sexta-feira, 22 de março de 2019

En Chile, casas tan extremas como el paisaje

Inmensos e indomables, el dramatismo de la topografía y el clima del país han producido vertientes únicas y espectaculares en la arquitectura moderna.

Escrito por Michael Snyder

EN LOS LÍMITES de Concepción, una pequeña ciudad al sur de Chile, hay una torre de 18 metros sobre una colina: un rectángulo austero de concreto entre eucaliptos y pinos. Ubicada al final de un camino lleno de baches que recorre casas modestas de dos pisos, la torre se cierne sobre la ladera boscosa. Las ventanas cuadradas de varios tamaños son perforaciones en los muros que parecen los espacios negros de un crucigrama. Con sus ángulos rectos y su geometría sólida, el edificio podría ser un granero o una torre de vigilancia con vista hacia el Biobío, el río que, durante trescientos años, marcó la frontera entre la colonia española y los territorios de los pueblos mapuches no conquistados en el sur. Sin embargo, se trata del hogar y el estudio de Mauricio Pezo, de 45 años, y Sofía von Ellrichshausen, de 42, cuya firma, Pezo von Ellrichshausen, es parte de un grupo de iniciativas arquitectónicas innovadoras en Chile que está estableciendo una estética regional que alude al brutalismo y al mismo tiempo respeta la topografía peculiar del país.

Casa Cien de Pezo von Ellrichshausen, llamada así porque se encuentra a 100 metros sobre el nivel del mar, tiene un plano de piso limitado que repite el mismo cuadrado dividido por una cruz asimétrica en los siete niveles de habitaciones y tres niveles de oficinas de la torre, que están apilados como un rompecabezas vertical. Las escaleras estrechas en espiral hechas con bloques tallados a mano de ciprés chileno conectan la torre con la cocina y la sala en el podio. La pareja formó el exterior con concreto reforzado y después quebró manualmente la capa exterior mediante un proceso que Pezo, quien pasó su infancia a dos horas de Concepción, describe como “demolición estética”.

“Cuando comenzamos a construir, los vecinos estaban escandalizados”, me dijo Von Ellrichshausen una tarde reciente de enero durante el punto álgido del verano austral. “Estábamos parados frente al edificio y la gente nos preguntaba: ‘¿Qué es?’”, dice Pezo. “Luego, una vez alguien se detuvo y nos preguntó qué era”, agregó Von Ellrichshausen, que creció al otro lado de la frontera, en la ciudad turística de Bariloche, Argentina. “Esa es una pregunta mucho más amable”.


La casa diseñada por Cecilia Puga en Bahía Azul, Los Vilos, consiste en tres cajas de concreto con la forma de una casa típica, una invertida y apoyada en la parte superior de las otras dos. La lámpara es un diseño de Isamu Noguchi y la silla de mariposa es de Knoll. 

Rodeado por el desierto de Atacama al norte, los Andes al este y el océano Pacífico al oeste, Chile siempre se ha definido por sus extremos: no está en medio de la nada, pero sí se encuentra al borde de la nada. Al inicio del siglo XVI, los incas ocuparon la parte norte del territorio actual de Chile como una zona intermedia entre los asentamientos ricos y poblados de Perú y los bosques salvajes y primitivos del sur. Los españoles llegaron hasta Concepción, que, hasta principios del siglo XIX, sirvió de cuartel contra los mapuches. Aunque la monarquía española se construyó sobre la base de las grandes civilizaciones precolombinas en México y Perú, en Chile —que en gran parte no contaba con los metales preciosos que enriquecieron a otras naciones— los edificios generalmente eran rústicos y propensos a la destrucción debido a los terremotos frecuentes. Incluso la clase alta de Chile históricamente ha evitado la ostentación y ha preferido la practicidad austera; en Concepción, por ejemplo, los edificios más antiguos son apenas de los años cincuenta.

El paisaje chileno, que abarca 4301 kilómetros de norte a sur y, en promedio, solo 177 kilómetros de este a oeste, es inmenso pero endeble, lleno de costas rocosas y cimas elevadas con pocas zonas habitables en medio. Cada pocos años, algún volcán cubre el campo de ceniza, algún sismo sacude alguna ciudad hasta los cimientos o algún tsunami devora otro metro de costa. La poeta chilena Gabriela Mistral, primera escritora latinoamericana en ganar el Premio Nobel de Literatura, escribió en su primera antología poética, Desolación (1922), sobre un país donde “el mar invade la montaña” y comparó el cielo chileno con “un inmenso corazón que se abre, amargo”. Pablo Neruda, su discípulo y segundo poeta chileno en ganar el Nobel, escribió en el primer volumen de su colección Residencia en la Tierra (1925-45) sobre “algo tenazmente supuesto entre mi vida y la tierra / algo abiertamente invencible y enemigo”. En esos mismos años, mientras vivía en el extranjero debido a un exilio autoimpuesto como diplomático honorario, Neruda publicó un manifiesto que tituló “Sobre una poesía sin pureza” (1935). Allí escribió: “[…] la constancia de una atmósfera humana inundando las cosas desde lo interno y lo externo. Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano […]”.

En vez de desaparecer de forma sumisa en el terreno que las rodea, las casas que mejor ilustran la nueva arquitectura chilena son, como la poesía impura de Neruda, enfáticamente hechas por el hombre: ásperas y, en ocasiones, surreales. Construidas sobre riscos frente al mar o al pie de las montañas, reclaman su lugar en un tramo de tierra, declaran una presencia humana en un mundo “invencible y enemigo” y adoptan deliberadamente la poesía inherente en sus imperfecciones.

AUNQUE CHILE TUVO SU DEBUT en la escena de la arquitectura global hace apenas treinta años, el modernismo en realidad había hecho su primera aparición en el país hace casi un siglo. En 1930, Eugenia Errázuriz le encargó a Le Corbusier que diseñara una casa sobre la costa rocosa del Pacífico, unas cuantas horas al oeste de Santiago. En ese entonces, los materiales importados eran casi imposibles de obtener, así que Le Corbusier cambió su material preferido, el concreto reforzado, por piedras naturales y rocas colocadas en marcos de madera local. Para el techo, invirtió la pendiente tradicional de los chalets cercanos para crear el primer techo de mariposa de la arquitectura contemporánea, una forma que más tarde se reproduciría en edificios modernistas en todo el mundo, especialmente en las propiedades de rancheros en los suburbios de todo California. Y aunque el plano que diseñó jamás fue construido (Errázuriz entró en bancarrota después de hacer demasiadas compras extravagantes a su amigo Pablo Picasso), el concepto de Maison Errázuriz estableció un precedente del tratamiento de las casas de campo como laboratorios del diseño chileno.

Una casa diseñada por Cristián Izquierdo en Playa Blanca, cerca de Coquimbo. Ubicada sobre una duna frente a un humedal, la estructura de pino tiene cuatro alas, tres dormitorios y una sala de estar.

En Santiago, proyectos igual de progresistas se volvieron populares en los años cincuenta después de que Sergio Larraín García-Moreno —quien, con Jorge Artega, construyó la primera estructura modernista de Chile, el edificio Oberpaur, un bloque con esquinas redondeadas— introdujera un programa universitario inspirado en el movimiento Bauhaus en la Pontificia Universidad Católica (PUC) de la ciudad, el programa de arquitectura más prestigioso del país. Antes del catastrófico terremoto de 1960 en el sur de Chile, el Estado había adoptado el modernismo racional y socialmente consciente; se convirtió en el lenguaje de la reconstrucción. Para mediados de los años sesenta, este movimiento alcanzó su apoteosis con el edificio Copelec —con su rompecabezas corbusiano de columnas de reloj de arena y ventanas de aspillera—, en la ciudad sureña de Chillán, y el etéreo monasterio benedictino de Los Leones, un rico enclave de Santiago.

Sin embargo, ese periodo de creatividad comenzó a decaer junto con la economía a finales de 1960 y llegó a su final decisivo en 1973 con el golpe de Estado respaldado por Estados Unidos, que instaló como dictador en el poder al general Augusto Pinochet. La nieta de Larraín, la arquitecta Cecilia Puga, de 57 años, que vive en Santiago, terminó sus estudios durante los últimos días del gobierno de Pinochet; en aquellos años, recuerda, los arquitectos preferidos por los desarrolladores desdeñaban el modernismo por sus vínculos cercanos con la izquierda, y adoptaron las casas con frontones que imitaban el estilo georgiano y los centros comerciales de estilo estadounidense. “Entre los muchos pecados del régimen se encontraba la falta de cultura”, dice Rodrigo Pérez de Arce, un profesor influyente de la PUC.
 
Durante la dictadura, el programa educativo de la PUC pasó de la práctica a la teoría y la universidad comenzó a producir su propia revista y bienal. “Cuando no hay trabajo, eso es lo que surge”, dice Fernando Pérez Oyarzun, exrector de la Facultad de Bellas Artes y Arquitectura de la PUC y recientemente designado director del Museo Nacional de Bellas Artes en Santiago. Cuando la dictadura de Pinochet finalmente colapsó en 1990, el comercio se abrió. Los exiliados regresaron de México, Europa y Estados Unidos. Los arquitectos que se graduaron a principios de los años noventa salieron de la PUC como practicantes y pensadores.


El primer edificio importante de la generación posdictadura fue una casa de campo. Construida en 1991 por Mathias Klotz en el pueblo de pescadores de Tongoy, en un tramo de costa árida a casi 402 kilómetros al norte de Santiago, la propiedad consiste en una caja de madera sencilla que da al mar, un rectángulo solitario que levita sobre la arena. Con su forma minimalista y su resistencia a confundirse con el entorno, esta casa sigue siendo un referente para los jóvenes arquitectos, como Cristián Izquierdo, de 36 años, que en 2016 terminó su Casa Morrillos, un refugio de fin de semana para un par de parejas de la tercera edad de Santiago, sobre una duna a quince minutos al norte de Tongoy.



Como la casa de Tongoy, Casa Morrillos se cierne sobre el agua, aparentemente liviana: un objeto ajeno ubicado a la orilla del mar. Construida en su totalidad con pino chileno y ensamblada por un equipo de maestros carpinteros de la cercana ciudad de Coquimbo, la estructura nació de una serie de restricciones locales similares a las que impulsaron el diseño de Le Corbusier para Maison Errázuriz. Sin embargo, a diferencia de aquella, la modesta Casa Morrillos, de 204 metros cuadrados, da la cara en todas las direcciones a la vez: 72 puertas de madera teñidas de blanco mediante un proceso químico que las ayuda a resistir las fuertes ráfagas de viento arenoso forman los muros exteriores de la casa; cuando están abiertas, dirigen tu mirada no solo hacia el Pacífico, sino también hacia las montañas áridas del interior. Le Corbusier diseñó máquinas para vivir, pero Casa Morrillos “es una máquina para observar”, dice Izquierdo.

La sala de estar revestida de cedro boliviano de la Casa para el Poema del Ángulo Recto de Smiljan Radic está atravesada por un tragaluz. “Dibujo”, una escultura de Marcella Correa, está suspendida cerca de dos sillas de los años sesenta y un sofá tapizado frente a la chimenea.






DESPUÉS DE RECORRER DOS HORAS la costa, un sendero de terracería sale de la autopista hacia el tranquilo desarrollo costero de Bahía Azul, adonde lleva el sinuoso camino bordeado por cabañas de tejas y cajas de cristal antes de llegar a un austero portón de metal. Oculta del camino entre árboles arqueados, la casa de Bahía Azul de Cecilia Puga, que desafía la gravedad, usa hormigón armado para invertir la levedad de las casas de Klotz e Izquierdo.
 

El encargo original era sencillo: una casa con el tamaño suficiente para acoger a los cinco hermanos de Puga, pero que también fuera de fácil mantenimiento. Puga pasó semanas conduciendo a lo largo de la costa central, que abarca 402 kilómetros entre las playas de arena negra de Santo Domingo en el sur y los acantilados llenos de cactus de Huentelauquen, justo al norte del pueblo pescador de Los Vilos. En el camino pasó junto a las ruinas de estaciones de ferrocarril abandonadas, cuya silueta contrastaba con las colinas parduzcas, ecos sin adornos de los asentamientos playeros espontáneos de madera contrachapada y cartón que había visitado más al norte, a veces levantados de la noche a la mañana por mineros del cobre, comunidades de escasos recursos que reclamaban, como lo habían hecho los ricos durante generaciones, su pedazo de tierra y de mar. Las filas uniformes le recordaban las esculturas de Donald Judd que había visto en un viaje a Marfa, Texas, en 2007. 

La casa de Bahía Azul comenzó con una forma tan elemental como aquellos predecesores: un cuadrado con un triángulo encima, una construcción que podría dibujar un niño. Formó la estructura con concreto porque es un material de bajo mantenimiento capaz de soportar el desgaste constante del aire oceánico, y después la repitió tres veces para obtener un total de 209 metros cuadrados. Cuando las excavaciones en el terreno revelaron que no había grandes obstáculos, Puga comenzó a experimentar con distintas configuraciones para las tres estructuras. Al final, probó invertir una y colocarla encima de la otra, un acto de equilibrismo que, en esta región sísmica, “pone énfasis en la fragilidad de este objeto”, comenta.



A una corta distancia de la playa, en un desarrollo llamado Ochoquebradas, el arquitecto Alejandro Aravena, de 51 años, diseñó una casa que fue reducida de manera aún más radical. Aunque ha dedicado la mayoría de sus veinticinco años de carrera a viviendas sociales y proyectos de planeación urbana, el arquitecto y su firma, Elemental, aceptaron en 2012 el encargo del desarrollador Eduardo Godoy porque implicaba pocas restricciones. El proyecto, señala Aravena, se convirtió en “una oportunidad para preguntarse qué es vivir en una casa y cuánto puedes condensar esa vida”.


La estructura negra poco ortodoxa de Radic está inmersa en una zona boscosa de Vilches.


La casa de Ochoquebradas, de 278 metros cuadrados, apenas la tercera casa familiar realizada por Aravena, se encuentra en el borde de un farallón rocoso manchado de liquen. Sus tres dimensiones monolíticas —una horizontal, una vertical y una que se inclina drásticamente hacia la torre ancha (aunque nunca la alcanza del todo), como si hubiesen sido abatidas por un temblor de eones— se alzan como un monumento arruinado de una civilización olvidada. A la distancia, la casa, apartada de la autopista sobre una colina rocosa e inhóspita, parece que podría tener cualquier tamaño o edad, y que podría estar aún en construcción o desintegrándose poco a poco. Paneles de pino —los mismos que se utilizaron para moldear y marcar la estructura de concreto— cubren los muros del interior. Las habitaciones de la torre vertical son tan sobrias como los aposentos de unos monjes, mientras que las salas de abajo se abren por completo al mar, sin el obstáculo de los balcones o las barandillas requeridas por ley en muchas partes de Estados Unidos o Europa. El bloque inclinado de concreto sirve como una suerte de chimenea, hueca y abierta al cielo sobre un patio interior con una hoguera en el centro. Cuando todas las paredes están abiertas entra el aire del mar y borra la frontera entre el interior y el exterior. A pesar de su ingeniería sofisticada, la casa resulta primitiva, como un hogar dentro de una cueva.

Ubicada en un acantilado, con su forma que sugiere el colapso y la ruina, Ochoquebradas reconoce su propia vulnerabilidad ante las fuerzas tectónicas que dominan el Cinturón de Fuego del Pacífico. Durante el último siglo, esas mismas fuerzas han evitado que los arquitectos chilenos construyan con la exuberancia que desafía la gravedad de, por ejemplo, Oscar Niemeyer en Brasil o Félix Candela en México, o con la transparencia frágil preferida por iconos estadounidenses como Richard Neutra y Frank Lloyd Wright. La geografía de Chile vuelve imposible la construcción de ese tipo de edificios, según explica Aravena; los muros delgados y las pilastras esbeltas se quiebran cuando el terreno se mueve debajo de ellas. “Quiero identificar lo que puedo hacer aquí que no puede realizarse en otros lugares”, agrega. “Esta capacidad de ser muy primitivo: en Chile, ese es nuestro lujo”.

FUE NECESARIO QUE TERMINARA la dictadura para que todo el mundo volteara a ver los edificios atrevidos de Chile, pero algunos de los experimentos más importantes en la arquitectura nacional habían comenzado décadas antes, en una franja de playa 153 kilómetros al sur de Ochoquebradas. En 1970, los líderes del instituto de investigaciones y la facultad de arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso adquirieron 109 hectáreas de terrenos arriba de la costa a poca distancia de la sórdida y evocadora ciudad portuaria del mismo nombre y fundaron una comuna llamada Ciudad Abierta, donde pusieron en práctica sus radicales teorías.



En sus primeras dos décadas de existencia, los fundadores de la Ciudad Abierta, que incluían tanto a artistas y poetas como a arquitectos, se mantuvieron en su mayor parte alejados de otras escuelas y, como algo controvertido en ese entonces, del caos de la dictadura, particularmente de la prisión para disidentes políticos en Ritoque, en la playa a casi 5 kilómetros de Ciudad Abierta. Con su énfasis en la vida comunitaria, la Ciudad Abierta se convirtió en un terreno de pruebas para un tipo de arquitectura utópica basada en la observación y la improvisación, en vez de en un orden formalista. Los residentes quisieron desmantelar las distinciones entre las formas artísticas y usaron la poesía como punto de inicio para una arquitectura que también era escultura.
 
Casa Cien, diseñada por la firma Pezo von Ellrichshausen para albergar el hogar y la oficina de los dueños del estudio, es una torre de concreto en una colina en Concepción.

 
El comedor de madera tallada dentro de Casa Cien.


Casi cuarenta años después de su fundación, la Ciudad Abierta sigue siendo una construcción perpetuamente en progreso. Catorce estructuras habitables —entre ellas talleres, salas de reunión y casas, algunas ocupadas todo el tiempo, otras de manera intermitente— marcan el paisaje desolado. Los edificios, construidos con madera, lona y ladrillo, son complejos y espontáneos, como mapas del viento. En La Alcoba, la casa del profesor y arquitecto Patricio Cáraves Silva, de 67 años, los techos se extienden hacia arriba como cascos de canoas y las ventanas no enmarcan la vista, sino que canalizan la luz. Esta casa, como la de Izquierdo, mira en todas las direcciones a la vez. “Si un edificio tiene fachada, entonces el resto es solo un resultado”, dice Silva. “Lo menos natural del mundo es considerar solo un lado de algo”.


Las ideas propuestas por la Escuela de Valparaíso rara vez se han implementado en su forma pura fuera de Ciudad Abierta, pero, dice Oyarzun, de la PUC, “terminaron colándose en todas las escuelas de arquitectura de Chile”. Aunque la casa en Bahía Azul de Puga reclama su lugar con un carácter desafiante que jamás se vería en Ciudad Abierta, su forma final también evolucionó durante la excavación. El plano del piso de Casa Cien es más rígido que el de La Alcoba, pero comparte su paleta limitada de materiales y su poderosa interioridad. Además, mientras que la nueva generación de arquitectos chilenos se enfoca más en la realidad concreta que en la abstracción literaria, su obra, agrega Oyarzun, transmite “parte de la dimensión poética que la Escuela de Valparaíso quería aportar a la arquitectura”.
 


Ninguna casa expresa mejor esa síntesis que la Casa para el Poema del Ángulo Recto, de Smiljan Radic, de 58 años, nacido en Santiago de padres de ascendencia croata. En los últimos veinte años, Radic ha construido dos casas y remodelado otra en el mismo terreno en Vilches, un pueblo de pastores al borde de los Andes, donde los padres de su pareja, la escultora Marcella Correa, pasaron los fines de semana veraniegos durante décadas. El primer proyecto, llamado Casa Chica, construido en 1996, era una caja de cristal de 24 metros cuadrados colocada entre dos muros de roca incrustados en una ladera. Para la segunda, Casa A, Radic abrió el frente y la parte de atrás de la cabaña con estructura en forma de A de la familia, originalmente construida en los años sesenta, para ver el bosque que la rodea y la colocó sobre una plataforma a la que se accede por una rampa de poca inclinación, “para poder llegar a caballo, si así lo deseabas”, escribió Radic en un texto publicado en 2008, después de terminar la casa. Cuatro años más tarde, después de que Casa A hubiera colapsado en un terremoto en 2010, Radic construyó la Casa para el Poema del Ángulo Recto.


Entrando a la propiedad desde un sendero sin pavimentar que llega hasta lo profundo del bosque, lo primero que ves es el ático de una cabaña transparente construida con paredes de policarbonato, donde la joven hija de Radic y Correa va a pintar. Frente a la cabaña al otro lado de un claro, la Casa para el Poema del Ángulo Recto parece estar viva; es un organismo complejo que ha evolucionado a lo largo de los últimos veinte años, de ser un cuadrado a un triángulo, y finalmente a una geometría multifacética e indefinible. (El espacio donde alguna vez estuvo la Casa A sigue estando vacío; Casa Chica ahora es una piscina de inmersión). Con tan solo 185 metros cuadrados, la casa es íntima, idiosincrática e inescrutable, un producto puro de la imaginación de Radic. Al cruzar el umbral —lleno de la esencia resinosa del cedro boliviano que reviste los muros, los pisos y los techos— parece que entras a un hueco en un árbol. Como las casas de Aravena y Puga, el edificio de Radic es como una cirugía en la naturaleza y no una parte orgánica surgida de la misma. Pero su silueta, imposible de abarcar con una sola mirada, se parece más a la de La Alcoba: viva, cinética, siempre en evolución.
 
 En el interior de Casa Gallinero, en Concepción, diseñada por el difunto arquitecto Eduardo Castillo.



En el texto que publicó, Radic escribió: “El arte y la arquitectura no tienen nada que ver entre sí, y esa claridad permite que los artistas y los arquitectos disciplinados trabajen juntos”. Aun así, nombró la casa con base en una serie de litografías y poemas relacionados compuestos por Le Corbusier entre 1947 y 1953. “Soy constructor de casas y palacios”, escribió Le Corbusier en uno de los últimos versos. “Hacer arquitectura es dar a luz a una criatura”.


COMO LAS CASAS DE RADIC, la arquitectura chilena en sí ha evolucionado de cajas sencillas en un horizonte vacío a formas esculturales que desafían la gravedad y, a veces, la lógica evidente. Sin embargo, debajo de las formas a veces discordantes, estos hogares también comparten un impulso de simplicidad y transparencia, así como de patrones rigurosos y reducción radical.
 


Esa transparencia quizá se muestra mejor que en ninguna otra construcción en la humilde Casa Gallinero, ubicada sobre una pendiente ligera en el pueblo de Florida, a una hora al este de Concepción. En su superficie, Casa Gallinero no es muy distinta de la forma típica de una casa de campo: es un rectángulo alargado de 139 metros cuadrados, colocado sobre pilotes, con sus dos extremos hechos de cristal y los dos lados más largos hechos de un material de plástico blanco corrugado para techos. De día podrías confundirla con un cobertizo o un criadero: una parte ordinaria del paisaje agrícola. De noche, los muros traslúcidos brillan como una linterna.


El difunto Eduardo Castillo diseñó esta casa en 2001, a los 29 años, para remplazar una cabaña sencilla que su padre, Juan, había construido con sus propias manos a principio de los años setenta. El padre de Eduardo le enseñó carpintería a su hijo (Juan construyó algunos muebles para Radic, el colega de su hijo), y este quería crear una casa que su padre pudiera construir él mismo: una casa eficiente, económica y honesta cuya versión final quedara marcada por las manos que la construyeron.
 
En la portada: una casa diseñada por Cecilia Puga en Bahía Azul, Los Vilos, Chile. La arquitectura modernista de Chile aparece en la edición del 24 de marzo de T Magazine de The New York Times, dedicada al diseño.




Criado en una familia de clase media en la zona rural de Chile, Eduardo Castillo venía de la periferia de la periferia. Casa Gallinero se parece poco a las casas robustas y monolíticas diseñadas por Puga o Aravena, o incluso a las de su colaborador cercano, Radic (estos tres arquitectos tienen oficinas en el mismo edificio en Santiago). No obstante, dice Oyarzun, quien le dio clases a Castillo en la PUC, “Eduardo representa mejor que nadie la lógica fundamental de esta arquitectura: que las cosas más simples repetidas de manera sistemática pueden alcanzar un nivel poético”.
 


Castillo murió en 2017 a los 45 años, atropellado por un auto cerca de su oficina en Santiago. Aunque era ampliamente admirado como uno de los arquitectos jóvenes más prometedores de Chile, para entonces había completado tan solo algunos proyectos individuales, entre ellos una casa para su hermano mayor fuera de la capital, y su tesis de 1997, una pequeña capilla construida en el borde de la propiedad de sus padres, donde se une a la carretera. De manera terriblemente profética, la llamó L’animita: el término para referirse a los altares al lado de las carreteras que se levantan para honrar a quienes mueren en accidentes automovilísticos. La capilla era, como Casa Gallinero, formalmente simple: una habitación rectangular con un techo de dos vertientes construido con tablillas largas de madera colocadas en sentido horizontal. El proyecto ganó el primer lugar de las obras institucionales en la edición número doce de la Bienal de Arquitectura de Chile, pero, a pesar de su popularidad entre los vecinos como un lugar tranquilo donde orar, se deterioró y terminó por colapsar.
 


En 2004, Castillo escribió un ensayo llamado Texturing en el que reflexiona sobre “el detalle de la pobreza” en edificios “infectados por el tiempo” y la inevitabilidad del deterioro y la muerte, que siempre les llega a edificios y arquitectos por igual. A mitad del ensayo, cita el manifiesto de Neruda, escrito setenta años antes, y su llamado a favor de percibir “la impureza nebulosa de los seres humanos”. Aunque sus obras varían en gran medida, los nuevos arquitectos chilenos han creado lo que podríamos llamar una arquitectura impura que coincide con la poesía impura de Neruda: edificios con cuerpos marcados por el tiempo, con plena conciencia de que ellos, como nosotros, terminarán por desaparecer. “Lo paradójico, es la vida que brota en aquel estado de calamidad”, escribió Castillo. “En esa imagen se encuentra gran parte de la arquitectura que quiero encontrar”.



[Producción: Patricio Mardones – fotos: Jason Schmidt – fuente: www.nytimes.com]

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