domingo, 2 de fevereiro de 2014

Homero no escribía en español

El 40% de los libros que se publican en España son traducciones. A pesar de ello y de ser los encargados de que se pueda leer en castellano al francés Marcel Proust, al alemán Thomas Mann o al reciente Nobel turco Orhan Pamuk, los traductores siguen siendo grandes desconocidos para el lector medio. La precariedad laboral y la falta de reconocimiento son los grandes problemas a los que se enfrenta un colectivo que la próxima semana celebra su reunión anual en Tarazona.

Escrito por Javier Rodríguez Marcos


La traducción es una labor invisible. Y lo es gracias a los traductores y, paradójicamente, también a su pesar. Por el lado positivo, una buena traducción hace tan poco ruido como un motor bien engrasado. Por el negativo, muchos lectores consideran que los libros ya vienen escritos directamente en castellano. Toda una paradoja si se tiene en cuenta que las traducciones suponen el 40% de la producción editorial española. A esto cabría sumar la poca atención que los críticos dedican a los traductores y lo mal que las editoriales pagan su trabajo. Así resume las principales quejas de su gremio Mario Merlino, traductor de autores como Clarice Lispector y António Lobo Antunes y presidente de ACEtt, la sección autónoma de traductores de la Asociación Colegial de Escritores (www.acett.org). Con todo, Merlino insiste en que, contra el tópico, traducir en España no es llorar. Ya no: "Pasaron los tiempos en que una editorial compraba una traducción y disponía de ella indefinidamente y a su antojo". La Ley de Propiedad Intelectual de 1987 reconoció por fin la autoría de las traducciones, sometidas desde entonces a los correspondientes derechos. ACEtt se había fundado cuatro años antes y en su primera junta rectora participaron, entre otros, el eslavista y narrador Juan Eduardo Zúñiga y Esther Benítez, la mítica traductora de Italo Calvino, fallecida ya. "Esther me hizo ver que traducir no es una afición para los ratos perdidos sino un trabajo. Y que había que luchar por unas condiciones laborales dignas", recuerda María Teresa Gallego, que ha vertido al español la obra de autores como Balzac, Camus o Amin Maalouf y ejerce como vicepresidenta de ACEtt.

¿Cuánto cobra un traductor? Aunque cada uno negocia con el editor sus condiciones particulares, la propia ACEtt tiene estipuladas unas tarifas mínimas por página que crecen en función del idioma: inglés y lenguas romances, 10,50 euros; alemán, rumano y griego moderno, 12; lenguas clásicas, eslavas, semíticas y vascuence, 13,50; lenguas orientales, 18. Las tarifas se aplican sobre un anticipo a cuenta de un porcentaje de los derechos que produzca la obra. Dicho porcentaje va desde el 0,5% al 1% en autores con derechos vigentes hasta el 4% en autores cuya obra es de dominio público. Como explican Merlino y Gallego, los precios se organizan menos por grado de dificultad que en virtud de la oferta y la demanda. Poca gente traduce del chino o del japonés y por eso se paga mejor. "En España traducimos dos del turco", añade Rafael Carpintero, traductor del reciente premio Nobel de Literatura Ohran Pamuk. El otro es Fernando García Burillo, responsable de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Desde Estambul, en cuya universidad trabaja desde hace veinte años, Carpintero subraya que más que el trato de las editoriales le duele el maltrato de la crítica literaria. Y donde dice maltrato debe decir silencio: "Nos ignoran. Si una traducción es buena, los críticos no dicen nada. Si es mala, se despacha de cualquier manera sin entrar a mirar el original. En España no se hace crítica de la traducción". En esto coinciden todos los traductores, que durante años enviaron una flor a los críticos que se ocupaban de su trabajo y un cardo al que no. Ya se han cansado de hacerlo. "Somos invisibles", insiste María Teresa Gallego. Es una pescadilla que se muerde la cola. El crítico no se ocupa de las traducciones y el lector medio no tiene conciencia de que los libros se traducen, de ahí que no considere la traducción como un factor importante a la hora de comprar un libro. "La consecuencia", concluye Gallego, "es que, como no se trata de un factor comercial, el editor no invierte en traducción. No es cuestión de vanidad ni de salir en la cubierta junto al autor, que pocas veces salimos, es una cuestión de dignidad laboral. El día en que las traducciones influyan realmente en las ventas, los editores las pagarán dignamente. En algunos casos parece que se hace un favor a los que empiezan dejándoles traducir".

Salvo contadísimas excepciones, en España nadie vive de la traducción. Todos los que se dedican a ella son además profesores, editores, funcionarios o intérpretes. Sucede incluso con las lenguas en expansión. Anne-Hélène Suárez, traductora del chino y profesora universitaria, es pesimista: "Aquí no hay tradición sinológica, sólo hay estudios de lengua china moderna, así es que hay poca gente con nivel para la traducción literaria. Como no hay demanda, los estudiantes prefieren trabajar para empresas o como intérpretes. Hay un boom, sí, pero no es un boom literario. Puede que en Francia la traducción no esté mejor pagada que aquí, pero allí, al menos, da prestigio. Aquí no da ni prestigio. Al traductor no se le considera, no se le reconoce su labor. Para colmo, en ocasiones se sigue traduciendo a los autores orientales a través de un tercer idioma porque hacerlo directamente es más caro y más lento". Fue el caso de Gao Xingjian, Nobel chino en 2000 al que Ediciones del Bronce prefirió traducir del francés para aprovechar rápidamente el tirón del premio. También fue, más recientemente, el caso de la japonesa Murasaki Shikibu, una clásica de finales del siglo X cuyas historias de Genji conocieron el año pasado sendas versiones simultáneamente en Destino y Atalanta. En ambos casos las traducciones se hicieron a partir del inglés.

Con todo, en España se traduce mucho y, en general, bien. Y no sólo libros inéditos en español, también se vuelve sobre los clásicos para ajustar las versiones nuevas a las nuevas investigaciones. Muchas veces para sorpresa de los lectores. Así, La metamorfosis pasó a titularse La transformación en la traducción de Juan José del Solar para las obras completas de Franz Kafka en Círculo de Lectores. Por su parte, Luis Magrinyà, novelista y director de la colección de clásicos de la editorial Alba, acaba de rescatar su propia versión de Juicio y sentimiento, de Jane Austen: "Es un título que en los años noventa se vio arrastrado por la película, pero Sentido y sensibilidad no tiene ningún sentido. Sense es el seny catalán, y lo más cercano, en castellano, es cordura, juicio. En muchos casos, la editorial cumpliría con mantener el título bueno y poner una faja diciendo que es la novela en la que se basa la película tal. Con todo, la tradición pesa. Como editor, yo mismo no me atreví a cambiar Grandes esperanzas, de Dickens, por grandes expectativas o grandes ilusiones. En el cine pasa más. ¿Quién es el guapo que cambiaría ahora Sonrisas y lágrimas por El sonido de la música?".

Entre tanto, En busca del tiempo perdido pasó a ser A la busca del tiempo perdido en la versión de Mauro Armiño para Valdemar. Tanto él como Carlos Manzano, traductor a su vez para Lumen de la obra de Proust, titularon Por la parte de Swan el primer volumen de la novela. En 1920, el poeta Pedro Salinas lo había titulado Por el camino de Swan en una versión publicada ahora por Alianza y que desde entonces ha vendido alrededor de un millón de ejemplares. "No dudé con ese título", recuerda Manzano. "Proust era un exquisito, pero adoraba el lenguaje popular y lo usaba siempre que podía. Es lo que hizo con 'por la parte de', que en España se usa en los ambientes rurales". Para Manzano, ocuparse de Proust -al que traduce al ritmo de un tomo al año, aunque culmine la faena en sólo dos meses- fue un sueño que se hizo realidad el día en que la obra del escritor francés quedó libre de derechos. Manzano, un madrileño de 60 años que vive en Ibiza desde hace 30, cuenta que para poder dedicarse a la traducción literaria trabajó durante décadas como traductor para la ONU: "Como pagaban muy bien, trabajaba cuatro meses al año y luego me dedicaba a Malcolm Lowry o a Céline".

¿Es cierto, pues, que cada generación necesita una nueva versión de los clásicos? Isabel García Adánez, que el año pasado publicó su traducción de La montaña mágica (Edhasa), opina que sí. La versión anterior, de Mario Verdaguer, tenía ya 70 años. Y la novela de Thomas Mann, 81. "Lo que para Verdaguer era un contemporáneo, para mí es un clásico", señala Adánez. "Amén de que el texto estuviera incompleto, ahora sabemos más sobre Mann, hay más fuentes -sus diarios, por ejemplo-, más distancia, más apoyos. No sé si la versión nueva es mejor, sí es más consciente, más precisa, más documentada". Carlos García Gual, traductor de la Odisea (Alianza), abunda en esa opinión: "Ahora conocemos mejor a Homero. Por lo demás, cada traducción revela el tiempo del traductor. Las del siglo XVIII, por ejemplo, hoy nos parecen frías. Los grandes poetas deben traducirse una y otra vez. Los clásicos no envejecen, las traducciones de los clásicos, sí". No obstante, hay versiones que han envejecido bien. El propio García Gual señala la que Diego López de Cortegana hizo en el siglo XVI de El asno de oro, de Apuleyo. Sus colegas añaden sus propios emparejamientos: Emilio García Gómez y los poetas arábigo-andaluces, Lydia Kúper y Guerra y Paz, el poeta Ángel Crespo y la Divina comedia, Laureano Ramírez y Los mandarines, de Wu Jingzi, o Javier Marías y el Tristram Shandy, de Lawrence Sterne.

Para Mario Merlino, no habrá verdadera historia de la literatura en español hasta que no se reconozca la aportación de las traducciones. Y no necesariamente las hechas por escritores, que en ocasiones tienden a meter excesivamente su cuchara en el texto ajeno. El caso de Borges está en boca de todos. "La traducción no es una tarea artística sino científica, como mucho, una artesanía", sostiene Carlos Manzano, que añade a su rigurosa lista negra de artistas traductores a Carmen Martín Gaite. Y que concluye: "Antes de la era de las imágenes en la que vivimos, la gente que no podía ir al Prado sólo tenía acceso a los cuadros a través de copias. Para el que no tiene acceso a un idioma, el buen traductor es un copista en el Prado, o un experto que dice si un cuadro está limpio, pero no es Picasso pintando sus propias Meninas". ¿Y qué es un buen traductor? Todos dudan. María Teresa Gallego apunta: "El que hace propio un libro y luego lo vuelve a escribir en su lengua, el que encuentra en la lengua de llegada recursos equivalentes a los de la lengua de partida, el que produce en el lector español el mismo efecto que el libro original produce en un lector de la lengua original".

[Fuente: www.elpais.com]

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