Inmensos e indomables, el dramatismo de la topografía y
el clima del país han producido vertientes únicas y espectaculares en la
arquitectura moderna.
Escrito por Michael Snyder
EN LOS
LÍMITES de Concepción, una pequeña ciudad al sur de Chile, hay una torre de
18 metros sobre una colina: un rectángulo austero de concreto entre
eucaliptos y pinos. Ubicada al final de un camino lleno de baches que recorre
casas modestas de dos pisos, la torre se cierne sobre la ladera boscosa. Las
ventanas cuadradas de varios tamaños son perforaciones en los muros que
parecen los espacios negros de un crucigrama. Con sus ángulos rectos y su
geometría sólida, el edificio podría ser un granero o una torre de vigilancia
con vista hacia el Biobío, el río que, durante trescientos años, marcó la
frontera entre la colonia española y los territorios de los pueblos mapuches
no conquistados en el sur. Sin embargo, se trata del hogar y el estudio de
Mauricio Pezo, de 45 años, y Sofía von Ellrichshausen, de 42, cuya firma, Pezo von
Ellrichshausen, es
parte de un grupo de iniciativas arquitectónicas innovadoras en Chile que
está estableciendo una estética regional que alude al brutalismo y al mismo
tiempo respeta la topografía peculiar del país.
Casa Cien de
Pezo von Ellrichshausen, llamada así porque se encuentra a 100 metros sobre
el nivel del mar, tiene un plano de piso limitado que repite el mismo
cuadrado dividido por una cruz asimétrica en los siete niveles de
habitaciones y tres niveles de oficinas de la torre, que están apilados como
un rompecabezas vertical. Las escaleras estrechas en espiral hechas con
bloques tallados a mano de ciprés chileno conectan la torre con la cocina y
la sala en el podio. La pareja formó el exterior con concreto reforzado y
después quebró manualmente la capa exterior mediante un proceso que Pezo,
quien pasó su infancia a dos horas de Concepción, describe como “demolición
estética”.
“Cuando
comenzamos a construir, los vecinos estaban escandalizados”, me dijo Von
Ellrichshausen una tarde reciente de enero durante el punto álgido del verano
austral. “Estábamos parados frente al edificio y la gente nos preguntaba:
‘¿Qué es?’”, dice Pezo. “Luego, una vez alguien se detuvo y nos preguntó qué era”, agregó Von Ellrichshausen, que creció
al otro lado de la frontera, en la ciudad turística de Bariloche, Argentina. “Esa
es una pregunta mucho más amable”.
Rodeado por el desierto
de Atacama al norte, los Andes al este y el océano Pacífico al oeste, Chile
siempre se ha definido por sus extremos: no está en medio de la nada, pero sí
se encuentra al borde de la nada. Al inicio del siglo XVI, los incas ocuparon
la parte norte del territorio actual de Chile como una zona intermedia entre
los asentamientos ricos y poblados de Perú y los bosques salvajes y
primitivos del sur. Los españoles llegaron hasta Concepción, que, hasta
principios del siglo XIX, sirvió de cuartel contra los mapuches. Aunque la
monarquía española se construyó sobre la base de las grandes civilizaciones
precolombinas en México y Perú, en Chile —que en gran parte no contaba con
los metales preciosos que enriquecieron a otras naciones— los edificios
generalmente eran rústicos y propensos a la destrucción debido a los
terremotos frecuentes. Incluso la clase alta de Chile históricamente ha
evitado la ostentación y ha preferido la practicidad austera; en Concepción,
por ejemplo, los edificios más antiguos son apenas de los años cincuenta.
El paisaje
chileno, que abarca 4301 kilómetros de norte a sur y, en promedio, solo 177
kilómetros de este a oeste, es inmenso pero endeble, lleno de costas rocosas
y cimas elevadas con pocas zonas habitables en medio. Cada pocos años, algún
volcán cubre el campo de ceniza, algún sismo sacude alguna ciudad hasta los
cimientos o algún tsunami devora otro metro de costa. La poeta chilena
Gabriela Mistral, primera escritora latinoamericana en ganar el Premio Nobel
de Literatura, escribió en su primera antología poética, Desolación (1922), sobre un país donde “el
mar invade la montaña” y comparó el cielo chileno con “un inmenso corazón que
se abre, amargo”. Pablo Neruda, su discípulo y segundo poeta chileno en ganar
el Nobel, escribió en el primer volumen de su colección Residencia
en la Tierra (1925-45)
sobre “algo tenazmente supuesto entre mi vida y la tierra / algo abiertamente
invencible y enemigo”. En esos mismos años, mientras vivía en el extranjero
debido a un exilio autoimpuesto como diplomático honorario, Neruda publicó un
manifiesto que tituló “Sobre una poesía sin pureza” (1935). Allí escribió:
“[…] la constancia de una atmósfera humana inundando las cosas desde lo
interno y lo externo. Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un
ácido por los deberes de la mano […]”.
En vez de
desaparecer de forma sumisa en el terreno que las rodea, las casas que mejor
ilustran la nueva arquitectura chilena son, como la poesía impura de Neruda,
enfáticamente hechas por el hombre: ásperas y, en ocasiones, surreales.
Construidas sobre riscos frente al mar o al pie de las montañas, reclaman su
lugar en un tramo de tierra, declaran una presencia humana en un mundo
“invencible y enemigo” y adoptan deliberadamente la poesía inherente en sus
imperfecciones.
AUNQUE CHILE
TUVO SU DEBUT en la escena de la arquitectura global hace apenas treinta
años, el modernismo en realidad había hecho su primera aparición en el país
hace casi un siglo. En 1930, Eugenia Errázuriz le encargó a Le Corbusier que
diseñara una casa sobre la costa rocosa del Pacífico, unas cuantas horas al
oeste de Santiago. En ese entonces, los materiales importados eran casi
imposibles de obtener, así que Le Corbusier cambió su material preferido, el
concreto reforzado, por piedras naturales y rocas colocadas en marcos de
madera local. Para el techo, invirtió la pendiente tradicional de los chalets
cercanos para crear el primer techo de mariposa de la arquitectura
contemporánea, una forma que más tarde se reproduciría en edificios
modernistas en todo el mundo, especialmente en las propiedades de rancheros
en los suburbios de todo California. Y aunque el plano que diseñó jamás fue
construido (Errázuriz entró en bancarrota después de hacer demasiadas compras
extravagantes a su amigo Pablo Picasso), el concepto de Maison Errázuriz estableció
un precedente del tratamiento de las casas de campo como laboratorios del
diseño chileno.
En Santiago,
proyectos igual de progresistas se volvieron populares en los años cincuenta
después de que Sergio Larraín García-Moreno —quien, con Jorge Artega,
construyó la primera estructura modernista de Chile, el edificio Oberpaur, un
bloque con esquinas redondeadas— introdujera un programa universitario
inspirado en el movimiento Bauhaus en la Pontificia Universidad Católica
(PUC) de la ciudad, el programa de arquitectura más prestigioso del país. Antes
del catastrófico terremoto de 1960 en el sur de Chile, el Estado había
adoptado el modernismo racional y socialmente consciente; se convirtió en el
lenguaje de la reconstrucción. Para mediados de los años sesenta, este
movimiento alcanzó su apoteosis con el edificio Copelec —con su rompecabezas
corbusiano de columnas de reloj de arena y ventanas de aspillera—, en la
ciudad sureña de Chillán, y el etéreo monasterio benedictino de Los Leones,
un rico enclave de Santiago.
Sin embargo,
ese periodo de creatividad comenzó a decaer junto con la economía a finales
de 1960 y llegó a su final decisivo en 1973 con el golpe de Estado respaldado
por Estados Unidos, que instaló como dictador en el poder al general Augusto
Pinochet. La nieta de Larraín, la arquitecta Cecilia Puga, de 57 años, que
vive en Santiago, terminó sus estudios durante los últimos días del gobierno
de Pinochet; en aquellos años, recuerda, los arquitectos preferidos por los
desarrolladores desdeñaban el modernismo por sus vínculos cercanos con la
izquierda, y adoptaron las casas con frontones que imitaban el estilo
georgiano y los centros comerciales de estilo estadounidense. “Entre los
muchos pecados del régimen se encontraba la falta de cultura”, dice Rodrigo
Pérez de Arce, un profesor influyente de la PUC.
Durante la
dictadura, el programa educativo de la PUC pasó de la práctica a la teoría y
la universidad comenzó a producir su propia revista y bienal. “Cuando no hay
trabajo, eso es lo que surge”, dice Fernando Pérez Oyarzun, exrector de la
Facultad de Bellas Artes y Arquitectura de la PUC y recientemente designado
director del Museo Nacional de Bellas Artes en Santiago. Cuando la dictadura
de Pinochet finalmente colapsó en 1990, el comercio se abrió. Los exiliados
regresaron de México, Europa y Estados Unidos. Los arquitectos que se
graduaron a principios de los años noventa salieron de la PUC como
practicantes y pensadores.
El primer
edificio importante de la generación posdictadura fue una casa de campo.
Construida en 1991 por Mathias Klotz en el pueblo de pescadores de Tongoy, en
un tramo de costa árida a casi 402 kilómetros al norte de Santiago, la
propiedad consiste en una caja de madera sencilla que da al mar, un
rectángulo solitario que levita sobre la arena. Con su forma minimalista y su
resistencia a confundirse con el entorno, esta casa sigue siendo un referente
para los jóvenes arquitectos, como Cristián Izquierdo, de 36 años, que en
2016 terminó su Casa Morrillos, un refugio de fin de semana para un par de
parejas de la tercera edad de Santiago, sobre una duna a quince minutos al
norte de Tongoy.
Como la casa
de Tongoy, Casa Morrillos se cierne sobre el agua, aparentemente liviana: un
objeto ajeno ubicado a la orilla del mar. Construida en su totalidad con pino
chileno y ensamblada por un equipo de maestros carpinteros de la cercana
ciudad de Coquimbo, la estructura nació de una serie de restricciones locales
similares a las que impulsaron el diseño de Le Corbusier para Maison
Errázuriz. Sin embargo, a diferencia de aquella, la modesta Casa Morrillos,
de 204 metros cuadrados, da la cara en todas las direcciones a la vez: 72
puertas de madera teñidas de blanco mediante un proceso químico que las ayuda
a resistir las fuertes ráfagas de viento arenoso forman los muros exteriores
de la casa; cuando están abiertas, dirigen tu mirada no solo hacia el
Pacífico, sino también hacia las montañas áridas del interior. Le Corbusier
diseñó máquinas para vivir, pero Casa Morrillos “es una máquina para
observar”, dice Izquierdo.
DESPUÉS DE RECORRER DOS HORAS la costa, un sendero de terracería sale de
la autopista hacia el tranquilo desarrollo costero de Bahía Azul, adonde
lleva el sinuoso camino bordeado por cabañas de tejas y cajas de cristal
antes de llegar a un austero portón de metal. Oculta del camino entre árboles
arqueados, la casa de Bahía Azul de Cecilia Puga, que desafía la gravedad,
usa hormigón armado para invertir la levedad de las casas de Klotz e
Izquierdo.
El encargo original era sencillo: una casa con el tamaño suficiente para acoger a los cinco hermanos de Puga, pero que también fuera de fácil mantenimiento. Puga pasó semanas conduciendo a lo largo de la costa central, que abarca 402 kilómetros entre las playas de arena negra de Santo Domingo en el sur y los acantilados llenos de cactus de Huentelauquen, justo al norte del pueblo pescador de Los Vilos. En el camino pasó junto a las ruinas de estaciones de ferrocarril abandonadas, cuya silueta contrastaba con las colinas parduzcas, ecos sin adornos de los asentamientos playeros espontáneos de madera contrachapada y cartón que había visitado más al norte, a veces levantados de la noche a la mañana por mineros del cobre, comunidades de escasos recursos que reclamaban, como lo habían hecho los ricos durante generaciones, su pedazo de tierra y de mar. Las filas uniformes le recordaban las esculturas de Donald Judd que había visto en un viaje a Marfa, Texas, en 2007.
La casa de
Bahía Azul comenzó con una forma tan elemental como aquellos predecesores: un
cuadrado con un triángulo encima, una construcción que podría dibujar un
niño. Formó la estructura con concreto porque es un material de bajo
mantenimiento capaz de soportar el desgaste constante del aire oceánico, y
después la repitió tres veces para obtener un total de 209 metros cuadrados.
Cuando las excavaciones en el terreno revelaron que no había grandes
obstáculos, Puga comenzó a experimentar con distintas configuraciones para
las tres estructuras. Al final, probó invertir una y colocarla encima de la
otra, un acto de equilibrismo que, en esta región sísmica, “pone énfasis en
la fragilidad de este objeto”, comenta.
A una corta
distancia de la playa, en un desarrollo llamado Ochoquebradas, el arquitecto
Alejandro Aravena, de 51 años, diseñó una casa que fue reducida de manera aún
más radical. Aunque ha dedicado la mayoría de sus veinticinco años de carrera
a viviendas sociales y proyectos de planeación urbana, el arquitecto y su
firma, Elemental, aceptaron en 2012 el encargo del desarrollador Eduardo
Godoy porque implicaba pocas restricciones. El proyecto, señala Aravena, se
convirtió en “una oportunidad para preguntarse qué es vivir en una casa y
cuánto puedes condensar esa vida”.
La casa de
Ochoquebradas, de 278 metros cuadrados, apenas la tercera casa familiar
realizada por Aravena, se encuentra en el borde de un farallón rocoso
manchado de liquen. Sus tres dimensiones monolíticas —una horizontal, una
vertical y una que se inclina drásticamente hacia la torre ancha (aunque
nunca la alcanza del todo), como si hubiesen sido abatidas por un temblor de
eones— se alzan como un monumento arruinado de una civilización olvidada. A
la distancia, la casa, apartada de la autopista sobre una colina rocosa e
inhóspita, parece que podría tener cualquier tamaño o edad, y que podría
estar aún en construcción o desintegrándose poco a poco. Paneles de pino —los
mismos que se utilizaron para moldear y marcar la estructura de concreto—
cubren los muros del interior. Las habitaciones de la torre vertical son tan
sobrias como los aposentos de unos monjes, mientras que las salas de abajo se
abren por completo al mar, sin el obstáculo de los balcones o las barandillas
requeridas por ley en muchas partes de Estados Unidos o Europa. El bloque
inclinado de concreto sirve como una suerte de chimenea, hueca y abierta al
cielo sobre un patio interior con una hoguera en el centro. Cuando todas las
paredes están abiertas entra el aire del mar y borra la frontera entre el
interior y el exterior. A pesar de su ingeniería sofisticada, la casa resulta
primitiva, como un hogar dentro de una cueva.
Ubicada en
un acantilado, con su forma que sugiere el colapso y la ruina, Ochoquebradas
reconoce su propia vulnerabilidad ante las fuerzas tectónicas que dominan el
Cinturón de Fuego del Pacífico. Durante el último siglo, esas mismas fuerzas
han evitado que los arquitectos chilenos construyan con la exuberancia que
desafía la gravedad de, por ejemplo, Oscar Niemeyer en Brasil o Félix Candela
en México, o con la transparencia frágil preferida por iconos estadounidenses
como Richard Neutra y Frank Lloyd Wright. La geografía de Chile vuelve imposible
la construcción de ese tipo de edificios, según explica Aravena; los muros
delgados y las pilastras esbeltas se quiebran cuando el terreno se mueve
debajo de ellas. “Quiero identificar lo que puedo hacer aquí que no puede
realizarse en otros lugares”, agrega. “Esta capacidad de ser muy primitivo:
en Chile, ese es nuestro lujo”.
FUE
NECESARIO QUE TERMINARA la dictadura para que todo el mundo volteara a ver
los edificios atrevidos de Chile, pero algunos de los experimentos más
importantes en la arquitectura nacional habían comenzado décadas antes, en
una franja de playa 153 kilómetros al sur de Ochoquebradas. En 1970, los líderes
del instituto de investigaciones y la facultad de arquitectura de la
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso adquirieron 109 hectáreas de
terrenos arriba de la costa a poca distancia de la sórdida y evocadora ciudad
portuaria del mismo nombre y fundaron una comuna llamada Ciudad Abierta,
donde pusieron en práctica sus radicales teorías.
En sus primeras dos
décadas de existencia, los fundadores de la Ciudad Abierta, que incluían
tanto a artistas y poetas como a arquitectos, se mantuvieron en su mayor
parte alejados de otras escuelas y, como algo controvertido en ese entonces,
del caos de la dictadura, particularmente de la prisión para disidentes
políticos en Ritoque, en la playa a casi 5 kilómetros de Ciudad Abierta. Con
su énfasis en la vida comunitaria, la Ciudad Abierta se convirtió en un
terreno de pruebas para un tipo de arquitectura utópica basada en la
observación y la improvisación, en vez de en un orden formalista. Los
residentes quisieron desmantelar las distinciones entre las formas artísticas
y usaron la poesía como punto de inicio para una arquitectura que también era
escultura.
Casi cuarenta años
después de su fundación, la Ciudad Abierta sigue siendo una construcción
perpetuamente en progreso. Catorce estructuras habitables —entre ellas
talleres, salas de reunión y casas, algunas ocupadas todo el tiempo, otras de
manera intermitente— marcan el paisaje desolado. Los edificios, construidos
con madera, lona y ladrillo, son complejos y espontáneos, como mapas del
viento. En La Alcoba, la casa del profesor y arquitecto Patricio Cáraves
Silva, de 67 años, los techos se extienden hacia arriba como cascos de canoas
y las ventanas no enmarcan la vista, sino que canalizan la luz. Esta casa,
como la de Izquierdo, mira en todas las direcciones a la vez. “Si un edificio
tiene fachada, entonces el resto es solo un resultado”, dice Silva. “Lo menos
natural del mundo es considerar solo un lado de algo”.
Las ideas
propuestas por la Escuela de Valparaíso rara vez se han implementado en su
forma pura fuera de Ciudad Abierta, pero, dice Oyarzun, de la PUC,
“terminaron colándose en todas las escuelas de arquitectura de Chile”. Aunque
la casa en Bahía Azul de Puga reclama su lugar con un carácter desafiante que
jamás se vería en Ciudad Abierta, su forma final también evolucionó durante
la excavación. El plano del piso de Casa Cien es más rígido que el de La
Alcoba, pero comparte su paleta limitada de materiales y su poderosa
interioridad. Además, mientras que la nueva generación de arquitectos
chilenos se enfoca más en la realidad concreta que en la abstracción
literaria, su obra, agrega Oyarzun, transmite “parte de la dimensión poética
que la Escuela de Valparaíso quería aportar a la arquitectura”.
Ninguna casa
expresa mejor esa síntesis que la Casa para el Poema del Ángulo Recto, de Smiljan Radic, de 58 años, nacido en Santiago de
padres de ascendencia croata. En los últimos veinte años, Radic ha construido
dos casas y remodelado otra en el mismo terreno en Vilches, un pueblo de
pastores al borde de los Andes, donde los padres de su pareja, la escultora
Marcella Correa, pasaron los fines de semana veraniegos durante décadas. El
primer proyecto, llamado Casa Chica, construido en 1996, era una caja de
cristal de 24 metros cuadrados colocada entre dos muros de roca incrustados
en una ladera. Para la segunda, Casa A, Radic abrió el frente y la parte de
atrás de la cabaña con estructura en forma de A de la familia, originalmente
construida en los años sesenta, para ver el bosque que la rodea y la colocó
sobre una plataforma a la que se accede por una rampa de poca inclinación,
“para poder llegar a caballo, si así lo deseabas”, escribió Radic en un texto
publicado en 2008, después de terminar la casa. Cuatro años más tarde,
después de que Casa A hubiera colapsado en un terremoto en 2010, Radic
construyó la Casa para el Poema del Ángulo Recto.
Entrando a
la propiedad desde un sendero sin pavimentar que llega hasta lo profundo del
bosque, lo primero que ves es el ático de una cabaña transparente construida
con paredes de policarbonato, donde la joven hija de Radic y Correa va a
pintar. Frente a la cabaña al otro lado de un claro, la Casa para el Poema
del Ángulo Recto parece estar viva; es un organismo complejo que ha
evolucionado a lo largo de los últimos veinte años, de ser un cuadrado a un
triángulo, y finalmente a una geometría multifacética e indefinible. (El
espacio donde alguna vez estuvo la Casa A sigue estando vacío; Casa Chica
ahora es una piscina de inmersión). Con tan solo 185 metros cuadrados, la
casa es íntima, idiosincrática e inescrutable, un producto puro de la
imaginación de Radic. Al cruzar el umbral —lleno de la esencia resinosa del
cedro boliviano que reviste los muros, los pisos y los techos— parece que
entras a un hueco en un árbol. Como las casas de Aravena y Puga, el edificio
de Radic es como una cirugía en la naturaleza y no una parte orgánica surgida
de la misma. Pero su silueta, imposible de abarcar con una sola mirada, se
parece más a la de La Alcoba: viva, cinética, siempre en evolución.
En el texto que publicó,
Radic escribió: “El arte y la arquitectura no tienen nada que ver entre sí, y
esa claridad permite que los artistas y los arquitectos disciplinados
trabajen juntos”. Aun así, nombró la casa con base en una serie de
litografías y poemas relacionados compuestos por Le Corbusier entre 1947 y
1953. “Soy constructor de casas y palacios”, escribió Le Corbusier en uno de
los últimos versos. “Hacer arquitectura es dar a luz a una criatura”.
COMO LAS
CASAS DE RADIC, la arquitectura chilena en sí ha evolucionado de cajas
sencillas en un horizonte vacío a formas esculturales que desafían la
gravedad y, a veces, la lógica evidente. Sin embargo, debajo de las formas a
veces discordantes, estos hogares también comparten un impulso de simplicidad
y transparencia, así como de patrones rigurosos y reducción radical.
Esa transparencia
quizá se muestra mejor que en ninguna otra construcción en la humilde Casa
Gallinero, ubicada sobre una pendiente ligera en el pueblo de Florida, a una
hora al este de Concepción. En su superficie, Casa Gallinero no es muy
distinta de la forma típica de una casa de campo: es un rectángulo alargado
de 139 metros cuadrados, colocado sobre pilotes, con sus dos extremos hechos
de cristal y los dos lados más largos hechos de un material de plástico
blanco corrugado para techos. De día podrías confundirla con un cobertizo o
un criadero: una parte ordinaria del paisaje agrícola. De noche, los muros
traslúcidos brillan como una linterna.
El difunto
Eduardo Castillo diseñó esta casa en 2001, a los 29 años, para remplazar una
cabaña sencilla que su padre, Juan, había construido con sus propias manos a
principio de los años setenta. El padre de Eduardo le enseñó carpintería a su
hijo (Juan construyó algunos muebles para Radic, el colega de su hijo), y
este quería crear una casa que su padre pudiera construir él mismo: una casa
eficiente, económica y honesta cuya versión final quedara marcada por las
manos que la construyeron.
Criado en
una familia de clase media en la zona rural de Chile, Eduardo Castillo venía
de la periferia de la periferia. Casa Gallinero se parece poco a las casas
robustas y monolíticas diseñadas por Puga o Aravena, o incluso a las de su
colaborador cercano, Radic (estos tres arquitectos tienen oficinas en el
mismo edificio en Santiago). No obstante, dice Oyarzun, quien le dio clases a
Castillo en la PUC, “Eduardo representa mejor que nadie la lógica fundamental
de esta arquitectura: que las cosas más simples repetidas de manera
sistemática pueden alcanzar un nivel poético”.
Castillo
murió en 2017 a los 45 años, atropellado por un auto cerca de su oficina en
Santiago. Aunque era ampliamente admirado como uno de los arquitectos jóvenes
más prometedores de Chile, para entonces había completado tan solo algunos
proyectos individuales, entre ellos una casa para su hermano mayor fuera de
la capital, y su tesis de 1997, una pequeña capilla construida en el borde de
la propiedad de sus padres, donde se une a la carretera. De manera
terriblemente profética, la llamó L’animita: el término para referirse a los
altares al lado de las carreteras que se levantan para honrar a quienes
mueren en accidentes automovilísticos. La capilla era, como Casa Gallinero,
formalmente simple: una habitación rectangular con un techo de dos vertientes
construido con tablillas largas de madera colocadas en sentido horizontal. El
proyecto ganó el primer lugar de las obras institucionales en la edición
número doce de la Bienal de Arquitectura de Chile, pero, a pesar de su
popularidad entre los vecinos como un lugar tranquilo donde orar, se
deterioró y terminó por colapsar.
En 2004,
Castillo escribió un ensayo llamado Texturing en el que reflexiona sobre “el detalle de
la pobreza” en edificios “infectados por el tiempo” y la inevitabilidad del
deterioro y la muerte, que siempre les llega a edificios y arquitectos por
igual. A mitad del ensayo, cita el manifiesto de Neruda, escrito setenta años
antes, y su llamado a favor de percibir “la impureza nebulosa de los seres
humanos”. Aunque sus obras varían en gran medida, los nuevos arquitectos
chilenos han creado lo que podríamos llamar una arquitectura impura que
coincide con la poesía impura de Neruda: edificios con cuerpos marcados por
el tiempo, con plena conciencia de que ellos, como nosotros, terminarán por
desaparecer. “Lo paradójico, es la vida que brota en aquel estado de
calamidad”, escribió Castillo. “En esa imagen se encuentra gran parte de la
arquitectura que quiero encontrar”.
[Producción: Patricio Mardones –
fotos: Jason
Schmidt – fuente: www.nytimes.com]
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Isac Nunes da Luz Cordeiro *** Tradutor Público e Intérprete do Comércio *** Idiomas: francês, espanhol, catalão e galego *** Matriculado na Junta Comercial do Estado do Paraná *** Curitiba *** República Federativa do Brasil
sexta-feira, 22 de março de 2019
En Chile, casas tan extremas como el paisaje
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