún momento, le habían “guillotinado la voz”. Encima, poco después se cayó de una silla durante una sesión de fotos en su hotel.

“Claro, está buena”, me dijo Luis, cuando le comenté la idea del reportaje. Necesitaba que me ayudase a contactar a asilados políticos del MRTA y Sendero Luminoso en Estocolmo, le dije. A partir de entonces mis dudas sobre las premuras del tiempo se fueron convirtiendo en certezas. Luis no parecía conocer muy bien a la comunidad peruana, pero el principal impedimento era la agenda. Vargas Llosa se presentaba por la tarde en la biblioteca de una escuela pública en Rinkeby, un barrio de inmigrantes en la periferia de Estocolmo, y yo tenía en la noche la cena con Victoria Salas. Al día siguiente era la ceremonia de entrega del premio, por la tarde. A Luis se le ocurrió todavía dónde podíamos encontrar a potenciales entrevistados en un último intento, un par de horas después de la ceremonia final del Nobel en la Sala de Conciertos. Yo había vuelto ya de noche a trabajar en el centro de prensa. Terminé de escribir mis últimas crónicas y nos fuimos a un bar de tapas español, un par de calles más allá. Ahí trabajaban peruanos, me aseguró Luis. Y de los que buscábamos.

Eran el encargado y el barman. Luis me presentó y se hizo cargo también de una especie de introducción en el tema. No me quedaba en realidad muy claro si tenían pinta de simpatizantes de Sendero. Por la edad, quizá. Vinieron uno por uno a nuestra mesa, después de que hubiéramos pedido algo de comer. Todo con un aire muy conspirativo. Les expliqué de qué se trataba, esforzándome por que todo pareciera lo más inocuo posible. Escribía sobre Vargas Llosa, ya sabían, y como también era un tipo polémico por su época de político en el Perú… Nada. Sí, no les interesaba mucho, no sentían especial euforia por él. Les daba igual. Lidié un poco más con alguna formulación, intentando sugerir esos nombres que no quería pronunciar de entrada para no espantarlos. En su turno, el encargado me miró después de un rato fijamente a los ojos y anunció por fin algo más suculento:

—Bueno, yo te voy a decir de verdad lo que opino de Vargas Llosa.

Le parecía un presumido, en resumen. Un pituco, un frívolo limeño adinerado que le caía mal. Espere un rato a la declaración política que debía seguir. Nada. Después me atreví incluso a soltar lo de Sendero y el MRTA. Ni le prestó atención. No se acordaba de ningún libro de Vargas Llosa, sólo pensaba que no era un santo porque también debía tener sus historias. ¿De corrupción, de cuando investigaba la matanza de campesinos de Uchuraccay en los 80, por ejemplo? De eso no sabía nada, pero seguro que era como el resto de políticos. Todos tenían sus historias. Todos mienten, pues.

Ya no insiste con lo de Sendero. Si alguna vez había tenido algo que ver, seguro que no me lo iba a contar esa noche. Y también era bastante posible que hubiera emigrado a Suecia simplemente a buscarse la vida. Me dejó todavía entrar a internet un momento en una computadora que tenía en la trastienda, en una esquina detrás de la cocina, y vi en una web local imágenes en vivo de Vargas Llosa en el banquete del Nobel en la Municipalidad de Estocolmo, su último agasajo oficial de la semana. Un último seguimiento, sin mayores consecuencias. Por uno de los periodistas de Lima que había conocido esos días, supe después que todo seguía un estricto protocolo, como era de esperarse de la realeza sueca, y que nadie podía moverse de su sitio durante el banquete. Luego decidí relajarme. Pedimos un par de cervezas más y me gasté una parte de mis viáticos de viaje en invitar a Luis. Al menos, que bastante me había ayudado esos días. Camino al hotel, después de la medianoche, estaba casi resignado a no escribir el reportaje alternativo. Cosas de la realidad.

Pero cuando conocí a Victoria la noche del jueves, todavía tenía esperanzas. Lidingö estaba lejos, más o menos en las antípodas de Rinkeby en el norte de la ciudad, y necesité un buen rato para llegar. Rinkeby había sido una experiencia distinta a los festejos de esos días en el centro de Estocolmo; un barrio marginal, poblado de inmigrantes paquistaníes, árabes y sobre todo somalíes. Vargas Llosa recibió de regalo un libro escrito por los alumnos del colegio y asistió a una presentación escolar en varios idiomas. La biblioteca estaba llena de reporteros y cámaras de televisión, y los profesores nos mantenían una y otra vez a raya, recordándonos que los protagonistas eran los niños. Claro, también nos interesaba hablar con los estudiantes, asegurábamos todos, para después volver a abalanzarnos sobre la comitiva de Vargas Llosa. La otra Suecia, titulé mi artículo, una frase que había utilizado Luis para describir el barrio esa mañana. Me quedé a escribirlo en la misma escuela para cumplir con los plazos de la redacción. Salí cuando ya había oscurecido, para cruzar Estocolmo en metro. Por si no ha quedado claro de antes, subrayo que Estocolmo es una ciudad muy fría en diciembre. Pocas veces había visto yo montañas de nieve al lado de la carretera como las que vi al salir del aeropuerto, en la noche del lunes.

Bajé en la estación de Ropsten y busqué el autobús que me debía llevar a casa de Victoria. No debía ser muy tarde, más o menos las ocho de la noche, pero el viento soplaba con fuerza entre las calles llanas, sin edificios que pudieran protegerme un poco de las ráfagas de aire helado. De Ropsten salían varios autobuses a las urbanizaciones vecinas. Las casetas de las paradas estaban vacías y tuve que ir de una en una buscando el número de mi autobús. Me lamenté varias veces de no haber tomado un taxi. Al final encontré cómo escudarme detrás del cristal de una caseta, y unos 15 minutos después llegaron dos o tres viajeros más. Conocían los horarios, claro. Así evitaban estar a la intemperie. Una mujer me confirmó que mi línea llevaba a donde quería ir, justo antes de que el bus apareciera al final de la avenida.

Era una zona apacible de bloques de apartamentos y calles un tanto enrevesadas, que se extendían en un sinfín de recodos entre los edificios. Desde la ventana del autobús la vista era más idílica, con los arriates cubiertos de una capa blanca de nieve y las aceras anchas, pero yo igual estaba congelado. Por suerte encontré de inmediato el número del edificio. Dije mi nombre en el portero automático y Victoria me indicó que subiera.

—Mucho gusto, hijo –me saludó en la puerta.

Pasamos a la sala y Victoria me presentó a su madre, Estela, que vivía con sus dos hijos y ella en Estocolmo. Me recibieron muy bien, como si fuera alguien enviado especialmente por Alejandro. Ni rastro de las reservas de esa mañana al teléfono. Victoria me preguntó por él, que no las llamaba desde hacía mucho. ¿Cómo estaba? Estela sonreía todo el tiempo, observando silenciosa y con un gesto tierno desde una esquina del sofá. No se detuvieron más de la cuenta en mi introducción sobre los premios Nobel y Vargas Llosa, mi corta visita a Suecia, etcétera. Victoria propuso poco después que pasásemos a la mesa. Vamos a comer algo, hijo.

Me pusieron delante un plato de una maravillosa sopa humeante. Un caldo muy limeño, abundante en trocitos de pollo y fideos finos. Olvidé incluso mis conjeturas urgentes sobre la necesidad de llamar a un taxi para salir de Lidingö. Toda la casa tenía un aire muy peruano; los adornos de cristal distribuidos con esmero en la sala, la decoración del baño con esas fundas bordadas cubriendo pudorosamente la loza de los sanitarios. Así lo recordaba yo de cuando era niño. Después de un rato, Estela se soltó y empezó también a hablar. Había sido representante sindical en los barrios marginales de Lima, antes de salir al exilio detrás de su hija, llevando consigo a sus dos nietos, un niño y una niña muy pequeños entonces. Él, ya en edad universitaria, entró un momento al salón esa noche. Saludó un poco inhibido cuando se lo pidió Victoria, y después se encerró en su habitación a escuchar música.

Hablamos poco de Vargas Llosa. Victoria vaciló por primera vez en esa noche, cuando abordé el tema y pregunté directamente si podía grabar sus palabras. Pero luego no le importó. “Tenemos mucho en común”, resumió sobre el flamante premio Nobel: “ambos salimos al exilio”. La huida de Victoria del Perú había sido rocambolesca, como me contaría más adelante. Después comentó que no quería leer ni celebrar a Vargas Llosa, porque no quería participar de todo aquello. Ya lo leería en algún momento, pero sólo cuando le interesara de verdad conocer sus libros. También Estela dijo algo, para lo que me autorizó de forma expresa a encender la grabadora, si quería. No lo hice. Hablaba despacio y sin prisas, con esa voz diáfana y libre de malicia de las personas mayores. Y un inconfundible dejo habitual en ciertos barrios de Lima. Tenía un mal recuerdo de Vargas Llosa, al que veía como un representante de la clase alta limeña que siempre le había sido hostil. No daba la impresión de conocer la obra del escritor.

Y después, claro, hablamos de Peter Cárdenas Schulte, el MRTA y los años de la violencia en el Perú.



Isaac Risco es periodista y escritor. Actualmente es corresponsal de la agencia alemana DPA en Cuba. En FronteraD ha publicado, entre otros, los artículos Ollanta Humala y el miedo peruanoPerú, la democracia que le teme a su puebloForget Vargas Llosa El ex recluso de Guantánamo.

[Fuente: www.fronterad.com]

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