Escrito por Carlos Surghi
A comienzo de los años setenta Pierre Klossowski es invitado por la televisión francesa a un programa especial sobre Marcel Proust. Fiel a la reticencia y la distancia que ya lo caracterizaban, su participación se limita a un ensayo y una entrevista que más que una revisión, parece un primer encuentro. Antes, Deleuze había escrito su Proust y los signos, y mucho antes André Maurois y George Painter sus correspondientes biografías; Gide se había arrepentido en su momento de no editar el primer tomo de En busca del tiempo perdido y el Nouveau Roman leía esa aventura con interés creciente. ¿Qué podía aportar entonces de nuevo el autor de Roberte, esta noche? ¿Sería Sade o Nietzsche el reverso de Proust? ¿Sería la memoria una versión acorde a nuestros días para el tiempo que se pierde en todo simulacro?
Klossowski se interesa por los sentidos, por la materialidad que sirve a la memoria para ir de las sensaciones a las cosas, de lo indiviso a una silueta, de la vacilación a la vocación. Por caso, en su lectura el objeto deseado, que es inconmensurable, y que es la distinción proustiana, encuentra su forma sabiendo que “un objeto solo existe descomponiéndose en una sucesión de metáforas”, en un estilo identificable por su ritmo; de ahí entonces que Odette, Albertine, Charlus y a veces el mar pintado por Wistler, o los acordes de una sonata, cuando no unos campanarios a la distancia o el aroma de un espino blanco en la noche —todas ellas figuras de ese yo que crece y desaparece página tras página— sean simples lugares de reposo para la agitación del deseo. Klossowski nos devuelve así el Proust de la mirada contemplativa, el que funda hoy una imposible moral individualista; Klossowski sabe que el mejor Proust es el de la única versión posible de la realidad, la versión retrospectiva del instante pasado, la que solo puede gestarse en la soledad de una habitación donde el mundo, la mano que corrige huyendo de la muerte, ya forma parte de la obra.
Sin embargo, el Proust que Klossowski nos presenta, antes que un autor del pasado, es el prójimo del presente. En su obra sufre y se deleita, recuerda lo perdido y entrevé la vocación futura que le demandará el último esfuerzo; y para ello, crea de una vez y para siempre la figura del escritor recluso, aquel que solo goza de vitalidad cuanto más se enferma de sí mismo al buscar una frase, un ritmo, la respiración de una imagen en el vacío. ¿Pero adónde concluye todo esto? Indudablemente, la virtud de Proust es más terapéutica que literaria y se aplica al orden de la vida antes que a la discusión académica. En este punto es donde la confluencia con Nietzsche es inobjetable; uno y otro son para Klossowski enfermos saludables, afectos gustosos de la disolución; en ambos “el arte es una fisiología aplicada, una ciencia que tiene por objeto la vida real”. ¿Pero qué vida no es real? Justamente la que no se disuelve, la que permanece siempre igual, la que teme a la risa dichosa, la que no se pierde tras la escritura de la obra. Quienes habíamos leído a Klossowski en sus secretas novelas y en sus solitarios ensayos sabíamos de esa vocación finisecular que aún permanecía intacta: el arte es ya una cosa del pasado; y este ensayo recobrado, junto a un posfacio más que admirable de Gustavo Simona —en donde Schopenhauer es otro de los nombres convocados al círculo vicioso—, no hace más que corroborar la profundidad de todo reverso: como Proust persiguiera a su Albertine, Klossowski lo hace con Roberte; como Proust entreviera el éxtasis del movimiento en un vestido, Klossowski lo entrevé en sus desnudos.
Es un alto mérito de la editorial Cactus ponerlo a nuestra disposición; tal vez la ley de la hospitalidad permanezca aún intacta.
Pierre Klossowski, Sobre Proust, traducción de Pablo Ires, posfacio de Gustavo Simona, Cactus, 2021, 96 págs.
[Fuente: www.revistaotraparte.com]
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