sábado, 8 de junho de 2019

Mario Levrero, dar cuerda a las cosas muertas

El libro 'Cuentos completos' de Levrero condensa el universo literario del escritor uruguayo con sus mejores creaciones, entre 1970 y 2003, y otros cuentos que se creían inconseguibles.
 
 
 
Escrito por Juan Bonilla

Quizá La novela luminosa (2005) ensombreció acaso el resto de la obra de Mario Levrero (Montevideo,1940-2004). Publicada un año después de su muerte, la novela -disfrazada de no novela, de diario con el que suplir la imposibilidad de erguir una novela- agigantó a un autor siempre esquinado, del que nos habían llegado los libros a cuentagotas, uno de esos autores de cultos que, por paradójico que suene, se enorgullecía de proceder de la novela popular.

Uno lo descubrió en La ciudad, publicada en España en 1999, es decir, casi treinta años después de su edición original. Mucho tiempo para cruzar un charco. Pero poco a poco se ha ido imponiendo la convicción de que Levrero era un mundo, puede que, como apunta Fabián Casas en el prólogo de la recopilación de sus Cuentos Completos (Random), dos.

Sinceramente no tengo tan clara esa división entre el primer Levrero, virado hacia el absurdo, la extrañeza y la fantasía, y el Levrero más plantado en lo real y en lo autobiográfico al que debemos su obra mayor. Lo real siempre tiene en Levrero un mecanismo que le hace rozar lo absurdo, mientras que lo absurdo se nos presenta siempre con la eficaz convicción de la realidad. En su primer libro de relatos, memorablemente titulado La máquina de pensar en Gladys, hay uno en el que el protagonista se da cuenta de que el mechero no le funciona y decide descomponerlo para localizar la avería: al desmontarlo, las piezas que lo componían empiezan a ocupar toda la casa y acaban echando al protagonista. El cuento está a punto de ser solo un chiste, aunque haga pie en Kafka, como casi todas las piezas del primer Levrero, y se salva por la potencia con que la prosa de Levrero encarna la perplejidad de lo que se narra, aunque sea más uno de esos relatos de los que te acuerdas por la felicidad de la ocurrencia que por su exposición.

Pasa de vez en cuando con Levrero, porque en sus momentos más débiles corre ese riesgo de explorar una ocurrencia, pero en sus mejores momentos, como en el relato El sótano, Levrero consigue de manera solvente que los componentes fantásticos o irreales se disfracen de pura realidad. Ahí, en El sótano, un cuento para niños en apariencia, la singladura de un niño que guiado por un abuelo perdido en su propia casa intenta adivinar qué hay en El sótano, Levrero muestra todas sus claves: para empezar no le teme a los límites que imponga ningún género -era consumidor hechizado de narrativa pulp-, embarca al lector en la misma singladura en la que va el narrador, a menudo un espectador impotente, un simple notario de la plantación de perplejidades que es el mundo. El mundo por decirlo así, enfáticamente: en realidad muchos de los cuentos de Levrero tienen a la casa por protagonista, y hay pocos escritores capacitados como él para inyectarle vida a las cosas inertes.

En La máquina de pensar en Gladys -que es en realidad un poema en prosa más que una pieza narrativa-, alguien repasa, antes de irse a dormir, que todo está en su sitio, y realiza un inventario doméstico. Entre los objetos que menciona está esa máquina que da título al texto y que no precisa siquiera ser descrita para golpearnos con su rumor.

La recopilación de unos Cuentos completos supone siempre, para un escritor, un asunto problemático: tengo la sospecha de que casi todos los cuentistas recogen sus cuentos en volúmenes para que alguna de sus piezas alimente alguna vez, en el futuro, una antología hecha por otro. Levrero publicó siete libros de cuentos que puestos una tras otras sus sesenta piezas pesan cerca de setecientas páginas. Dada la flexibilidad del propio género, que Levrero aprovechó como aprovechaba todo lo que pudiera servirle sin pararse en su prestigio o su procedencia, conviven en el libro microrrelatos y novelas breves, ejercicios de calculado riesgo retórico y tintes surrealistas que no han envejecido bien con unas cuantas piezas ciertamente memorables, como Los carros de fuego, un cuento en el que, otra vez, un personaje es expulsado de su casa por una invasión de ratones y tiene que salir a buscar un gato, o Espacios Libres en el que un hombre obtiene un perro para seguir el rastro de la mujer que ama.

Son estas, naturalmente, las que tasan la estatura como cuentista de Levrero, que a veces también se permitía recurrir al mero boceto de personaje (El inspectorEl mendigo) con elocuente calidad de página. En todas ellas un estilo diáfano, alérgico a cualquier asomo de pomposidad, aligerado siempre por la capacidad humorística del autor, presente incluso en los textos más graves. Al final de su sexto libro se encuentran dos textos intensos, Diario de un canalla Entrevista imaginaria, que enlazarán este volumen con La novela luminosa. No en vano esta, de alguna manera, sigue el mismo mecanismo que el cuento del mechero al que me he referido: se trata del desmontaje de las piezas que forman un objeto -una novela, una vida- y que una vez sacadas de donde estaban acaban ocupando una extensión irreal y formidable.

Cuentos completos, que se enriquece con unas notas finales del hijo del autor, nos procura la imagen fresca, a ratos deliciosa, de un escritor que, como las voces más nítidas de nuestra literatura, es un maestro peligroso: resulta muy complicado ir más lejos en sus estrategias de donde él llegó.

[Fuente: www.elmundo.es]

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