El segundo
término es más preciso, pero con él se produce una división del mensaje en
dos lemas
Escrito por ÁLEX GRIJELMO
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Sergio del Molino tituló La España vacía el
libro que publicó en 2016 para abordar las rémoras sociales y económicas
relacionadas con el desigual reparto de la población. Su obra activó las
conciencias, aportó información y argumentos, fue el desencadenante de una
lucha nueva.
El problema, sin embargo,
venía de lejos. En 1976, la cantautora Myriam de Riu había grabado Se busca, cuya
letra proponía reunir a un grupo de personas dispuestas a dar nueva vida a
alguna aldea castellana deshabitada: “Se busca además / un alcalde, un herrero
y un juez de paz. / Una maestra, un tendero, / una matrona, un cartero / y un
capataz”…
Vicente Bielza escribió en 1977 sobre la despoblación
aragonesa; Alejandro Córdoba lo hizo en 1983 sobre la de
Soria; Ignacio Prieto, en 1998 sobre León… Muchos otros trabajos
abordaron el problema. Y a finales de los noventa, todos acogimos con simpatía
la campaña Teruel
también existe; y más tarde se abrieron nuevos frentes de reclamos con
toda justicia; por ejemplo, sobre el inconcluso ferrocarril Santander-Mediterráneo, que
habría cambiado la distribución humana de media España.
Hace 20 años se publicó Los pueblos del silencio, de Elías Rubio, que retrata y describe los 64
núcleos deshabitados en la provincia de Burgos y da fe, por ejemplo, de sus
hermosos nombres: Loranquillo, Herramel, Ahedillo, Avellanosa, Castil de
Carrias, Turrientes, Cortiguera, Tabanera…
Pero en todo ese tiempo, las ideas sobre el abandono de buena parte del
centro de España carecieron de un lema certero que sirviese de enseña
aglutinadora, reflejara el problema y lo lanzase a la agenda pública. Y en eso
llegó la expresión “la España vacía”, que se acuñó con general aceptación.
El Diccionario dedica
precisamente la tercera acepción de “vacío” al concepto que aquí nos concierne:
“Dicho de un sitio: Que está con menos gente de la que puede concurrir a él”.
Después, distintos grupos sociales intensificaron sus reivindicaciones y
organizaron para el pasado 31 de marzo una gran manifestación en Madrid. Pero cambiaron la última
palabra de esa locución: prescindieron de “vacía” para elegir en su lugar “vaciada”. Se pretendía con ello transmitir que esta
despoblación no ha ocurrido por un fenómeno natural incontrolable (terremotos,
inundaciones, bolas de fuego caídas del cielo…), sino por la mano humana.
No les falta razón. “Vacía” evoca la foto de un momento, sin referencia
a la penosa transformación producida en esos lugares. Por el contrario,
“vaciada” procede del participio de “vaciar”, y denota así una acción que
empezó y terminó: esa España está vacía porque ha sido vaciada. Sí, pero ¿por
quién? La locución tampoco señala un culpable concreto.
A pesar de esa mayor precisión del término “vaciada”, me sentí incómodo
con él. Como persona concienciada desde hace años con el problema de la
despoblación y las emigraciones de Castilla, pensé que, si ya habíamos adoptado
la fórmula de Sergio del Molino, no convenía dividir nuestros mensajes en dos
lemas, en dos banderas: ¿Debemos hablar de “vacía” o de “vaciada”? ¿Hay que
añadir un doblete más, como ya se empieza a oír? (“los problemas de la
España vacía o
vaciada”). ¿Cuál de los dos términos nos parece más movilizador y
progresista?
Ojalá que en un asunto tan transversal, tan demostrable, no se dividan
las fuerzas al discutir una vez más sobre vocablos identitarios, porque separan
y debilitan a quienes en realidad están de acuerdo.
[Foto: ALVARO GARCIA
- fuente: www.elpais.com]
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