El capitalismo postindustrial se reproduce gracias a una epidemia de botones que no sabemos ya quién pulsa y cuyas consecuencias inconmensurables apenas podemos medir
Escrito por Santiago Alba Rico
Una tarde de 1944, durante su paseo cotidiano, el viejo Graciano, que había perdido la guerra y vendía encurtidos en el oscuro callejón del Padre Damián de Madrid, encontró en la acera un botón. Graciano tenía, por así decirlo, un carácter mineral: nada había conseguido nunca ni incendiarlo ni humedecerlo. Quizás por eso, ante ese descubrimiento diminuto, no miró a su alrededor sino hacia arriba. No pensó en el hombre o mujer concretos de cuyo abrigo se había desprendido el botón; no imaginó sus querencias, su trabajo o sus ensoñaciones; le pareció más bien que el botón había caído del cielo, como por un descuido cósmico imperdonable. Durante veinte años, entre acusatorio e ilusionado, Graciano esperó, mientras paseaba, nuevos descuidos: le alcanzaron once más, redondos y duros, que guardó en una vieja caja de Farias como pruebas irrefutables de que algo iba mal en el mundo. A veces, antes de acostarse, abría la caja, contaba los botones y los repasaba entre sus dedos con tal insistencia que, a fuerza de atención, su inexplicable superfluidad, colorida como un insecto, se convirtió en un tesoro. Ahorro al lector el espóiler de un cuento que aún no existe. Solo añadiré que Graciano, sin salir del callejón del Padre Damián, se dejó arrastrar una tarde a una especie de delirio estadístico: si en Madrid –calculó– había diez mil calles (una cifra excogitada al azar), todos los años se perdían ciento diez mil botones y, por lo tanto, en las dos últimas décadas se habían perdido dos millones doscientos mil. ¡Ni más ni menos! ¡Dos millones y pico! El viejo Graciano, que ni en los lejanos días de su juventud había sucumbido a la fantasía, se imaginó ahora con embeleso este aguacero de botones que caía sobre la ciudad sin causa y sin objeto (sin ruido siquiera), suprimiendo el pretendido orden del universo. Pero multiplicando, al mismo tiempo, la abundancia de su inútil joyero clandestino, que crecía virtualmente en paralelo a esa vida desprovista de ambiciones y alegrías.
Me he acordado de este relato inexistente al darme cuenta de que hace muchos años que no encuentro un botón por la calle. Hace tiempo, de hecho, que tampoco pierdo un botón. En estos tiempos en que la nostalgia nos reabre en la memoria antiguas galerías cabe preguntarse: ¿es que antes había más botones en nuestras vidas? Como para dar la razón a Graciano, pienso en un cuento que les leía a mis hijos cuando eran pequeños en el que Sapo y Sepo, la extraña pareja batracia de Arnold Lobel, buscan con desesperación (¡cuando perder uno era algo muy serio!) el botón que ha extraviado Sepo paseando por el prado: Sapo encuentra uno blanco y luego uno cuadrado y los animalitos del bosque, muy serviciales, algunos más, de distintos tamaños y colores, pero ninguno es el del chaleco de Sepo, que exclama desesperado: “El mundo entero está cubierto de botones y ninguno es el mío”. Al final, claro, Sepo acaba encontrándolo en la puerta misma de su casa, a la que llega, en cualquier caso, con el bolsillo lleno de botones. Al día siguiente, muy feliz, se los cose todos en la chaqueta, pero con puntadas tan firmes que nunca más –remata el autor– volvió a perder ninguno.
En su hermosísima Oda a las cosas de 1954, Pablo Neruda enumera una ristra de objetos, todos familiares y modestos. Un elogio de las cosas podría parecer una celebración del consumismo, pero presupone, por el contrario, esa ralentización de la velocidad en la que cristalizan grumos maravillosos al margen del mercado. En un mundo en el que las cosas han desaparecido en favor de las mercancías, uno se estremece ante esta riqueza elemental depositada en las manos de los más pobres, las únicas que aún siguen fabricando y tocando y cuidando un puñado de objetos vivos: Neruda adora “las tazas, las argollas, las soperas”; ama las cosas “infinitamente chicas”: el dedal, las espuelas, los platos, los floreros, las llaves, los saleros, los clavos, las escobas, los relojes. Entre ellas, por supuesto, no pueden faltar los botones: “Los botones/ las ruedas/ los pequeños/ tesoros/ olvidados”. Si de algo puede decirse que es felizmente una “cosa” es precisamente de un botón, que es al mismo tiempo redondo, duro, útil y hermoso, vistoso y práctico como una legumbre: que en la camisa es función y en el cajón alhaja. En mi casa, de niño, había un cuarto de la costura que contenía varias cajas de la costura, llenas a su vez de dedales, cintas, agujas, hilos y botones: esos botones de distintos colores y tamaños, de nácar, de madera, de corozo, de plástico, que habían sobrevivido a prendas desechadas y que, a la espera de ser reutilizados de nuevo, exponían su existencia desnuda, multitudinaria y memoriosa. Eso es exactamente una “cosa”: algo que se puede mirar, usar y descifrar al mismo tiempo. Por eso una caja de la costura subroga mejor que ningún otro objeto el lío de la memoria, donde un montón de recuerdos enredados nos llevan, al final de un embrollo de hilos, a un botón rojo –o negro– inesperado. En El cuarto de atrás, la novela sobre la memoria que Carmen Martín Gaite escribió en 1978, la protagonista se levanta de la cama somnolienta, en un duermevela confuso, y en la penumbra golpea sin querer la cesta de la costura, por cuya tapadera de mimbre “escapan carretes, enchufes, terrones de azúcar, dedales, imperdibles, facturas, un cabo de vela, clichés de fotos, botones, monedas, tubos de medicinas, allá va todo, envuelto en hilos de colores”. En ese bullicio desordenado del pasado los botones ocupan un lugar especial: representan la verdadera abundancia en la pobreza, el joyero de la madre, las únicas monedas que el generoso puede contar con inocente avaricia y sin perder el juicio.
En un mundo en el que las cosas han desaparecido en favor de las mercancías, uno se estremece ante esta riqueza elemental depositada en las manos de los más pobres
La palabra “botón” viene del francés bouton, que designa originalmente la yema de una planta o de una flor y que procede del verbo boter (botar), mutación del fráncico botan (golpear o empujar), vástago remoto, a su vez, de la raíz indoeuropea bhau (golpear, batir), que por los caminos más insospechados, mediante rodeos y bifurcaciones, acaba dando lugar también a nuestros verbos “joder”, “refutar” y “hostigar”. “Botón”, que no tiene sinónimos, detenta una multitud de homónimos, hasta el punto de que la RAE ofrece hasta 12 acepciones distintas del término, incluida la que, en plural, convierte al botón en una unidad humana, “el botones”, esa figura felizmente obsoleta del recadero de hotel o de banco cuya modestia social se veía compensada por una librea paródica, remedo e inversión de la casaca militar, con dos o tres hileras de botones en la pechera. En el ingenuo y hermoso poema de Gloria Fuertes, Autobiografía, su tentativa pacifista de detener la guerra la conduce finalmente, tras la matanza, al lugar más triste: “Quise ir a la guerra, para pararla,/ pero me detuvieron a mitad del camino./ Luego me salió una oficina,/ donde trabajo como si fuera tonta,/ –pero Dios y el botones saben que no lo soy”. Entre el Dios que tiraba los botones recogidos por Graciano y el botones joven y pobre que la entendía, había un mundo ancho y ajeno que Gloria Fuertes recorría, por si acaso, haciéndose la tonta, con su gordura inofensiva y su voz de niña, siempre al borde de todo: de la guerra, de la fama, del amor, del suicidio, de la playa: siempre “al borde de despertar”.
El botón en latín se decía globulus; el de la flor gemma o calix; el ornamental patagium. Es difícil creer que este adminículo honrado, modesto e inocente, asociado a la hacendosidad de las mujeres y a los juegos de los niños (“debajo un botón/ que encontró Martín/ había un ratón”), tenga a sus espaldas una historia de prestigio marcial y distinción clasista. El botón que yo amo no existió realmente hasta el siglo XII, cuando a alguien se le ocurrió inventar el ojal, y aún tuvieron que pasar muchos siglos antes de que los nuevos materiales permitieran democratizar los botones; después de lo cual, como ocurre casi siempre, la clase ociosa abandonó el terreno y buscó en otra parte las insignias de su poder. Inventariado en distintas civilizaciones desde hace miles de años, el patagium romano, casi siempre de oro, prolongaba, pues, una tradición milenaria: la de coserse en la toga botones muy llamativos, a modo de condecoraciones o medallas, cuyo único propósito era el de señalar la riqueza o el cargo de sus propietarios. Los botones, por tanto, no sujetaban nada, pero tampoco existían fuera del acto de mostrarlos en público. Se señalaban a sí mismos, podríamos decir, como puros fonemas sin entraña. Así fue durante siglos, incluso después del milagro del ojal, pues los botones se hacían de cristal o de cuerno, luego de marfil o de nácar, soportes inaccesibles para los más pobres. No es extraño, por eso, que la pasión clasista de los botones se ciñese sobre todo al ámbito de la corona y al del ejército. En 1520, por ejemplo, el rey francés Francisco I, se hizo coser 13.000 botones en su traje de terciopelo para recibir en su palacio a Enrique VII de Inglaterra. La importancia que los militares, por su parte, han concedido a los botones se revela muy claramente en las ceremonias de degradación, donde ese humillante descenso se marca mediante una emasculación figurada, pues castración es el hecho de arrancar al degradado los botones de la casaca, metonimia visible, cosida al cuerpo, del honor masculino y la virilidad.
En ese bullicio desordenado del pasado los botones ocupan un lugar especial: representan la verdadera abundancia en la pobreza, el joyero de la madre
Hay una película muy bonita de Ives Robert, rodada en 1962, que se llama La guerra de los botones (revisitada luego en 1994 y en 2011) en la que, durante unas vacaciones campestres, dos grupos de niños se enfrentan en encendidas batallas de esgrima, cuyo trofeo son los botones del adversario. La película está basada en una novela del antimilitarista Louis Pergaud, nacido en 1882 y muerto en las trincheras de la I Guerra Mundial. La narración tiene una lectura menos ingenua de lo que el entusiasmo inocente de los niños y la confraternización final podrían hacer creer. Nada hay que objetar al hecho de que los chavales crucen sus espadas de madera con denuedo mientras sus padres se matan de verdad en la guerra; entre una espada de juguete y una espada de acero, lo explicó muy bien Chesterton, hay la misma diferencia que existe entre la seriedad y el juego: los niños se toman en serio la batalla y no matan a nadie; los adultos juegan a la guerra y destruyen el mundo. No hay ningún paso necesario e inevitable desde una fantasía seria a una realidad terriblemente lúdica, como no lo hay del erotismo a la violación (o de la lectura de Macbeth al asesinato del rey de España). Creo, de hecho, que las fantasías regladas, privadas o colectivas, nos protegen de las imitaciones peligrosas; es decir, de las imitaciones criminales: que son las de los hombres que imitan, con cañones de verdad, a los niños que imitan a los imitadores usando pistolas de plástico.
No, lo inquietante de la película no es esa maravillosa fantasía de verano en medio de una guerra lejana. Es la ambigüedad de los botones. En una de las escenas, tras una escaramuza, la humillación del cautivo remeda, en efecto, la ceremonia de la degradación que sufren los desertores o traidores en el ejército. Los contendientes son niños, es verdad, y están jugando; pero esos botones que le cortan al niño prisionero, al contrario de los de la casaca militar, no son puramente suntuarios o metonímicos. Se los ha cosido la madre trabajosamente en casa y cumplen la función de cerrar la camisa y sujetar los pantalones. Son botones de niño, botones con ojal, botones banales y civiles que no se pueden militarizar. A un patagium se le puede hacer eso; un patagium, aún más, se lo merece; pero el botón-cosa de la oda de Neruda, el que le cae del cielo a Graciano, el que busca con desesperación el pobre Sepo, ese no podemos verlo arrancado, cortado, caído en el suelo, sin el dolor de una subversión elemental. Hemos tardado muchos siglos en conquistar el botón y llevarlo a la caja de la costura para entregárselo de nuevo a los reyes y los generales. Los botones de la película son los nuestros, lo que explica la emocionante ingenuidad que transmite la película, pero también la brutalidad de la escena del prisionero sometido a la desbotonación.
(Digamos entre paréntesis que lo contrario de una armería es una mercería, donde es imposible no quedarse embelesado en la sección de botones, enganchado por lo ojos a la más pacífica auri sacra fames imaginable. Un niño que fui yo amaba interrumpir sus batallas de espadachín con los amigos para acompañar a su madre a comprar botones).
El botón que yo amo no existió realmente hasta el siglo XII, cuando a alguien se le ocurrió inventar el ojal
“Botón”, lo hemos dicho, no tiene sinónimos, aunque sí objetos afines, como la cremallera y el broche, más recientes y que apetece poco coleccionar. Tiene –también lo hemos dicho– distintos significados, muy dispares entre sí, aunque todos deudores de la yema o la gema de las plantas, cierre abultado del tallo desde el que retoña todos los años, si la dejamos, la naturaleza (“el botón de los blancos rosales” de Rubén Darío). Ahora bien, hay una tercera acepción –junto a la de la flor y a la de la caja de costura– que nos inscribe, de pronto, en el campo de tecnología, pues “botón” es también el interruptor o conmutador que activa o desactiva el movimiento de una máquina. Eso quiere decir que, si bien no todos los botones son capitalistas (pues quiero creer que en otros mundos posibles podremos encender la lámpara o apagar el despertador), el capitalismo postindustrial se reproduce gracias a una epidemia de botones que no sabemos ya quién pulsa y cuyas consecuencias inconmensurables apenas podemos medir. Todos estamos todo el día apretando botones sin apenas conciencia de las efervescencias intangibles, inasibles, que introduce ese gesto en nuestras vidas y a su alrededor. En este sentido, el mito del Génesis reelaborado podría hoy sustituir la idea de creación por la de un inconsciente “on” en un teclado: alguien apretó un botón un día y el mundo marcha desde entonces solo, sin que sepamos encontrar el “off” que lo detenga. Lo he escrito otras veces: no viajamos en un tren, como quería Walter Benjamin, sino en un avión, donde casi todas las funciones están automatizadas y desde donde –como lo prueba la tecnología de guerra– es más fácil la destrucción que la creación. El botón-cosa de la caja de la costura prendido luego en la camisa es pequeño y sustenta su ingenua grandeza en la pequeñez mensurable de su intervención: lo miramos, lo cosemos, lo abrochamos, lo olvidamos. Todo lo contrario de lo que ocurre con el botón del cuadro de mandos de un avión militar. Su engañosa pequeñez de alubia o de escarabajo –y de ahí su nombre– no es la de una cosa sino la de un fiat al revés, cosido a la piel del mundo: ¿cómo es posible, ay, deshacer tantos cuerpos, derribar tantos edificios, con un gesto tan diminuto? La mano es humanamente comprensible; la tecnología no. En las leyendas tradicionales tenemos el fruto que no hay que comer, la puerta que no hay que abrir, la habitación en la que no hay que entrar. Ahora tenemos también el botón que no hay que apretar. El problema es que hace falta mucha más imaginación para seguir la trayectoria de una bomba que el pespunte de una aguja; y como ningún ser humano tiene tanta (imaginación), el botón del avión nos da mucha menos pereza que el de la camisa. Uno puede reprimir una tentación, un reflejo no. Mucho cuidado. Comer el fruto equivocado nos expulsó, según la biblia, del paraíso; apretar el botón equivocado nos puede expulsar también del lugar al que fuimos expulsados (y al que nos hemos felizmente acostumbrado, con sus cajas de la costura, sus amores contrariados y sus cuchilladas traperas). Más allá de estas puertas, recordémoslo, no hay ni siquiera un infierno –un tercer recinto– en el que refugiarse.
Pero volvamos un momento, antes de acabar, al botón-cosa que amo. Hubo un tiempo en que a Europa le preocupaban los botones, aunque solo fuera en el modo verdadero y banal que resume esta frase: “Abotónate bien, que hace frío”. Hubo un tiempo en que a los europeos de clase media les preocupaba perder un botón: “¡Ya has perdido otro botón, coño! Tráeme la caja de la costura”. El poeta letón Knuts Skujenieks, muerto en julio de este año, nació en 1936, más o menos en la misma época en la que a Dios se le cayeron los botones que Graciano recogió. Pues bien, en 1964 escribió un poema titulado precisamente El botón, que comienza así: “Como un cerezo que protege en su copa/ el último de sus frutos,/ protejo yo en mi camisa raída/ el único botón que me queda”. Es el botón que alguien, seguramente su madre, le cosió en tiempos lejanos, a pesar del hambre, la nieve y el sueño, “con hilo de amor y eternidad”. Skujenieks sabe lo importante que es no perderlo: “La noche ha vencido al día./ Miro hacia la única ventana iluminada./ No hay ventana. En el pecho me brilla la vida/ sobre el botón que un día me cosiste”.
Estaría bien ver caer esta tarde un aguacero de botones, y no de bombas, sobre el mundo.
Estaría bien que esta tarde, mi amor, nos cosiéramos el uno al otro los botones y luego nos desabotonáramos despacio la camisa para confirmarnos con las manos el mundo que aún llevamos dentro.
[Foto: PXHERE - fuente: www.ctxt.es]
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