domingo, 14 de janeiro de 2018

El encuentro de Clarice Lispector con la esfinge


Escrito por Benjamin Moser 

El 9 de diciembre se cumplieron 40 años de la muerte de Clarice Lispector (Tchetchelnik, Ucrania, 1920-Río de Janeiro, 1977). Autora de Cerca del corazón salvaje, Aprendizaje o el libro de los placeres, La manzana en la oscuridad y La hora de la estrella, entre muchos otros libros, Lispector se convirtió en una de las más trascendentes voces de la literatura brasileña. En Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector (Siruela, 2017) Benjamin Moser (Houston, 1976) abordó el contexto psicológico y social de la gran escritora e insufló vida —según Edmund White— a su naturaleza esencialmente trágica en toda su complejidad. Conmemoramos a la autora brasileña con la presentación de un texto fascinante —incluido en el volumen— que revela su incomparable y misterioso universo.

Clarice Lispector. El misterio de la mirada. © Siruela.
En 1946, la joven escritora brasileña Clarice Lispector volvía de Río de Janeiro a Italia, en donde su marido era vicecónsul en Nápoles. Había viajado a casa como correo diplomático, transportando despachos para el Ministerio de Asuntos Exteriores brasileño, pero, al estar las rutas habituales entre Europa y Sudamérica interrumpidas por la guerra, el viaje para reencontrarse con su marido siguió un itinerario inusual. De Río voló hasta Natal, en el extremo nororiental de Brasil; de allí hasta la base británica de la isla de Ascensión en el Atlántico Sur, hasta la base aérea de Liberia, hasta las bases francesas de Rabat y Casablanca, y a continuación, vía El Cairo y Atenas, hasta Roma.
Antes de cada etapa del viaje tenía unas cuantas horas, o días, para ver algo de la ciudad. En El Cairo, el cónsul brasileño y su mujer la invitaron a un cabaret, en donde se quedaron maravillados al contemplar la exótica danza del vientre al ritmo del éxito del Carnaval carioca de 1937, “Mamá yo quiero” de Carmen Miranda.
El propio Egipto no logró sorprenderla; escribió a un amigo, de vuelta en Río de Janeiro: “Vi las Pirámides, la Esfinge; un musulmán me leyó la mano en el desierto y me dijo que tenía un corazón puro… Hablando de esfinges, pirámides, piastras, es todo de un gusto terrible. Es casi impúdico vivir en El Cairo. El problema consiste en intentar sentir algo que no haya sido explicado por un guía” .
Clarice Lispector nunca volvió a Egipto. Pero muchos años después se acordó de su breve visita turística cuando, en las “arenas desérticas”, le sostuvo la mirada nada menos que a la propia Esfinge. “No la descifré”, escribió la orgullosa y bella Clarice. “Pero tampoco ella me descifró a mí”.

Cuando murió en 1977, Clarice Lispector era una de las figuras míticas de Brasil, la Esfinge de Río de Janeiro, una mujer que fascinó a los hombres de su país casi desde desde la adolescencia. “Su visión me impactó”, recordaba el poeta Ferreira Gullar de su primer encuentro. “Los ojos verdes almendrados, los pómulos marcados; parecía una loba, una loba fascinante… Pensé que si la volvía a ver, me enamoraría de ella sin remedio”. “Había hombres que no consiguieron olvidarme en diez años”, admitió ella. “Había un poeta americano que amenazó con suicidarse porque yo no le correspondía.” El traductor Gregory Rabassa recordó haberse “quedado atónito al conocer a esa persona extraña que se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf”.
Hoy, en Brasil, su llamativo rostro decora sellos postales. Su nombre otorga distinción a apartamentos de lujo. Sus obras, a menudo desestimadas durante su vida por herméticas o incomprensibles, se venden en máquinas expendedoras en las estaciones de metro. Internet hierve con cientos de miles de fans, y no transcurre un mes sin que aparezca un libro que examine un aspecto u otro de su vida y su obra. Su nombre de pila basta para identificarla con los brasileños cultos, quienes, según comentó una editora española, “todos la conocían, habían estado en su casa y tenían alguna anécdota que contar sobre ella, como hacen los argentinos con Borges. O, en última instancia, fueron a su funeral”.
La escritora francesa Hélène Cixous declaró que Clarice Lispector era lo que Kafka habría sido de ser mujer, o “si Rilke hubiera sido un judío brasileño nacido en Ucrania. Si Rimbaud hubiera sido madre, si hubiera alcanzado los cincuenta. Si Heidegger hubiera podido dejar de ser alemán”. Los intentos para describir a esta mujer indescriptible a menudo siguen esta línea, apoyándose en superlativos, aunque los que la conocían, bien en persona o por sus libros, también insisten en que el aspecto más llamativo de su personalidad, su aura de misterio, escapa a la descripción. Cuando murió, el poeta Drummond de Andrade escribió: “Clarice procedía de un misterio/ y regresó a otro”.
Su aire indescifrable fascinaba y desasosegaba a todo el que la conocía. Después de su muerte, un amigo escribió que “Clarice era una extraña sobre la tierra, atravesando el mundo como si hubiera llegado a altas horas de la noche a una ciudad desconocida entre una huelga general de transporte”.
Firma de Clarice Lispector. © Siruela.
“Tal vez sus amigos más cercanos y los amigos de estos amigos sepan algo de su vida”, escribió un entrevistador en 1961. “De dónde viene, en dónde nació, cuántos años tiene, cómo vive. Pero nunca habla de eso, ‘porque es muy personal’”. Compartía muy poco. Una década después, otro periodista frustrado resumió las respuestas de Clarice en una entrevista: “No lo sé, no estoy familiarizada con ello, nunca he oído hablar de ello, no soy consciente, no es de mi conocimiento, es difícil de explicar, no sé, no considero, no lo he escuchado nunca, no estoy familiarizada con ello, no hay, no creo”. Un año antes de su muerte, un periodista procedente de Argentina trató de sonsacarle información: “Dicen que es usted evasiva, difícil, que no habla. A mí no me parece que sea así”. Clarice contestó: “Es obvio que tenían razón”. Después de obtener respuestas monosilábicas, el periodista cubrió el silencio con la historia de otra escritora.

Pero no dijo nada. No sé si ni siquiera me miró. Se levantó y dijo:
—Puede que vaya a Buenos Aires este invierno. No se olvide de llevarse el libro que le di. Ahí encontrará material para su artículo.
Era muy alta, con el pelo y la piel caoba, (y) recuerdo que llevaba un traje largo y marrón de seda. Pero puedo estar equivocada. Según salíamos, me detuve ante un retrato al óleo de su rostro.
—De Chirico —dijo antes de que pudiera preguntar. Y luego, en el ascensor—: Perdón, no me gusta hablar.

Ante esta falta de información, surgió toda una leyenda. Al leer relatos sobre ella en diferentes momentos de su vida, uno apenas puede creer que se refieran a la misma persona. Los puntos de desacuerdo no eran triviales. En cierto momento, se pensó que “Clarice Lispector” era un seudónimo, y que su nombre original no se sabría hasta su muerte. Tampoco estaba claro el lugar exacto de su nacimiento ni qué edad tenía. Se cuestionaba su nacionalidad, y la identidad de su lengua nativa era incierta. Una fuente afirmaría que era de derechas, y otra dejaría caer que era comunista. Una insistiría en que era una católica piadosa, aunque en realidad fuese judía. A veces corrían rumores de que era lesbiana, aunque en cierto momento también circuló el rumor de que era, de hecho, un hombre.
Lo extraño de esta maraña de contradicciones es que Clarice Lispector no es un brumoso personaje conocido a través de los fragmentos de un viejo papiro. Lleva apenas cuarenta años muerta. Todavía vive mucha gente que la conoció bien. Fue famosa casi desde la adolescencia, su vida fue documentada con detalle en la prensa, y dejó tras de sí una correspondencia extensa. Aun así, pocos artistas modernos son tan desconocidos en lo básico. ¿Cómo puede una persona que vivía en una ciudad grande de Occidente, a mediados del siglo XX, que concedía entrevistas, vivía en un bloque de apartamentos y viajaba en avión, seguir siendo tan enigmática?
Ella misma escribió una vez: “Soy tan misteriosa que ni yo misma me entiendo”.
Clarice Lispector. Fotografía perteneciente al archivo donado por P. P. Gurgel Valente. © Siruela.
“Mi misterio”, insistió en otro sitio, “es que no escondo ningún misterio”. Clarice Lispector podía resultar parlanchina y extrovertida con la misma frecuencia con que resultaba silenciosa e incomprensible. Para más confusión, insistía en que era una simple ama de casa, y aquellos que llegaban esperando encontrarse con una Esfinge a menudo se encontraban con una madre judía que les ofrecía tarta y Coca-Cola. “Necesito dinero”, le contó a un periodista. “La posición del mito no es muy cómoda.” Más adelante, explicando por qué dejó de conceder entrevistas, dijo: “No entenderían a una Clarice Lispector que se pinta las uñas de los pies de rojo”.
Por encima de todo, quería que se la respetara como ser humano. Se sintió avergonzada cuando la famosa cantante Maria Bethânia se lanzó a sus pies exclamando: “¡Mi diosa!”. Una vez, uno de los protagonistas de Clarice dijo: “Dios mío, ¡pero resultaba más fácil ser un santo que una persona!”. En una pieza melancólica llamada “Perfil de un ser escogido”, describe su rebelión contra su imagen: “Entonces intentó un trabajo subterráneo de destrucción de la fotografía: hacía o decía cosas tan opuestas a la fotografía que esta se erizaba en el cajón. Su esperanza era volverse más vivo que la fotografía. Pero ¿qué ocurrió? Ocurrió que todo lo que el ser hacía en realidad solo iba a retocar el retrato, a adornarlo”.
La leyenda era más poderosa que ella. Hacia el final de su vida se le preguntó sobre un comentario desagradable que apareció en el periódico: “Me enfadé mucho”, admitió, “pero luego me sobrepuse. Si me encontrara con [su autor] lo único que le diría es: Mire usted, cuando escriba sobre mí, es Clarice con una ‘c’, no con dos ‘s’, ¿de acuerdo?”.
En todo caso, nunca renunció a que la vieran como una persona de verdad, y sus protestas contra su propia leyenda afloran en lugares inesperados. En un artículo del periódico en el que escribía sobre —nada menos que— la nueva capital Brasilia, aparece una exclamación extraña: “El monstruo sagrado ha muerto: en su lugar nació una niña pequeña que perdió a su madre”.

“Los hechos y los datos me incomodan”, escribió, es presumible que incluyendo los que tenían que ver con su propio curriculum vitae. Insistió, en su vida y en su escritura, en borrarlos. Por otro lado, pocas personas se han expuesto de forma tan completa. A través de todas las facetas de su obra —novelas, relatos, correspondencia, periodismo y la espléndida narrativa que la convirtió en “la princesa del idioma portugués”—, una única personalidad es diseccionada de manera continua y revelada de manera fascinante en la que tal vez sea la mayor autobiografía espiritual del siglo XX.
“Junto con el deseo de defender mi privacidad, tengo el intenso deseo de confesar en público y no a un cura.” Sus confesiones tenían que ver con las verdades íntimas que de forma meticulosa fue desenterrando durante una vida de meditación permanente. Esta es la razón por la que Clarice Lispector ha sido menos comparada con otros escritores que con místicos y santos. “Las novelas de Clarice Lispector a menudo nos hacen pensar en la autobiografía de santa Teresa”, escribió Le Monde. Como el lector de santa Teresa de Jesús o el de san Juan de la Cruz, el lector de Clarice Lispector llega a las tinieblas del alma.
Emergió del mundo de los judíos de la Europa del Este, un mundo de santones y de milagros que ya había experimentado las primeras señales de la fatalidad. Trasladó esa ardiente vocación religiosa en declive a un nuevo mundo, un mundo en el que Dios había muerto. Como Kafka, se desesperaba; pero al contrario de Kafka, al final y de manera dolorosa, emprendió la búsqueda de un dios que la había abandonado. Como Kafka, relataba su búsqueda prestando atención al mundo que había dejado atrás, describiendo el alma mística judía que sabe que Dios ha muerto y que, en una especie de paradoja recurrente a lo largo de su obra, está decidida a encontrarle de todas las maneras.
El alma expuesta en su obra es el alma de una sola mujer, en la que se encuentra todo el alcance de la experiencia humana. Por eso se ha descrito a Clarice Lispector simplemente como todo: mujer y hombre, nativa y extranjera, judía y cristiana, niña y adulta, animal y persona, lesbiana y ama de casa, bruja y santa. Puesto que describía su experiencia íntima con tanto detalle, podía serlo todo para todos, venerada por los que encontraban en su genio expresivo el reflejo de sus propias almas. Como ella misma dijo: “Yo soy vosotros mismos”.

“Mucho no puedo contarte. No voy a ser autobiográfica. Quiero ser ‘bio’.” Pero incluso una artista universal emerge de un contexto específico, y el contexto que produjo a Clarice Lispector era inimaginable para la mayoría de los brasileños, y desde luego para los lectores de la clase media. No es raro que nunca hablara de ello. Nacida a miles de kilómetros de Brasil, en medio de una guerra civil espeluznante, con la madre condenada a muerte por un acto de violencia atroz, el pasado de Clarice era pobre y violento hasta extremos inconcebibles.
Cuando llegó a la adolescencia, parecía haber vencido sus orígenes, y durante el resto de su vida evitó incluso la más vaga referencia a los mismos. A lo mejor tenía miedo de que nadie la entendiera, así que se mantuvo en silencio. Un “monumento”, “un monstruo sagrado”, destinada a una leyenda que sabía que la sobreviviría y que aceptó con ironía y de mala gana. Veintiocho años después de su primer encuentro con la Esfinge, escribió que estaba pensando en hacerle otra visita. 

“Veremos quién devora a quién.”


Benjamin Moser
Escritor, crítico literario y traductor. Columnista en The New York Times Book Review. En 2018 publicará la biografía autorizada de Susan Sontag.



Traducción de Cristina Sánchez-Andrade.


[Fuente: www.nexos.com.mx]

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