Publicado por Karlos Zurutuza
Judío de cuna, gitano de sangre y cristiano de fe: así era Mishka. Un tipo de aquí y de allá, un ser tan extemporáneo que ya tocaba el «Bella Ciao» décadas antes de que el mundo lo descubriera.
Llegamos a él a través de Fausto Giovannardi, un inquieto ingeniero italiano que, de tan inquieto, se hizo con un CD con el título: Klezmer, música swing yiddish en un puesto del barrio latino de París. La adquisición se produjo en junio de 2006, pero al ingeniero le llevó unas semanas escucharlo. Lo hizo en el coche, camino del trabajo.
—De repente, sin darme cuenta, empiezo a cantar. ¡Era la música de «Bella Ciao»! Me detengo y leo el título: «Koilen (3′.30) – Mishka Ziganoff, 1919»—, explicaba Giovannardi a un corresponsal de La Reppublica. Que una tonada judía de principios del siglo XX hubiera viajado desde los confines del mar Negro a Estados Unidos para volver a Europa convertida en un himno antifascista le pareció más que intrigante. ¿Pudo haber sido un emigrante italiano a su regreso de Estados Unidos?
Con el CD en el bolsillo de su chaqueta, Giovannardi se pone manos a la obra.
Un profesor de la universidad californiana de Berkeley le explica que la melodía de Koilen tiene un distintivo sonido ruso, y que tal vez tenga su origen en una canción popular yiddish. La Biblioteca Británica de Londres confirma que Mishka Ziganoff era un judío procedente del este de Europa, y que la tonada en cuestión era una versión de la canción yiddish «Dus Zekele Koilen», «Una pequeña bolsa de carbón», de la cual existen al menos dos grabaciones anteriores.
Entre viaje y viaje, entrevista y entrevista, Giovannardi se va dejando llevar por los acordes del klezmer, un género musical tan fascinante como poco documentado. ¿Qué interés podía tener lo que tocan un puñado de judíos y gitanos analfabetos a orillas del mar Negro frente a nuestros Debussy y Rachmaninov? Mírenlo desde el ángulo opuesto: la autocomplacencia academicista de los tardorrománticos poco o nada podía hacer contra la tradición de la Europa más oriental; esa que bebe de dacios, tracios y romanos; de búlgaros, polacos, húngaros, serbios, turcos, y hasta de gagauzos o rutenos. Añádanle a eso una hilera interminable de carros repletos de gitanos y judíos, y podrán escuchar clarinetes y violines que imitan desde tormentas hasta voces humanas, risa y llanto incluidos. Eso es el klezmer.
Llegados a este punto, las neuronas de nuestro ingeniero se bañan ya en las aguas del mar Negro sin tan siquiera haberse acercado a su orilla. Enseguida descubre que el término klezmer procede de las voces hebreas kli («instrumento») y zemer («sonido» o «canto»). También que la emigración masiva de judíos centroeuropeos durante la segunda mitad del XIX y, sobre todo, la de aquellos que escaparon o sobrevivieron al Holocausto en el XX, convirtieron a Estados Unidos en Meca y cuna de esta manifestación musical que se remonta al siglo XVI.
De Cornelius Van Sliedregt, músico de la banda holandesa KLZMR, Giovardinni recibe la confirmación de que Koilen fue grabado por un tal Mishka Ziganoff (también Tziganoff o Tsiganoff) en Nueva York, en octubre de 1919.
Un momento: ¿puede ser judío alguien llamado Ziganoff («hijo de gitano»)? Es Ernie Gruner, líder de la banda australiana Klezmer, quien explica al ingeniero que Ziganoff era un acordeonista gitano cristiano. Nació en Odessa (actual Ucrania) y abrió un restaurante en Nueva York; hablaba yiddish perfectamente.
Antes de seguir, hagamos un inciso para hablar de una lengua que es pura fantasía. Su cuerpo es alemán medieval en un 70 %, con el resto repartido entre vocablos hebreos, eslavos e incluso arameos. Sepan que Ludwik Lejzer Zamenhof construyó el esperanto sobre la gramática de su yiddish materno, el mismo que Isaac Asimov olvidó al poco de pisar a Estados Unidos, o el que Woody Allen o Leonard Cohen no llegaron a heredar de sus padres. Pero sigamos con la música.
El carácter tradicional del klezmer entra en declive tras el contacto con las nuevas corrientes al otro lado del Atlántico (recuerden que el CD de Giovardinni incluía el swing en el título), pero el alma askenazi sigue rezumando en la obra de compositores judíos de cierto éxito como Leonard Bernstein o Aaron Copland. Es más, los expertos dicen que el clarinete que abre la «Rhapsody in Blue» de Gershwin es inequívocamente klezmer. Al mismo tiempo, compositores no judíos recurren a ese baúl lleno de tesoros musicales. El propio Sostakovich decía admirar su capacidad para «armonizar el éxtasis por la vida y la desesperación humana en una sola pieza».
Hay que esperar hasta la década de los setenta a que se produzca un auténtico revival, cuando el klezmer se vuelve a reivindicar como un organismo con vida propia. A partir de los ochenta, un nutrido grupo de bandas (Brave Old World, Hot Pstromi, The Klezmatics…) vuelven a sus orígenes más orientales, resucitando piezas tan decimonónicas como atemporales. La fusión musical de los noventa acaba cruzando esos violines y clarinetes con todo el espectro musical; avant-garde-jazz, drum & bass, trip hop… y otras etiquetas inútiles para poner puertas a un campo tan infinito como el de la música.
Volvamos ahora a «Bella Ciao». Las teorías sobre su origen son múltiples, pero no demasiado variadas. Todas giran en torno a posibles autores italianos de más arriba o más abajo de la bota: de Módena, de Ferrara, de Catania… Que si se escribió antes o después de la guerra; que si era una canción anterior al mundo campesino… Venga de donde venga, hablamos de un tema folk que se convirtió en himno antifascista durante los estertores de la Segunda Guerra Mundial. Se celebraba una reunión de partisanos en algún lugar de Italia. Un recién llegado empieza a tatarear, distraído, una canción que escuchó en el restaurante de un judío en Nueva York. La melodía es tan pegadiza que acaba convirtiéndose en un canto por la resistencia y por la libertad.
Que la historia real tenga estos ingredientes o tenga estos otros es, ahora mismo, lo de menos. Lo importante es seguir cantando. Que no se nos olvide.
[Fuente: www.jotdown.es]
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