Claude Lanzmann —izda.— y Benjamin Murmelstein –dcha.– en 1975 en una escena de El último de los injustos. Fotografía: Avalon. |
Es un documental pero empieza como las
canciones, a punto de que rompa a llover en el andén de una estación de
tren medio desierta. Un gran cartel azul relámpago anuncia vigorosamente
que estamos en Bohušovice, en la República Checa, pero a su vera Claude Lanzmann
se pregunta si «en el mundo de hoy» —y cuidado que no dice «hoy», sino
«en el mundo de hoy»— alguien sabe siquiera dónde queda esta pequeña
localidad. Al cineasta y director de la revista Les Temps Modernes desde la muerte de Beauvoir
se le notan los años. Tiene el francés ralentizado y la presencia
atortugada aunque conserva pese a su edad, como se dice en estos casos,
el mismo genio que cuando dirigió Shoah en 1985, seguramente el mayor y más celebrado reportaje sobre el holocausto que jamás se ha hecho. En El último de los injustos, el documental que estrena en España el próximo 10 de enero, Lanzmann habla de nuevo sobre el exterminio pero sobre todo de Benjamin Murmelstein, el rabino vienés y uno de los Judenräte
—los Presidente de Consejo judíos designados en los guetos por los
nazis— a quien sus correligionarios primero y la propia historia después
acusaron de colaboracionismo y monstruosidad. Por eso empieza en
Bohušovice, que aunque pocos caigan en la cuenta fue donde los nazis
perpetraron no su mayor atrocidad numérica, pero sí una de las peores en
términos poéticos. «Entre noviembre de 1941 y la primavera de 1945,
ciento cuarenta mil judíos desembarcaron en este mismo andén», reprocha
Lanzmann a los espectadores olvidadizos, que son prácticamente todos. «O
fueron desembarcados, mejor dicho, para ser conducidos a Theresienstadt
o, como aún la llaman los checos, Terezin: la ciudad que Hitler le
había regalado a los judíos».
Theresienstadt no es como Austwitz,
Majdanek o Dachau. No ilustra el horror cuantitativo que somos capaces
de ejecutar, sino que devuelve refleja una imagen incluso peor, la de su
cualidad endiablada. Si esta pequeña ciudad fortificada no se
conservase fosilizada como museo, a lo mejor ni siquiera creeríamos lo
que ocurrió en ella. Hasta 1941 no tenía más fama que el preso más
célebre de su cárcel, Gavrilo Princip, acusado de asesinar al archiduque Francisco Fernando
de Austria-Hungría y de desatar formalmente la Primera Guerra Mundial.
Ese año, sin embargo, la propaganda alemana comenzó a anunciar que el
Reich había transformado esta ciudad en una colonia judía, un «gueto
modelo» —en palabras de Adolf Eichmann— donde acoger junto a sus familias a los ancianos y enfermos que no pudiesen participar en la Segunda Guerra Mundial.
Como atestigua El último de los injustos con filmaciones originales de la campaña propagandística, el despliegue hasta incluyó una película, Der Führer schenkt den Juden eine Stadt —El Führer regala una ciudad a los judíos—,
en la que un apresurado locutor chillón de los de la época cantaba las
excelencias de este pequeño paraíso que las imágenes ilustraban ideal,
utópico y rebosante de vida. Los jóvenes jugaban al fútbol, los mayores
al ajedrez y las mujeres paseaban con sus hijos por las calles de
Theresienstadt, y todos acudían por la tarde a charlas sobre arte y
ciencia celebradas en cálidos centros comunitarios, protegidos de la
Guerra que infectaba el mundo y liberados por fin de la represión contra
los de su clase que se vivía desde hacía años en las calles de
Alemania. Si los campos de concentración y exterminio nazis se comparan
frecuentemente con los modernos mataderos industriales, Theresienstadt
podría compararse con uno que además presentase por fuera el aspecto de
Disneylandia. Por esa razón muchos pasaron por su propia voluntad bajo
el umbral de su puerta, pese a que rezase, como en Auschwitz, Arbeit macht frei —«El trabajo os hace libres».
La entrada al campo de Theresienstadt. Fotografía: felixtriller (CC). |
«En Alemania corrió el rumor de que se
había concedido una ciudad a los judíos con aguas termales, con hoteles y
pensiones», escribió años después el propio Benjamin Murmelstein en su
libro Terezin, il ghetto modelo di Eichmann. «Dicho lugar idílico
acogería a cualquiera que por su edad o por haber resultado inválido en
la guerra no estuviera capacitado para trabajar. Las organizaciones
judías estaban autorizadas a redactar contratos para conceder
alojamiento vitalicio en ese spa de Terezin a cambio de renunciar a
todas sus propiedades y dirigirlas al fondo de Eichmann».
Pero Theresienstadt, por supuesto, no
era el paréntesis prometido contra los horrores del mundo, sino un campo
de concentración. Uno equipado con cuatro hornos crematorios donde la
muerte, según Murmelstein, «no atacaba a sus víctimas por sorpresa sino
más bien de forma ralentizada, como una fiera decrépita y desdentada. No
hería: arañaba, dejaba pudrir». El rabino, que fue el único Judenrat
que sobrevivió a Theresienstadt y que pasó dieciocho meses en la cárcel
acusado de contribuir al asesinato sistemático de sus fieles, también
especificó sobre el campo que «en la atmósfera abrasadora del verano,
invadidos por los piojos y saturados por un hedor sofocante, uno podía
encontrar en el suelo, sobre sus propios excrementos, a profesores
universitarios, inválidos, condecorados de guerra, conocidos
industriales y otros muchos que se habían llevado su documentación para
probar que habían fundado escuelas, financiado hospitales, creado becas
de estudios y ocupado funciones honorables». Es un pasaje que el propio
Claude Lanzmann lee en el documental mientras la cámara muestra las imágenes de la fortificación, hoy conservada como museo.
En 1975, absuelto de los cargos y
exiliado en Roma, Murmelstein explicó a Lanzmann su supervivencia
judicial después de que el Ejército Rojo liberase Theresienstadt en 1945
comparándose con Sherezade, la cuentista de las Mil y una noches
que conseguía evitar que el sultán la ejecutara dejando cada noche una
historia inconclusa. «Yo sobreviví porque tenía que contar un cuento»,
le confesó al francés ante la cámara. «Tenía que contar el cuento del
paraíso de los judíos, Theresienstadt». Lanzmann grababa por aquel
entonces entrevistas para su monumental Shoah —un trabajo que tardó una década en completar—, pero finalmente no incluyó el testimonio de Murmelstein, que murió en 1989. Shoah
duraba casi diez horas y en él tenía lugar casi cualquier particular
acontecido en el holocausto, de lo que se deduce que muy buenas razones
tenía Lanzmann para dejar aparte al controvertido Judenrat. Son
las mismas por las que hoy lo recupera y le consagra su propia pieza.
Tras la muerte del rabino ha comprendido, dice, que no tiene derecho a
guardarse para sí sus valiosas palabras.
Claude Lanzmann en una horca instalada en Theresienstadt durante una escena de El último de los injustos. Fotografía: Avalon. |
Porque las palabras de Murmelstein
tienen valor, de eso no cabe duda, y no solo porque el papel de los
Presidentes de Consejo durante el holocausto siga siendo objeto de
polémica. En El último de los injustos, por ejemplo, el de
Theresienstadt se sorprende por que el tribunal que condenó a muerte a
Adolf Eichmann en 1962 lo encontrase culpable solo participar
activamente en la solución final, pero no de involucrarse en hechos
singulares como la Noche de los cristales rotos. El antiguo rabino, que
confiesa sin miedo haber colaborado con el que fue responsable de la
logística del holocausto durante más de siete años, denuncia que aquella
noche histórica, la del 9 al 10 de noviembre de 1938, vio con sus
propios ojos a Eichmann, cuando no era aún teniente coronel de las SS,
abandonar Stadttempel —la Gran Sinagoga de Viena— con una palanca en la
mano, después de participar físicamente en el destrozo del edificio.
Documentada ahora con fotografías por la pieza documental, la de
Stadttempel es una historia que también nos contó el único hijo del
rabino, Wolf Murmelstein, cuando fue entrevistado en Jot Down.
No es lo único que Murmelstein le reprocha a Gideon Hausner,
el fiscal durante el proceso judicial al que fue sometido Eichmann tras
ser descubierto por el Mossad en Buenos Aires. También que en su libro Justice in Jerusalem pintase a los Judenräte —como él mismo o como el célebre Chaim Rumkowski,
el Presidente del Consejo judío del campo de Lodz— como «herramientas,
marionetas» de los nazis, una acusación que acabó por reverberar el
trabajo filosófico de Hannah Arendt a raíz también de aquel proceso. Es por supuesto de lo que va El último de los injustos
y la razón por la que este documental oscuro, brillantemente hilado y
acertadamente calmado, se hace pertinente incluso cuando han pasado casi
siete décadas desde el terror y parece que ya todo está contado. En
particular en lo que concierne a los Presidentes de Consejo judíos,
clasificados por la historia convencional como basura colaboracionista.
Murmelstein fue el único conocido que sobrevivió a los campos y durante
treinta años, hasta su entrevista con Lanzmann, se negó a hablar sobre
su papel en la planificación del exterminio de los judíos.
No revelaremos aquí, porque sería
traicionarlo, en qué pormenores confesó haber participado este anciano
ni a qué términos llegan sus explicaciones en los materiales de 1975 que
compila El último de los injustos, que se estrena el próximo 10
de enero en salas de cine y simultáneamente en internet —en las
plataformas Yomvi y Filmin—. Sirva para hacerse una idea el concepto
metafórico que defiende Murmelstein de la vilipendiada condición de los Judenräte
como él. «Le diré algo fundamental sobre la tarea del Presidente de
Consejo», le espeta a Lanzmann en un momento de la cinta. «El Presidente
del Consejo estaba en posición de ser una marioneta, pero hasta esta
marioneta debía actuar de forma que su posición le permitiera influir en
el curso de las cosas. Nadie lo entendía ni debía entenderlo. De lo
contrario, se habría llegado a la sangre».
[Fuente: www.jotdown.es]
Sem comentários:
Enviar um comentário