Ese latiguillo funciona como prevención exculpatoria para expresar que no hay más remedio que decir lo que se dirá
Los jugadores del Barcelona, en abril de 1975. Rexach es el segundo por la derecha entre los agachados. |
Un periodista le preguntó a Carles Rexach después de que el jugador del Barcelona marcara tres goles al Feyenoord en una eliminatoria de la Copa de Europa 1974-1975: “¿Se siente satisfecho con su partido?”.
Hombre, si el futbolista barcelonés había logrado tres goles, y hasta le anularon el cuarto, si su equipo había superado la eliminatoria, si las crónicas de radio ya hablaban de la noche mágica de Rexach, ¿cómo se iba a sentir él? Vaya pregunta.
Algunas entrevistas periodísticas pospartido ponen a prueba la habilidad del deportista para no parecer un presumido y además un simple. Y en casos así conducen a dos respuestas posibles. La más esperable: “Bueno, lo importante no es mi actuación sino el equipo”. Y la otra: “Sí, estoy muy contento con el partido que he hecho porque he marcado tres goles, y creo que esta noche quedará en la memoria del barcelonismo y que he sido el mejor sobre el terreno de juego”. Pero la segunda opción implica una muestra de vanidad que la gente suele censurar. Así que para ese caso el fútbol moderno ha descubierto un latiguillo fantástico: la verdad que. Después de la verdad que, ya se puede mencionar cualquier mérito, individual o colectivo, porque tal muletilla funciona como contraexpectativa (María Amparo Soler Bonafont, 2017) y como prevención destinada a expresar que no hay más remedio que decir lo que a continuación se dirá, puesto que la locución viene a significar más o menos esto: “Se espera que no diga esto, por humildad, pero no tengo más remedio; usted me pregunta y debo contestarle sin tapujos”. De ese modo, la verdad que se consagra como latiguillo exculpatorio empujado por la cortesía de responder a lo que el periodista plantea.
Antaño se usaban expresiones más rimbombantes: “En honor a la verdad”, “todo hay que decirlo…”. Y otras que reconocían explícitamente la falta de recato con la intención de quedar absuelto precisamente por esa confesión: “Aunque esté mal que yo lo diga…”, “perdón por la vanidad, pero”, “no es por echarme flores”…
La verdad que (se omite el “es” a fuerza de usarlo) constituye cada vez más una atenuación destinada a resaltar la sinceridad por encima de la modestia, y va sustituyendo en el lenguaje común a otras locuciones similares, como “en verdad”, “bien es verdad que” o “a decir verdad”.
Aunque prolifera ahora, viene de antiguo, claro, como refleja la literatura. Por ejemplo, Jardiel Poncela le hace decir a un personaje: “Y la verdad es que, efectivamente, yo he metido en mi cama a todas esas señoras y señoritas exceptuando a aquellas con las que utilicé su cama propia” (Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, 1931). Y 40 años antes, en 1890, Jacinto Octavio Picón pone en boca de otro: “La verdad es que soy el médico joven que más trabaja en Madrid” (La honrada, 1890). Y en un diálogo de García Hortelano se lee: “La verdad es que lo hago perfecto” (El gran momento de Mary Tribune, 1999). Por tanto, las frases que los deportistas se ven abocados a pronunciar se inscriben en esa línea de pedir perdón por presumir. El lenguaje funciona así, a veces sale de los libros para anidar en la sociedad y volar en las palabras de un futbolista. Y al revés.
Sin embargo, resulta curioso que esta locución no haya saltado a la política, en frases como “la verdad que estamos gobernando muy bien” o “la verdad que nuestra alternativa de gobierno es la mejor posible”. En la política se estila poco pedir perdón, y mucho menos pedir perdón por la inmodestia.
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