Quim Monzó
(Barcelona, 1952) viene a ser el metro de platino iridiado de la lengua
catalana, al menos en su versión barcelonesa. Escritor, periodista
(publica una columna diaria en La Vanguardia
desde hace cinco años), personaje mediático, referencia lingüística,
antiguo diseñador gráfico, pornógrafo y turético (el síndrome de
Tourette y las descargas de dopamina le provocan tics abundantes, una
cierta tendencia a la procacidad y un carácter más o menos obsesivo), se
aproxima bastante a la idea que uno tiene del genio creativo. Esta
conversación se desarrolló un día festivo de agosto en su piso
barcelonés, junto al Paralelo.
Amos Oz me dijo una vez que era más o menos consciente de que estaba construyendo un idioma, el hebreo.
He leído cosas suyas sobre eso.
Qué responsabilidad. ¿Tú sientes a veces que estás construyendo un idioma?
A
ver… Una cosa que me divertía mucho, bueno, más que divertirme me
fascinaba, de Amos Oz, es cuando explicaba que cuando empezaron a
escribir en hebreo, la primera generación de escritores que lo hizo se
encontró con que no tenían tacos ni palabrotas, porque era una lengua
absolutamente resucitada.
Una lengua religiosa.
Sí
señor. Tenían graves problemas a la hora de decir tacos, de blasfemar,
de cagarse en todo. Poco a poco, claro, la calle los fue generando, cosa
lógica, y Oz explicaba que fueron incorporando estos tacos de manera
que en cierto sentido les daban el visto bueno…. La pregunta era: ¿me
siento constructor de una lengua?
Del patrón de una lengua. Eso de captar palabras de aquí y de allá y decir: eso lo convertimos en estándar.
Tengo
claras mis dudas iniciales, a finales de los setenta y principios de
los ochenta. Partía de una lengua literaria, previa, engolada y rígida.
Trabajar en radio, más que en prensa, hizo que me diese cuenta que
cuando escribía guiones de radio utilizaba una lengua ágil y correcta,
pero cercana a la de la calle, sin demasiados adornos. En cambio, notaba
que cuando me ponía a escribir relatos o novelas, automáticamente me
agarrotaba. Ese proceso duró unos cuantos años, hasta que entendí que lo
que tenía que hacer era escribir de la misma forma cuando lo hacía para
una novela o unos relatos que cuando lo hacía para la radio. En este
sentido sí que, claro, algunos escritores rompimos con todo aquel tipo
de postnovecentismo que aún arrastrábamos y que habíamos adoptado porque
ese era el panorama ambiental más presente. Nadie, ninguna lengua ni
ningún escritor, escribe como la calle habla, pero tampoco escribe como
las instituciones dicen que hay que escribir… Josep Maria de Sagarra
decía —¿en los años veinte?, ¿en los treinta?— una cosa que tengo muy
grabada: la lengua es como un caballo y tiene dos riendas. Una rienda es
la normativa, la academia, el instituto o el organismo oficial que
dicta cómo se tienen que decir las cosas, y la otra rienda es el
lenguaje de la calle. Decía Sagarra: si quieres que el caballo avance no
puedes utilizar solo una rienda, porque entonces el caballo siempre
dará vueltas, sea hacia la derecha, sea hacia la izquierda, pero no
avanzará nunca. Por lo tanto, tienes que saber qué dice la academia y
qué dice la calle, e ir avanzando cogiendo ahora un poco de aquí,
cogiendo más tarde un poco de allí. Con las contradicciones que eso
puede implicar. Porque, si no, el caballo no avanza. No puedes hacer
sólo caso al lenguaje de la calle, ni puedes hacer caso del todo a la
academia. Tienes que ir sabiendo qué dicen unos y otros. Todas las
lenguas tienen conflictos. ¿Te has fijado, ahora, con el italiano? En la
calle todo el mundo habla italiano-inglés.
Sí, la “scalation”.
¿El otro día oí, a quien era…? ¿Monti?
Dice “qui non abbiamo questo ‘sense of humor’…”. ¡Como si el italiano
no tuviese una fórmula genuina para decir sentido del humor!
Dice ‘sense of humor’ la gente de la calle.
Perdona si me enrollo.
No, no. Si de eso se trata.
Hostia,
en las series de televisión, en inglés, “he’s my boss’ o “he’s the
boss”… En Italia, “il capo”, “il capo di tutti i capi”… ¿Eso era siempre
así, no? Pues ahora veo que los italianos ya no dicen capo, dicen
“boss”. Cuando precisamente “capo” era la palabra que todos los otros
idiomas usábamos para denominar al capo mafioso. Pues ellos dicen “il
boss”, ahora, tócate los cojones. Esa degeneración del italiano me deja
boquiabierto. Es una lengua tan rica y tan precisa… Este mismo esnobismo
lingüístico está por todas partes… Ahora, mucha gente que habla en
catalán o en castellano, tiene tendencia a introducir pequeñas frases en
inglés. No sé qué, “please”… Porque, claro, es una bromita que remite a
una ironía, pero evidencia una diglosia que antes solo veía en catalán.
Esta bromita barata de ir insertando palabras en castellano, para
hacerse el chupiguay. Ahora, de la diglosia hemos pasado al ménage-à-trois: aliñan la conversación con palabras en castellano y en inglés.
¿Cómo empezaste a relacionarte con el catalán? ¿Qué hablabas con tu madre?
Con
mi madre, en castellano. Con mi padre, en catalán. Mi padre era del
Poblenou, del mundo de las fábricas textiles, que fue desapareciendo,
como todo va desapareciendo con el paso de los años. Mi madre era
modista, iba a coser por las casas de los ricachones. Yo hablaba en un
idioma o en el otro. Cuando empecé a escribir en la prensa, lo hacía en
catalán en Oriflama y en castellano en el Tele/eXpres
con unos reportajes sobre Vietnam y Camboya. ¿En qué castellano? Pues en
el que había aprendido de mi madre, y el que enseñaban en la escuela.
Después pasé muchos lustros escribiendo artículos solo en catalán. Luego
volví a escribir también en castellano.
Te dedicaste al diseño.
Empecé
a ganarme la vida con eso. A los catorce años entré a trabajar en un
estudio en el barrio de Gràcia, en la calle Siracusa, antiguamente
llamada calle Voltaire, hasta que llegó Franco y dijo
que, de Voltaire, ni hablar. Las personas mayores del barrio seguían
llamándola, no calle Voltaire, sino la calle “d’en Voltaire”
(pronunciado literalmente), porque supongo que “voltaire” les debía de
sonar a persona que “volta molt”, que pasea mucho, lo que no está nada
mal para Voltaire. Ahora aún se llama calle Siracusa
porque no recuperó el nombre anterior. Iba a un estudio de dibujo como
aprendiz, a los catorce años, que es la edad legal en que ya se podía
trabajar y, como en casa no había ni un duro, pues tenías que
espabilarte. Pasé de este estudio a otro, en la zona del paseo Verdum,
en la calle Valldemossa, un estudio de diseño con imprenta. Estudiaba en
la Escuela Massana, en horario nocturno, una carrera que se llamaba
Plástica Publicitaria. El oficio ese fue cambiando de nombre y, cada vez
que cambiaba de nombre, aumentabas los ingresos. Siempre se había
llamado Dibujo Publicitario. Entonces a alguien se le ocurrió que tenía
que llamarse Gráfica, la Gráfica o bien Plástica Publicitaria. Eso
supuso que la factura, que en principio era, no sé, de seiscientas
pesetas, ya podías hacerla por mil doscientas. (Si esto es una puta
mierda de rollo, me lo dices y paro….)
No, no, no.
Bien,
entonces, si haciendo plástica publicitaria facturábamos mil doscientas,
alguien dijo, ¿y por qué no lo llamamos Grafismo? Patapam: mil
seiscientas pelas por hacer lo mismo que cuando hacías Dibujo
Publicitario y cobrabas seiscientas. A pesar de esas mejoras, alguien
dijo: no, grafismo es muy impreciso, ahora lo llamaremos Diseño Gráfico…
¡Patapam! Entonces la factura ya subió al límite, y ahí se quedó. Se
trataba de redactar muy bien la factura, hinchándola con retórica
barata, de forma que pudiesen pasar a ser cien mil trescientas. Con Ramon Barnils dimos cursos de redacción de facturas para diseñadores gráficos. Dimos un curso que duró todo un trimestre.
¿Ah, sí?
En
la escuela Eina. Eran unos años locos. En la escuela Eina las fiestas
de final de curso eran históricas. Al día siguiente encontrabas bragas
colgadas en los árboles. El curso se llamaba, oficialmente, Curso de
redacción de facturas dirigido a diseñadores gráficos. Debe ser el único
lugar del mundo donde se ha hecho. ¿Es buena o no, esa?
Extraordinariamente creativo.
Explicábamos:
estáis haciendo un logo para una empresa de relojes. Muy bien. ¿Cómo lo
facturaréis? ¿”Por la creación de un logo tal y tal”? Pues si lo
redactáis así podéis facturar tanto pero si, en cambio, lo hincháis
—”por el concepto tal, tal, tal de la cual y la creación sublimada del
pimpampum…”— podéis facturar muchísimo más. Se trata de hacer
precisamente lo contrario de lo que marcan las normas de buena
redacción. Un buen periodista tiene que hacer todo lo contrario. Las
normas de Orwell… Entre la palabra corta y larga, la
corta. Entre la palabra comprensible y la incomprensible, la
comprensible… Aquí se trataba de redactar justo al revés. Fue un año muy
divertido. ¿Y
todo este rollo de donde venía? Ah, sí. Debía de tener diecinueve años
cuando fui a parar a la Harry Walker. ¿Conoces la Harry Walker y la
época gloriosa de las huelgas de la Harry Walker? Trabajé en la central
que había en la avenida Tarradellas, que entonces se llamaba Infanta
Carlota. Era jefe del estudio publicitario. Después me fui y monté
estudio propio, hasta que finalmente me dieron una beca para ir a Nueva
York. No esperaba que me la dieran porque no tenía ningún tipo de
estudios, de nada, y eso siempre ha sido un problema.
Yo tampoco.
¿No tienes estudios de nada? ¿De periodismo tampoco?
De nada.
Qué bueno. Pero qué hiciste, ¿el bachillerato?
El bachillerato.
¿Elemental o superior?
Superior.
¡Ah,
hijo de puta! Yo hice el superior pero me suspendían siempre. O sea que
me quedé en el elemental y listos. El superior también me lo pelé
entero, pero había dos asignaturas malditas: el latín y el griego.
Hostia, el griego. El latín del elemental me lo había sacado bien, pero
el latín del superior… Además, a mí ya me interesaban otras cosas. Ahí
se acabaron mis estudios… Pensaba que tú eras licenciado en periodismo.
Qué va.
¿Pero qué edad tienes?
Tengo 53.
Ah, pues siendo un tío más joven que yo… Calculaba que en vuestra época sin el título no entrabais.
Yo empecé a los 17, haciendo prácticas en la Hoja del Lunes. Después me llamaron a El Correo Catalán.
El problema es que hice un curso de periodismo, y lo aprobé. Pero en
segundo tenía como profesor de redacción a un colega del diario. Claro,
era absurdo, si no me ponía un 10… Era un disparate. Era la época de las
huelgas políticas y lo dejé estar. Sigamos con el diseño: tú eras buen diseñador.
No,
bueno no. Era un machaca. Uno es un buen diseñador si lo es y, además,
se crea una imagen de diseñador, una imagen pública. La imagen pública
en aquella época consistía en irse al Bocaccio por las noches y tomar
copas con los editores de prestigio que también estaban allí tomando
copas, y conseguir que te dieran tal portada o tal otra cosa. Pero todo
eso no lo hacía, trabajaba de sol a sol y no podía salir de noche. Por
eso era un diseñador machaca. A veces venía el puto cliente y te decía:
“Mira, mi hijo ha pensado que podríamos dibujarlo así… Yo no sé dibujar
pero el niño me ha dibujado eso…”. A veces hacías una marca buena y te
la hacían modificar hasta que quedaba adocenada.
Yo vi un logo de Carburos Metálicos que era cojonudo.
El
original era simplemente en azul y blanco: las rayas que formaban la C y
las tres rayas de la M. Yo creo que se leía bien: CM.
Sí, con la C cerrada.
Entonces
dijeron, no, no, tenemos que abrir la C y juntar la M por arriba para
que quede bien claro. Lo hice, evidentemente, porque había que vivir, y a
hacer puñetas. Lo más bestia fue cuando, décadas después, mi padre, con
ochenta y no sé cuántos años, coge una neumonía que casi se muere y…
Hostia, estaba fatal… Lo arranqué de las garras de mi madre. Mi madre
era una mujer muy inteligente, pero demente de toda la vida. En el
Hospital Clínic consiguieron que mi padre se repusiese. Y el primer día
que llegamos, él medio muerto, veo la puta marca de Carburos Metálicos
allí, enchufada en la boca de mi padre. Pensaba: qué vueltas que da la
vida… Literatura barata: la vida, cómo cambia y tal… Muchas cosas te las
modificaban. Recuerdo un logo que hice para la editorial Montesinos,
que me gustaba mucho. Era una M en minúscula, de un palo muy alemán. Una
M subrayada. Y al cabo de unos años veo que me la habían encuadrado [dibuja el logo y la modificación]
Entonces te dan esta beca para Nueva York.
Sí señor.
Pero en Nueva York te pones a escribir.
Ya
había publicado. Me fui con una beca fantástica que consistía en
estudiar literatura norteamericana. Era una época, aunque ahora parezca
mentira, en que a la literatura norteamericana, en ciertos ambientes, se
la despreciaba. Era el Gran Imperio del Mal. La literatura
suramericana, en cambio, era buena, porque era un mundo de resistencia
contra el puto capitalismo, anticolonial y tal y cual. La literatura
sudamericana es una maravilla. Es la mía, por así decirlo. He aprendido
tanto de Cortázar, de Bioy Casares, de García Márquez…
Quiero decir que la valoraba y la valoro muchísimo, pero es evidente
que, más arriba en el continente, los norteamericanos no eran
precisamente unos idiotas. Sin embargo entonces había un gran desprecio
hacia ellos. Sólo Herralde publicaba cosas. Donald Barthelme,
por ejemplo. Y la beca no era para ir a estudiar a ningún centro en
concreto. Como con lo que me daban de beca no llegaba ni a pagar el
alquiler —entonces Nueva York era carísimo—, pues hacía traducciones.
Pero básicamente paseaba por las librerías y las bibliotecas y leía.
Miraba todo lo que había, iba atando cabos, iba a escuchar lecturas
públicas de Robert Coover, de John Barth, de Jorge Luis Borges,
que recitaba de memoria cuentos suyos, sin leer, evidentemente, en
inglés. Un inglés espléndido. Una cosa que aprendí enseguida es que para
ir a escuchar una conferencia o una lectura de textos tienes que pagar
al menos diez dólares. Yo tenía un presupuesto alcohólico de tres
dólares diarios, que en aquella época me daban para una cerveza y un
chupito de whiskey Paddy, que dejaba caer dentro de la jarra. Dejas caer
el chupito, glup, glup, va bajando, hasta que llega al fondo de la
jarra y el whiskey se diluye en la cerveza. Eso me permitían mis tres
dólares básicos. Pero pagabas encantado esos dólares para escuchar a
John Barth, y Robert Coover… Ahora no recuerdo si Borges, ciego,
recitaba de memoria, leía exactamente el cuento o lo explicaba. A veces
cuando explicas un cuento de viva voz, sin seguir el texto, es también
muy bueno…
Me pasé un año leyendo, atando cabos entre una cosa y otra, y cada tres
meses escribía un informe que enviaba a una de las personas que,
digamos, controlaba que yo hiciese lo que había prometido en la
solicitud de beca. Cada tres meses tenía que rendirle cuentas. Era un
senador mallorquín del PSOE. Se lo enviaba por carta, porque en aquella
época no había ningún otro medio. Los artículos que escribía en El Món
también los enviaba por carta… No tuve ni teléfono, imagínate. Estuve
un año fuera. Evidentemente ni una llamada a mis padres. Una llamada
suponía, no sé, un plato de arroz con frijoles en La Taza de Oro, por lo
tanto, no. Me he perdido.
Lo que hacías y escribir.
Traduje Jude the obscure de Thomas Hardy. Escribí Gasolina
allí. En principio la novela tenía que ir sobre unos músicos. Pero
cuando llegué vi que la cosa no funcionaba del todo. Aquellos años
ochenta eran la época del gran boom de las galerías del West Broadway y
el SoHo, y toda aquella pintura neoexpresionista… Me dije: no pueden ser
músicos, tienen que ser pintores. El mundo de la pintura me lo conocía
lo bastante bien. Cambié el oficio de los protagonistas. Con Perico Pastor
íbamos a galerías de arte cada miércoles. Seguíamos el recorrido de las
exposiciones. El miércoles inauguraban y, a veces, escribíamos una
crítica de arte en el diario Avui. Unas críticas de arte que,
hace unos años volví a leer cuando la exposición que hicieron en Arts
Santa Mònica y, hostia, eran bestias, nos reíamos de todo el mundo.
¿Cuánto duró eso?
¿Las
crónicas? Hasta que nos hartamos. Escribíamos una hoja entera. Toda una
sábana con las últimas novedades del mundo del arte en Nueva York. A
menudo hablábamos más de la curadora o la chica de la sala de
exposiciones que… Bueno, era una época divertida [ríe]. Al volver a
Barcelona, claro, ya había desmontado el estudio. No podía volver a
ganarme la vida diseñando. Colaboré en diarios de forma más sistemática,
y escribiendo libros según hubiese más o menos intensidad de columnas, y
haciendo traducciones. Hasta que pude vivir de los artículos y de los
libros y entonces dejé las traducciones, porque pagaban una puta
miseria. Traducir literatura está muy mal pagado. Están mejor pagadas
las traducciones técnicas. No se entiende, no se entiende.
También hay traducciones que…
Que
son infumables. Estás en Barcelona, traduciendo, hay palabras de la
otra lengua que no sabes qué significan y que ningún diccionario te
aclara, y a veces ni un nativo de aquella lengua sabe qué quieren decir.
Entonces tienes que llamar a un amigo: oye, donde dice tal cosa ¿qué
crees que quiere decir? Por eso muchas traducciones son como son, porque
están muy mal pagadas. Es una lástima y una injusticia.
Estos días he estado leyendo tu obra y ciertamente hay un cambio lingüístico de Gasolina, por ejemplo, a El porqué de las cosas
muy notable. ¿Tú has tenido conciencia de ir creando una cosa que solo
es tuya? Que cualquiera que lea un cuento tuyo, dice, ostras, eso es de
Monzó, no hace falta ver la portada.
Eh…
El cambio lingüístico. Es evidente que hay un cambio, sobre todo cuando
empiezo a trabajar en radio. Trabajar en radio me quita de encima un
montón de tonterías.
El senyor de Puerto Rico.
En Catalunya Ràdio hacíamos El lloro, el moro, el mico i el senyor de Puerto Rico. Después hicimos un programa que se llamaba El mínim esforç, que es el mejor título que puedas encontrar nunca, porque hagas lo que hagas nadie te puede pedir más. El programa se llama El mínimo esfuerzo y hay que ser fiel al título… Se le ocurrió a Vendrell
y no quería ponérselo. ¿Estás seguro?, preguntaba. En cualquier caso,
lo que te decía antes: el hecho de trabajar en radio, un cambio de
registro, una manera de explicar más oral, más cerca de la calle… Por
eso, años después, meto mano en todos los relatos y novelas previas e
intento, digamos, pulirlas de los retorcimientos innecesarios del
principio. Y por eso salen ediciones nuevas y sale este famoso libro de
los Ochenta y seis cuentos, un libro que creo que no tendría
que publicarse ya más, porque no es un libro en sí mismo, sino un acopio
de libros. Pero en cambio, no sé qué coño pasa, se va reeditando una y
otra vez, en catalán y en otras lenguas; cuando es un libro casi
funcional: su función solo era reunir todos los cambios de redacción de
los libros previos… En Alemania la cosa aún es más espectacular. Le dije
al editor: oye, en alemán no tiene ningún sentido este libro. En
catalán, sí, pero en otras lenguas no. Además, he escrito más cuentos
desde que se publicó… Me dijo: ¿en total, cuántos? Dije: cien, en total.
¿Resultado? Allí el libro se titula Hundert Geschichten: Cien cuentos.
Es como con Hergé y Tintin. El Tintin que se conoce hoy es el redibujado por Hergé, no el original.
A veces pasa eso que dices. Mira, Frankenstein… Mary Shelley
hizo una primera versión, que es la que yo traduje, pero también hizo
otra años después, pulida desde el punto de vista moral. Mi pulimento
solo era lingüístico. La traducción que hice debe de ser de las pocas
que se han hecho de la primera versión de Frankenstein, no de la segunda.
Al mismo tiempo que se pule el lenguaje, se va creando un tipo de narrativa, un tipo de universo de ficción que en Gasolina
todavía no está, pero que después se reconoce. Son esos cuentos que te
dejan una desazón que no sabes a qué se debe. En el relato no ha pasado
nada extraordinario, pero lo acabas y dices “uf”.
Cuando
empecé a escribir, hablo de mis veinte años, a escribir sin publicar,
aquí la pauta era el textualismo. Antes había que escribir y que nadie
te entendiese. Porque si alguien entendía que en la historia aparece un
señor con una libreta de papel amarillo sentado delante de otro señor y
con unas gafas encima de la hoja de papel amarillo, y los dos están
conversando…, si se entendía todo eso, eras casi un fascista decrépito.
¡No se tenía que entender ni una puta mierda! Eso sí que era literatura.
¿Tú, eso lo viviste? Eso sí que era revolucionario. Que no se
entendiese qué cojones pasaba en el relato, y que fueses avanzando y
nada. Es algo que me recuerda mucho lo que está pasando con esta cocina
creativa de la actualidad, que lo importante es que la gente piense:
mejor no digo nada porque si digo lo que sinceramente pienso me dirán
que no estoy al día. La gente va siguiendo todo el rollo porque nadie se
atreve a decir lo que piensa. Poco a poco fui pensando que aquello no
iba a ninguna parte. Y que a veces, puedes hacer oscuro el texto, porque
es necesario para la narración, pero tiene que haber un hilo que puedas
reconocer. De forma que, harto, volví a las antípodas, al relato
tradicional: sacar todo lo innecesario y escribir historias que
empezasen con un señor que se despierta, se levanta de la cama, como va
medio resacoso se pega un trompazo contra la puerta del baño, se rompe
la nariz, sangra, entonces sale a la calle, coge un taxi, llega al
hospital… No tengo ninguna idea clara, de nada. Mi idea es que el relato
o la novela funcionen. Que funcionen quiere decir que tengan un alma,
un inicio, un final. Un final no quiere decir que se aclare qué ha
pasado antes, sino que sea el final justo y necesario. Tengo muy claro
cuáles son los modelos que me fascinaban entonces, que son muchos de los
que te he dicho: Cortázar, Monterroso, Bioy Casares,
que me parece un gran maestro, Borges también, pero no me hagas escoger
entre el uno y el otro. Los relatos de García Márquez son una absoluta
maravilla. Recuerdo un libro que se llama, si no me equivoco, Ojos de perro azul.
Ojos de perro azul, exactamente.
¿Sí?
¡Oh! Recuerdo aquel cuento donde aparece un barco que la sola voluntad
del capitán consigue sacar del mar, hacerlo circular por las calles del
pueblo y aparcarlo justo en medio de la calle mayor. Es capaz de
escribir eso y de hacerte creer que el barco sale del mar y queda
aparcado en medio del puto pueblo, solo por la voluntad del capitán… ¿Y
por qué decía eso? ¿Qué otros modelos? Giorgio Manganelli, Juan José Arreola, Felisberto Hernández… Y después en el norte están Donald Barthelme, Robert Coover… Hay un libro suyo, básico, Pricksongs & descants, que se tradujo al castellano como El hurgón mágico,
un título que no tiene nada que ver porque el juego de palabras entre
“pricksongs”, “pricks” y “songs” no lo da ninguna otra lengua. Así que
le pusieron el título de uno de los cuentos: El hurgón mágico. Es un libro que todo el mundo tendría que leer.
Hostia, pues…
¿No
lo tienes? Pues te diré otra cosa: en la traducción castellana hay un
cuento que en el original inglés no está y en inglés hay un cuento que
en castellano no está, porque era imposible de traducir. Una jugada
hábil: tócate los huevos y compra ambas versiones.
Modelos… Me estoy dejando muchos. ¡Boris Vian! Aquel libro que publicó Tusquets con el título Los perros, el deseo y la muerte: imprescindible. Creo que está descatalogado, pero se puede encontrar El hombre lobo, creo que se llama la traducción de Le loup-garou… ¡Italo Calvino, claro! ¡Y los artículos periodísticos de Manganelli,
además de los relatos! Tiene uno donde explica un partido de fútbol,
con una distancia total, como si fuese un marciano acabado de aterrizar.
No tiene ni puta idea de qué va y ve a veintidós tíos con pantaloncitos
cortos persiguiendo una pelota. También tuvo los santos cojones, ¡en
1968!, de escribir una crónica de la matanza que hubo en México, en la
plaza de las Tres Culturas, pero narrada con toda la frialdad del mundo,
sin ningún apasionamiento humano. No sé cómo no le rompieron las
piernas.
Como si describiese una gran batalla de la Edad Media.
Exacto. Era un tipo de columnismo poco habitual, entonces. Y aún menos antes. El caso Francesc Trabal. Yo había descubierto a Pere Calders
de mayorcito. Como te he explicado, no tenía ni tengo mucha idea de
nada, e iba leyendo sin parar, lo que descubría en las librerías, lo que
me llegaba a través del boca a boca de los amigos… Un día descubrí a
Calders y, a partir de Calders, Trabal, que, aparte de narrador, era un
gran articulista. Publicaba artículos en un diario de Sabadell, unos
artículos que hoy en día desconcertarían a la norma habitual.
Cotidianos, coloquiales… Hace unos años sentí una cosa parecida con un
actor, Xavier Bertran, que se hizo famoso en la tele
con un personaje llamado Cartanyà. Pues este tío tiene esta faceta de
actor, de crear personajes, pero también escribe, y en una época publicó
artículos en un suplemento de La Vanguardia, creo que pagado
por el Departament de Joventut. Unos artículos donde utilizaba un
lenguaje absolutamente pasado de vueltas, lleno de incorrecciones, pero
incorrecciones buenas, porque retratan la vida de la calle y de la gente
con cuatro pinceladas. Entre este Bertran y Trabal hay un parentesco.
¿Sientes que entiendes a las personas? Es decir, no si les entiendes cuando hablan, sino: ¿tú sabes cómo son los humanos?
No
mucho. Soy asocial, no soporto los grupos, prefiero hablar poco con la
gente. Esa sensación de no entender cómo funcionan las cosas me viene de
fábrica. Por lo tanto, no lo sé. Un relato que habla de una relación de
pareja, por ejemplo. Pues hago una descripción fría porque yo mismo no
entiendo qué es una relación. No entiendo qué son ciertas cosas. No
entiendo qué es la felicidad, no entiendo qué es el amor. Puedo entender
la pasión, eso sí que lo entiendo clarísimamente. Pero no entiendo
mucho la amistad. Hay muchas cosas que no entiendo. Por eso supongo que
escribo y que lo que observo no lo acabo de entender. Por eso hay esa
mirada de marciano. Por eso también me fascinó tanto ese artículo de
Manganelli, el del hombre que mira un partido de fútbol.
Ahora recuerdo el cuento, creo que es de El porqué de las cosas, aquel que explica una conversación telefónica entre dos amantes, que van cambiando personalidad, que son siempre otro…
Ah, sí.
Es
una visión antropológica, como si estuvieses mirando un gallinero de
humanos. Cómo funcionan estos tíos y qué es lo que les gusta, porque en
el cuento resulta que los amantes están colados el uno por el otro,
después de todas esas suplantaciones de personalidad.
No
lo sé. Escribir es un juego. Te diviertes descubriendo cosas. Por lo
que recuerdo, el origen de aquel cuento… ¿Cómo empieza? ¡Ah, sí! Me
encantan las frases tópicas, esas de la tele y de las películas. Por
cierto, ahora, con los móviles, ese cuento no se podría escribir.
Sí, ese cuento exige un teléfono fijo.
Cada
vez que oía el cliché me descojonaba: “¡Te he dicho mil veces que no me
llames a casa!” Debía ocurrírsele a alguien, la primera vez, y
reproduce una situación real. Pero después de cincuenta veces te das
cuenta de que es un cliché que funciona. La lejanía entre la primera
persona que lo utilizó en narración y la que lo utilizó la vez cincuenta
hace que ya no sea lo mismo. Porque a la vez cincuenta ya va cargado de
un uso refrito. Es como estas frases que triunfan…, ¿cómo lo dicen?
“Perdona, però algú ho havia de dir” (“Perdona, pero alguien tenía que
decirlo”). Sale en ese programa de televisión, Polonia. La
primera vez que alguien lo dice, ok, la segunda también. Pero después de
cincuenta o sesenta veces, la gente que lo repite empieza a hacerse
cargante, porque ese cliché ya está muerto. Y la persona que lo dice ya
no es ingeniosa sino todo lo contrario. Forma parte de un rebaño que
repite lugares comunes. Pues esos lugares comunes en el cine hacen que
me tronche. Hay otros cuentos míos que nacen de un lugar común. Años
después escribí uno sobre Robin Hood. Es un cuento de los años noventa,
de la segunda parte de los noventa. Recuerdo que estaba en el sofá de
casa con mi hijo y, después de muchos años en que creía que Robin Hood
ya había pasado de moda, vi un remake, creo que con Kevin Costner.
De repente: ¡hostia, Robin Hood! Pensaba que ya estaba aparcado, que lo
habían llevado al desguace para venderlo por piezas. Y no: volvían a
hacer Robin Hood, ahora en colorines. Y dijeron la frase fatídica: “roba
a los ricos para darlo a los pobres”. Pensé: ¿otra vez ese rollo?
Empecé a escribir el cuento: lo roba todo a los ricos, vale, y ahora los
ricos son unos putos pobres y los pobres nadan en la abundancia (o en
la ambulancia, que decía aquella mujer). Pues ahora, si es coherente,
tiene que robar a los antiguos pobres, que ahora son los nuevos ricos,
para darlo a los viejos ricos, que ahora son los nuevos pobres. O sea
que se pasa toda la vida de una parte a otra.
Cuando te funciona la imaginación, ¿piensas a veces, “hostia, eso debe de ser la dopamina”?
Yo,
de la dopamina, he ido sabiendo cosas recientemente. Sobre todo a
partir del momento en que entré en contacto con una doctora llamada Àngels Bayés,
la máxima especialista en Tourette de este país. A base de hablar con
ella he ido descubriendo cosas que no sabía, y he ido leyendo artículos
sobre el síndrome. ¿Si es la dopamina o no? Es evidente que hay cosas
que sí. Por ejemplo: soy muy obsceno hablando, soy muy verraco, blasfemo
mucho, en situaciones normales, delante de una mujer y de un hombre,
digo procacidades al cabo de dos minutos. Supongo que si tuviera el
freno que tendría que tener no las diría. Siempre ha sido así. Si miro
atrás y veo mi comportamiento (a partir de cuando dejé de ser tímido)
veo que debe de ser consecuencia de la falta de freno. Si miras el caso
de otro Tourette, el caso de Mozart… ¿Sabes los títulos
de sus composiciones musicales? Son una absoluta marranada. “¡Lámeme el
culo, venga, venga!” por ejemplo. ¿No lo has visto, todo eso?
¡No lo sabía!
Lo
puedes encontrar en la Wikipedia inglesa, que es la buena siempre, con
los nombres de las composiciones. Esa cosa de la lubricidad exacerbada….
Sobre la servidumbre de la columna diaria. ¿Cuántos años hace que escribes columna diaria en La Vanguardia?
En La Vanguardia desde el año 2007. Había hecho columna diaria en el Diari de Barcelona,
diría que durante dos o tres años, a finales de los ochenta. Y después
siempre había hecho tres artículos a la semana, más o menos, en El Periódico primero y, después en La Vanguardia, y en La Vanguardia
me preguntaron si me apetecía hacer una cada día. Tuve claro que, si
decía que sí, significaba aparcar durante bastante tiempo la narrativa.
Hay algo que está claro: si haces una columna diaria, el cerebro se
tiene que dedicar a ello veinticuatro horas al día. Si te lo tomas en
serio, son veinticuatro horas, porque incluso en la cama a veces se
solucionan conflictos. Dices: “ah, claro, ese mata al otro porque…”.
Enciendes la luz, en este caso la linterna para no despertar a la
señora, tomas nota de la idea y vuelves a intentar dormir. En cambio, si
escribes columna diaria eso significa que son veinticuatro horas
informándote, leyendo periódicos de aquí y de allí y más ahora, con esta
atrocidad que es Internet, que incluso puedes leer la prensa
australiana o china… Te puedes pasar leyendo todo el puto día. Vas
chupando, vas chupando, vas leyendo noticias, vas relacionando cosas…
¿Y cómo llevas esta disciplina diaria?
No
haces otra cosa. Este verano he escrito una historia, un relato. Porque
tenía ganas y para romper. La disciplina de la columna la tengo clara:
me dedico a eso y nada más. Se trata de intentar no quedar con nadie, no
ir a ningún sitio, no perder la rutina. Si alguna vez me tengo que
encontrar con alguien, lo hago a primera hora de la mañana. Quedamos a
las 9 de la mañana y, a las 10, adiós muy buenas. Me voy al estudio, me
encierro en él y ya no salgo hasta que vuelvo a casa y me meto en la
cama. Así, cada día. Si te gusta hacer eso, es apasionante. Y el día que
le sueltas una colleja a alguien y, si puede ser a dos, con lo que se
llama una capoeira, eres feliz… ¿Sabes qué es una capoeira, en
columnismo?
No.
Vas
leyendo una columna, y dices: mira, este le va pegando palos a A. Y así
todo el rato hasta que al final ves que el columnista gira por completo
el cuerpo, levanta la pierna y suelta una patada a B, que hasta ese
momento se había estado tronchando y diciendo: “mira como se ríe del
hijo de puta de A”. De forma que das una patada en la boca de B, que
hasta entonces se descojonaba. Con lo cual han recibido A y al final B.
Eso es una capoeira. Es un término que quizá aún no esté en las cátedras
de periodismo: la capoeira. Es divertido este trabajo nuestro, no me
digas que no.
Ah,
sí. Bien, yo durante una temporada estuve haciendo unas columnitas y
entras en una especie de realidad paralela. Es lo que decías: o hablas
de tu realidad más inmediata, de lo que haces, o entras en lo que lees
en los diarios, en Internet y tal, y empiezas a hablar sobre lo que
otros han hablado. A mí me crea una sensación como de estar descolocado:
¿sé exactamente de qué estoy hablando?
Sobre
eso de hablar de uno mismo: hay un modelo de columnista que solo habla
de lo que hace él. Si este columnista tiene una trayectoria dilatada y
consolidada y una imagen pública consolidada, el público lo acepta.
Porque te lo imaginas en acción, haciendo tal cosa o tal otra. Sin
embargo, si no tiene una imagen consolidada, a veces da vergüenza ajena.
Porque te das cuenta de que va de gran señor y en realidad no es sino
un petimetre. Escriben, por ejemplo: “Esta mañana he roto con la mujer
que amaba…” Y piensas: ¿a mí qué coño me importa? El lector común ya ha
pasado página. Tú no, porque tienes el morbo de seguir para ver cuántas
confesiones ridículas más hace. También hay quien, en vez de escribir
columnas, escribe sermones. Y está la columna-mitin, a base de
consignas. No diremos nombres pero es fácil poner caras a cada uno de
esos modelos. Una columna necesita solo una pequeña idea, explicada
claramente. Con una columna no salvarás el mundo, y hay gente que cree
que con una columna hará la Revolución Francesa. La Revolución Francesa
ya hace muchos años que la hicieron.
Al respecto de… Ahora he perdido del todo el hilo.
Perder
el hilo me da mucho miedo, sobre todo en radio. Siempre llevo nueve
páginas de guión que pocas veces utilizo. Pierdo horas preparándome unas
páginas, como un imbécil, y después no las utilizo. Y menos mal que no
los utilizo, porque cuando improvisas es mejor… ¿Cuánto rato llevamos
hablando? Y sin páginas. Bueno, con las tuyas.
Y
para eso sirven. Tú eres un escritor, una persona que escribe, pero
también eres un personaje y la gente tiene la impresión de que te
conoce. Quizá no te ha visto nunca, pero se crea una especie de
familiaridad postiza, que funciona. ¿Funcionarían igual las columnas si
la gente no supiera ni qué cara tienes?
Eso
es imposible de saber a estas alturas. No hay casi ningún columnista
que no tenga una imagen pública. Quizá sí, en el siglo XIX. Pero ahora,
hoy en día, en el 2012, todo el mundo ha visto desde hace años la cara a
todos los columnistas que lee. Si no es porque la foto está ahí encima
de la columna es porque los han visto en la tele. Porque todo el mundo
va a tertulias, a todo el mundo le entrevistan… La vida de los
columnistas ya nos la sabemos, de todos. Nos la dan cada día los medios.
¿Que cómo funcionaría si no conociesen nuestra cara? Pues no lo sé,
pero yo cuando empecé tampoco tenía una cara conocida y la gente leía
las columnas independientemente de que me conociesen la cara y la voz.
La cosa interesante es cuando te traducen libros en países que tienen
poca idea de quién eres. Si funcionan, quiere decir que funcionan
independientemente de la imagen. Algunas veces me han traducido columnas
de prensa en aquella web norteamericana… ¡Words without borders! Mary Ann Newman les tradujo una crónica que escribí en La Vanguardia
sobre una huelga que hubo hace cosa de diez años. Hubo una escena
excepcional, en Plaza Cataluña. Los piquetes se manifestaban frente a El
Corte Inglés. Querían entrar. Los seguratas estaban decididos a no
dejarlos entrar, porque estaba claro que lo que querían era montar un
pitote dentro del local. Por lo tanto, puertas cerradas y aquí no entra
ni Dios. Entonces, todos los manifestantes (UGT, banderas rojas…)
empezaron a gritar: “¡Queremos comprar!” ¡Empezaron a sacar las tarjetas
de crédito! Con las banderas rojas y las tarjetas de crédito en la
mano, gritaban: “¡Queremos comprar!” Algunos golpeaban los cristales de
los escaparates con la tarjeta de El Corte Inglés, y gritaban:
“¡Queremos comprar! ¡Queremos comprar! ¡Queremos comprar!”
(risas)
¿Es buena o no?
Buenísima.
Y
eso es lo que estaba pasando. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres filosofar
sobre si eso es una vergüenza para los sindicatos y para los piquetes?
¡No! ¡Haz la foto y no opines! Mi ideal sería poder hacer artículos de
opinión sin opinar. Parece una paja mental, pero sería mi ideal.
Las mejores piezas son descriptivas.
En
ese caso es que te lo ponían en bandeja: con las banderas rojas y las
tarjetas de crédito golpeaban los cristales y gritaban: “¡Queremos
comprar, queremos comprar!” Cuando traducen una crónica así en un país
donde te conocen poco, quiere decir que se entiende independientemente
de tu imagen. Ahora bien, con Internet, poco o mucho, de todo el mundo
tienes una imagen.
Eso no tiene nada que ver, pero tú siempre has sido fiel a Quaderns Crema.
Empecé
con Edicions 62. Pero después, sí. ¿Por qué? Me han hecho muchas
ofertas, durante mucho tiempo, para cambiar de editorial, y siempre he
dicho que no. ¿Por qué? Pues porque los libros de Quaderns Crema están
muy bien cuidados y el editor es editor, no alguien que imprime libros
sin ningún criterio y, si luego no funciona, pues hace pasta de papel y
vuelve a hacer otro libro.
Sobre la cuestión del catalán en España, por las ventas y la comercialización. ¿Tú crees que hay un mínimo de atención?
Creo
que aquí hay una gran mentira que se repite siempre. A ver si lo sé
explicar bien. Se dice que, en las traducciones al castellano, los
escritores catalanes no funcionan. Creo que es mentira. Yo he funcionado
de puta madre, sin muchos problemas. Que se lo pregunten a Jorge Herralde,
de Anagrama, que tiene la lista de todas las ediciones y reediciones
que se hacen de mis libros. Si vas con una propuesta narrativa que se
entiende y que interesa, déjate de hostias: en España compran tus
libros. Un escritor en catalán puede funcionar perfectamente, que no me
vengan con cuentos chinos. Otra cosa es que en España haya no solamente
animadversión sino xenofobia contra los catalanes. No de todos los
españoles, pero sí de una parte importante de los españoles. Eso sí que
es verdad. En España hay una actitud claramente xenófoba contra
Cataluña. Pero el mundo literario español solo encaja parcialmente con
eso. Hay mucha gente sensata, en España. He viajado a menudo, haciendo
presentaciones de libros, y me he encontrado gente sin ningún prejuicio
xenófobo. Sin embargo también me he encontrado muchos que lo tenían y lo
tienen. Muchos de ellos, en cargos oficiales de las instituciones
literarias del Gobierno español —sobre todo en Estados Unidos y en la
Unión Europea— tanto de las épocas socialistas como peperas. A los
intelectuales españoles de izquierdas, tan solidarios con cualquier cosa
que pase en el Universo, cuando se enfrentan con la cuestión catalana
les sale la España Imperial y no levantan el brazo porque se les notaría
demasiado.
¿Y eso no pasa también al revés? ¿No hay aquí mucha tendencia a decir que todo es culpa de Madrid?
¿A cargar las culpas en Madrid?
Sí, en esta cosa abstracta que no sabes exactamente qué es: son “ellos”, no es culpa nuestra.
¡Sí!
Es la excusa fácil de, por ejemplo, Convergència, que son unos tíos que
siempre tienen el pie en dos zapatos. Por una parte tienen un grupo de
independentistas a los que a veces hacen callar y a veces no. Van
jugando con un pie aquí y el otro otra allá. Son los chicos buenos del
PP. O del PSOE. O de quien venga y de quien toque. Van jugando con esa
ambivalencia y les da un rendimiento. Es evidente que Convergència juega
a eso. Pero es que aquí no hay ningún líder creíble. ¿El PSC, qué es?
Nada. En Convergència tienen el pie en dos zapatos, el PSC es
inexistente, ERC se suicidó y tardará años en resucitar. ¿Dónde están
los líderes? Ahora todo el mundo habla de independencia. Parece que será
como ir un restaurante y decir “Escuche, tráigame una independencia”.
“Sí señor: tenga”. “¿Dónde hay que firmar?”. “Aquí, gracias”. Y listos.
Pues no: la independencia costará mucho, si alguna vez se llega a
conseguir. Fíjate que se habla de eso en el momento de las últimas
décadas en que más nos están dando por el saco. En absoluto puede ser
casualidad. Los recortes, nos deben millones y millones, y no nos los
dan… Y, entonces, justo en este momento preciso, todo el mundo habla de
la independencia. Desconfío. Es la ley compensatoria: “Pongo el pie diez
minutos en este zapato y quince en el otro”. La semana siguiente “Mire,
esta semana el pie lo pondré sólo cinco minutos en este zapato, porque
ya lo tuve quince la semana pasada”. ¡Idos a cagar a la vía! La manera
en que los políticos manipulan a la gente da pena.
¿Si la semana que viene hubiera un referéndum sobre la independencia, tú qué votarías?
¡Votaría
que sí! Clarísimamente. Lo que pasa es que con el culo prieto,
calculando qué ineptos nos caerían encima entonces. Pero al menos nos
habríamos sacado de encima a otros ineptos: los que nos llevan ahora nos
llevan por el camino de la amargura. ¿Por qué quedarse con unos ineptos
que no tienen que ver contigo…? Ya sé que la ineptitud es parte básica
de la naturaleza humana, pero con la ineptitud de los míos ya tengo
suficiente. Liberadme de la ineptitud ajena, por favor…
Sí, pero nos quedaremos con nuestros ineptos, que a veces son más molestos.
¿Más?
O menos. Ahora tenemos a nuestros ineptos y a los ineptos ajenos. Como
mínimo nos sacaríamos de encima a los ineptos ajenos y nos quedaríamos
sólo con unos. Las pasaríamos canutas pero tengo claro que estoy hasta
los huevos de los otros. El problema es que todo eso no pasará. Estamos
hablando de la nada. Decimos que haremos un referéndum. Ya me gustaría
ver este referéndum. Dicen: “Ahora ganaremos, porque la Pepita ha hecho
una encuesta que dice que somos el 51% del tal y cual”. ¡Ja! El día del
referéndum ya lo veremos. ¿Es la independencia self service? Vas a un
restaurante Wok y dices: mira, cogeré un poco de eso y un poco de
aquello… “Niña, ¿te pongo un poco de nueces, con la independencia?” (No
sé cómo lo pondrás, todo eso…)
Hombre, tal cual.
¿Crees que queda bien esta mierda?
Hombre,
estas son entrevistas muy largas, de veinte o treinta folios. Eso queda
tal cual. Aquí no hago edición, solo miro que quede comprensible.
Yo hablo muy mal, quiero decir que a veces empiezo una frase y no la acabo…
Eso es un vicio que tenemos mi madre y yo, que cuando hablamos no acabamos nunca ninguna frase. Y no nos entiende nadie.
(ríe) Es como aquel que dice: “Escucha, ¿has visto a tal? Pues, si lo ves, dile que eso…”
Pues
así. Escucha: Twitter. Tú estás y tuiteas mucho. Yo no estoy, pero
entré el otro día y estuve mirando las cosas que haces, retuiteando
cosas de gente rarísima. ¿Qué diversión hay en todo eso?
Entro
generalmente una vez al día, a menudo por la noche, como descompresión.
Cuando he acabado de leer, cuando he acabado de escribir. Entro a hacer
al gamberro. (Por cierto, un día se tendría que escribir sobre el uso
de Twitter que hacen los escritores: “El tiempo solo persevera en el
cerebro que no se avista…”)
De galleta china.
No diremos nombres, pero todo el mundo va de “ahora haré historia con un tuit”.
Pero también los hay que rompen bastante. Arturo [Pérez Reverte, NdR] pone a todo el mundo a parir.
Es
fascinante por la desvergüenza. Hay personajes inteligentísimos. Muchos
de estos van enmascarados, con nombres falsos. Muchos son gente con
mucho ingenio. Y entonces están los dementes. Está la rama de “putos
catalanes de mierda” y la de “putos espanyols de merda”. Es la misma
gentuza que corre por los comentarios de los artículos, en la prensa
on-line. Tú hablas de la cosecha de la naranja en el siglo XVIII y
saltan con “¡puta Cataluña”” o “puta Espanya!”… Te sorprende, en
principio. Estábamos hablando de la naranja…. ¿Qué tiene que ver la puta
Cataluña o la puta España? Son siempre los mismos. En cambio hay gente
que crea mundos pequeños dentro de Twitter que son fascinantes… Y todo
eso se tiene que analizar rápido, porque Twitter se acabará pronto.
Facebook ya está claramente de capa caída: se ha convertido en una cosa
apolillada, sobre todo desde que apareció Twitter, mucho más inmediato y
donde hay todos estos grandes cantantes que meten la pata hasta el
cuello, tipo Alejandro Sanz, David Bisbal y toda esa pandilla. O Sergio Ramos, que suelta una al día. ¿Sabes la última?
No.
Colgó
una foto de la estatua de la Libertad que hay en Las Vegas y escribió,
“Estoy Nueva York”. Había confundido la estatua que hay en Las Vegas, al
lado de las pirámides de no sé qué… Mete una cada día. Es un prodigio.
Por todo eso, Twitter es divertido. Es como ir al bar a buscar brega.
Hay el mismo porcentaje de imbéciles que te encuentras por la calle. Y
gente que hace grandes aforismos. En Twitter hay que seguir a Paulo Coelho.
Es un prodigio de la naturaleza. Cada día suelta una “genialidad” de
padre y muy señor mío. ¿Por qué decía eso? Por los aforismos. Hay muchos
tuits a la altura de las greguerías de Gómez de la Serna.
Y con eso no quiero decir que Gómez de la Serna fuera banal; justo lo
contrario. Hay cerebros privilegiados en Twitter, y precisamente son los
que no tienen ningún tipo de ínfulas. Generalmente crean un personaje
falso. Hay uno, con un montón de ingenio —no te diré de dónde es ni
ningún detalle que lo identifique—, pero estoy seguro de que es profesor
de escuela y, en cambio, en Twitter es la antítesis. Juega con un
perfil verraco, pero despliega mucha inteligencia. Si no hubiese mucha
inteligencia no podría hacer esta parodia. Igual que, hace un tiempo
—ahora ya están medio muertas—, había dos chonis de los alrededores de
Madrid, que hablaban entre ellas con un lenguaje degradado y creativo,
que mucha gente no sabía si eran de verdad o parodias. ¿Como podían ser
de verdad? Tías como esas serían incapaces de escribir como lo hacen
ellas, imitando perfectamente la pronunciación y la sintaxis choni.
Lo que mucha gente no hace es abrirse a nuevos mundos. Hay gente que en
Twitter reproduce su mundo de relaciones habitual, el mismo que tiene
en la vida. ¿Por qué los quieres seguir en Twitter si ya los conoces en
la vida real? Sigue a aquella actriz de Hollywood… Sigue a aquel
escritor israelí que no puedes seguir normalmente… Por ejemplo, Steve Martin, el actor, que además es un muy buen escritor, tiene en Twitter una actividad pequeña, pero muy acertada. Y Ricky Gervais.
Hace dos años había escrito solo seis tuits de prueba y luego lo había
dejado. “No entiendo para qué sirve Twitter”. Hice un artículo,
recuerdo, explicando cómo en seis tuits había descubierto que eso era
una puta mierda. Pasó un tiempo y, de repente, un día volvió a entrar y a
partir de entonces no para nunca. Hace una cosa muy extraña: porque él
es quien contesta, no un equipo, pero da una imagen mucho más agresiva y
antipática que la que da a través de sus personajes en las series
televisivas. No sé si es voluntario o si, simplemente, actúa como le
parece.
Sospecho que él es así.
Yo también. En cambio cuándo lo había visto en las series, en Extras o en The office, siempre había tenido una percepción como de un tío inteligente y sutil… El hijo de puta de The office…
Lo matarías, lo estamparías contra la pared. Quiero decir que hay que
ser un gran conocedor de las actitudes humanas para fingir ser un
imbécil integral. Con todo este rollo quiero decir que poca gente se
abre al mundo que no conoce… ¡Sigue a los italianos, a los franceses, a
los árabes que tuitean en inglés! Pero no, la gente se limita a su
círculo de amistades. Haz algo nuevo con esta herramienta que no sirve
para nada más que para aprender cosas.
¿Y
no tienes nunca la tentación de utilizar materiales, cosas que lees?
¿No es inevitable utilizar por ejemplo juegos de palabras o frases?
Hay tíos tan brillantes a los que ficharán las productoras de televisión.
Te cambio de tema. ¿Qué gracia tiene la pornografía? Yo le encuentro muchas, eh, pero para ti, quiero decir.
Hostia,
que es bella. Es bella y es excitante. El arte romano está lleno de
pornografía. Muchas veces escondida, muchas veces en los sótanos del
Vaticano, pero la hay, está lleno. En los griegos ya estaba. Todas las
variantes sexuales que tenemos ya las tenían ellos. Todo lo que creemos
inventar ya lo hacían ellos. Porque es bello, porque ver a la gente
tocándose es bello. Igual que ver una estatua de una persona bonita es
bonito. La Leda, un poco estirada, enseñando un poco el coño por debajo
y, sobre ella, el cisne aquel que la acaricia con el pico… Eso
equivaldría al soft porno de hoy en día. ¿Y Nicolas Poussin? Es porno puro. Llegando hasta Picasso,
con cuadros descaradamente porno sin ningún problema. Porque es bello,
porque es bonito. Una buena película porno es tan bella y respetable
como un poussin o un picasso pornos.
Y
tiene la ventaja de ser previsible. Sabes que eso no se cortará por una
desgracia si alguien dice una palabra inconveniente: acabarán follando y
listos.
Hay momentos buenísimos. Hablando de lugares comunes… A mí el rollo del pizzero me descojona.
¡Eso es un clásico! Y en el porno de los setenta era el butanero. Los butaneros follaban continuamente.
También está el rollo del fontanero. El fontanero llega a arreglar alguna cosa que se ha estropeado…
Siempre está debajo del fregadero.
Y
entonces siempre está la señora que lo mira, mientras va trabajando. Él
está debajo, con la llave inglesa y entonces ve a la señora con una
perfecta perspectiva de la falda levantada… A finales de los años
ochenta tenía una película en vídeo que siempre quise pasarle a Almodóvar.
Hay una señora, guapísima, con mascarilla en la cara, y rodajas de
pepino encima, y rulos en la cabeza. Está leyendo una revista. Entonces
entra el marido, caliente como un perro. Se ponen a follar, pero ella
con un total desinterés. Se deja hacer, pero sin implicarse. Él dale que
te pego, a toda pastilla, ella con total impasibilidad va pasando
páginas de la revista. Es uno de los momentos más cómicos y menos
excitantes que haya visto nunca. Dentro de unos años, algunas de esas
pelis serán veneradas. Si se han conservado, porque veo que los soportes
van pasando y se pierden… Pasó con el celuloide, pasó con el vídeo,
pasará con el devedé… Los vídeos de hace veinte años ya se han medio
borrado. Quizás se perderá más rápido eso que las estatuas porno de los
griegos, porque esas están hechas en piedra.
Yo fui coleccionando las primeras revistas que salieron ilegalmente aquí en España.
¿Ilegales?
Sí.
Había aquellas legales donde se veían tetas y todo eso. Pero entonces
había las que circulaban bajo mano y que se imprimían en los talleres de
El Correo Catalán y del Avui.
Hostia, no sabía yo eso.
Sí,
sí, las imprimían ellos. ¡Pues había cosas fantásticas! Te estoy
hablando del año 75 o 76, yo recuerdo uno de una tía que le hacía una
paja a un tío, pero no sé cómo se lo hacían venir que le ponía en la
polla un minipímer y al final acababan poniendo carne picada. ¡Y dices:
qué bestias! Acababa la polla convertida en hamburguesas. Y eso lo
hacían bajo El Correo Catalán y el Avui, la pela es la pela. Todo eso lo
guardé, que si no, un día no se lo creerán.
La
primera vez que salí de este país debió de ser el 71 o el 72. Hice el
Interraíl. Fui hasta París. En París hice un cambio de estación: de
Austerlitz me fui a la del Norte y, de allí, directo hacia Estocolmo. Mi
objetivo no era visitar ningún museo, aunque sí, más tarde, en Oslo fui
a un museo del diseño que me interesaba. Pero lo primero que hice en
Escandinavia fue ir religiosamente a la tienda del Private. Te
estoy hablando de principios de los setenta. Era una tiendecita como de
barrio. En pleno franquismo la pornografía era subversiva. Compré el
numero 1 de Private. Aún lo conservo.
Acabo ya, ¿cómo te gustaría morir?
¿Cómo me gustaría morir? Si tengo que serte sincero, de una manera rapidísima, sea como sea.
¿Te da miedo la decadencia?
Muchísimo. Morir como sea pero rapidito. Si es en diez segundos mejor que en un minuto.
Y no preferirías diez minutitos para poder decir “venga que…”
¡No, no! No quiero saber nada, ni despedirme de nadie y que sea cuanto más rápido mejor. Mi sueño es la muerte de Mary Santpere,
que subió a un vuelo Barcelona-Madrid del puente aéreo y cuando
hubieron aterrizado y todo el mundo ya había bajado, la azafata le dijo:
“Señora, que ya hemos llegado”. ¡Tachán! El cadáver. Ya está. Listos.
Lo terrible no es la muerte, es lo que viene antes.
¿El proceso de tus padres te impresionó?
Mucho.
Ya no era un niño, era un señor mayor, pero no había visto nunca la
decrepitud humana. Porque soy solitario, no he conocido a mucha gente.
En el caso de mi madre, vi la degradación del cerebro, y en el caso de mi
padre, la degradación del cuerpo. Siempre me pregunté qué era peor. Mi
padre tuvo la cabeza perfecta hasta pocos días antes de morir, cuando
empezó a tener las piernas rígidas (y entonces entendí aquello de
‘estirar la pata’). Es tan triste la decrepitud. Eso es lo que da miedo.
La muerte no importa. Pfff…, adiós y sin despedirme. Un bar que me
gustaba mucho cuando salía cada noche era el Bikini. ¿Sabes por qué me
gustaba tanto? Primero porque el lugar era excepcional, había todo tipo
de gente, conocías ganado muy diferente. Y había dos pistas, y el hecho
de que hubiese dos pistas permitía que también hubiese dos salidas
diferentes. Odio despedirme, por las noches. Por eso si estaba en la
pista del rock decía que me iba un momento a la de salsa. Hacía ver que
iba hacia esa pista pero entonces salía a la calle por la otra puerta,
sin decir nunca adiós a nadie. No soporto el rollo de los besos y de los
adioses y del ya nos veremos. No, a ver: ya nos llamaremos si tenemos
ganas y para eso no hay que despedirse. La sala Bikini sería el lugar
ideal para morirse y así marcharse sin decir adiós. El problema es todo
lo que viene antes. Además, salen fantasmas. En el caso de mi padre y mi
madre, una pareja que hubiera tenido que separarse a los cinco minutos
de haberse conocido, en la residencia mi madre hacía una cosa muy buena.
Le decía a mi padre: “Mira que eres idiota, mira que eres imbécil,
porque… porque…” Y entonces se quedaba parada porque había olvidado
porqué lo insultaba. ¡Pero es que no había ningún porqué! Treinta años
atrás, cuando la cabeza todavía le regía un poco, le decía “eres
imbécil” porque has dejado la silla así y la tienes que dejar de esa
otra forma, o “eres imbécil” porque llevas eso así y tiene que ser asá…
Buscaba la excusa para decir “eres un imbécil, eres un idiota”. Ahora
no, como ya había perdido definitivamente la cabeza, agredía pero no
podía justificarlo con ninguna excusa porque la cabeza ya no le
funcionaba lo bastante… ¡Ah, y perdona, otros fantasmas! No es un caso
mío, pero un amigo librero me explicó el de un hombre que, ya muy mayor y
con su mujer muerta, cogía el autobús y se iba al pueblo de al lado de
esa ciudad, donde habían vivido de jóvenes, y se pasaba el día
intentando pillar a su mujer con el amante. La mujer ya estaba muerta y
él debía tener cerca de noventa años, pero le salían los fantasmas de
cuernos.
Salen mucho, hacia el final. Es curioso cómo a los tíos nos salen estos fantasmas de cuernos…
Y a las tías…
¿Sí?
Creo
que no hay diferencias. Pero aquel hombre, ¿cuántos años estuvo
callando esta desazón? A los noventa años no recuerda que su mujer está
muerta y va a ver si la pilla follando con otro… Tu mujer ya está en un
nicho, o convertida en cenizas. Ya no está, no puede estar follando con
nadie. El cerebro humano es descomunal.
Fotografía: Alberto Gamazo
Por Enric González
[Fuente: www.jotdown.es]
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