El autor recuerda la peor entrevista de su vida, a pocos meses de la
muerte del escritor argentino, coincidiendo con la celebración del
centenario de su nacimiento.
En febrero también se cumplen 30 años del fallecimiento de Cortázar. |
Por Martín Caparros
Fue, creo, la peor entrevista de mi vida. Yo no había podido pensar
ni una pregunta –y, pese a lo que suele parecer, una entrevista es algo
que debería pensarse. Pero aquella mañana de verano –diciembre de 1983–,
en la librería Norte de Buenos Aires, me encontré de pronto con que
podría entrevistarlo si lo hacía precisamente allí y entonces. Julio
Cortázar me contó que había llegado un día antes, que iba a quedarse una
semana y que era una visita muy privada: venía a despedirse de su
madre, de noventa y tantos años.
–Ah, lo siento.
Dije, cara de circunstancias.
–Sí, es ley de vida.
Me dijo, y que por
eso nadie sabía que estaba en Buenos Aires. Llevaba diez años sin
volver: desde su exilio parisiense se había convertido en un gran
denunciador de los crímenes de la Junta Militar argentina. Aquella
mañana yo quería hablar de literatura y él de política, así que, por
supuesto, hablamos de política. La política, esos días, estaba en todas
partes: Argentina vivía la última semana de su peor dictadura con esa
esperanza que dan los finales que suponen un principio. Había euforia en
las calles, alivio en las conversaciones, algún miedo que queríamos
disimular; empezaba, tímida todavía, la avalancha de historias del
horror. Cortázar estaba entusiasmado, pero tampoco tanto:
–Comparar las juntas
militares de Argentina con la democracia es pasar del infierno al
paraíso, pero, bueno, como yo siempre sospeché que el paraíso está lleno
de defectos, también pienso que la democracia tal como la sentimos aquí
no puede quedarse en ella misma, sino que tiene que ser una puerta que
se va abriendo a una evolución más amplia, evolución que pueda
eventualmente llevar a una revolución.
Fueron horas:
Cortázar contaba, recordaba, se reía; yo lo seguía sin aliento.
Terminamos comiendo en una casa cercana, todo tan agradable. Cuando nos
íbamos –compartimos un taxi–, le pregunté algo que siempre me había
intrigado: ¿por qué se le había ocurrido escribir que Johnny Carter, el
saxofonista de El perseguidor, uno de sus cuentos más famosos,
se hace adicto incurable, sufre terribles abstinencias y por fin muere
de una imposible sobredosis de marihuana? Cortázar se rio y me dijo que
sí, que era un error, que en 1958, cuando escribió la historia, no tenía
ni idea de ninguna droga y puso marihuana como podía haber puesto
lavandina, y que se enteró del patinazo cuando se lo dijo su traductor
americano –que hipertradujo heroína en lugar de marihuana–, pero que él
no quiso cambiarlo. Y hablamos de los grandes errores literarios, del
reloj de Hamlet, los leones de Kipling, y después el taxi llegó a
ninguna parte.
El perseguidor
era una versión libre del fin de Charlie Parker, que murió heroinómano;
es raro imaginar ahora una época en la que un escritor latinoamericano
en París, ansioso de modernidad, adicto a bajos fondos varios, no sabía
qué era la marihuana.
Fue hace tanto. Dos meses después, hace justo 30 años, llegó la noticia de su muerte: justo entonces supimos por qué había venido a despedirse. Este año, Cortázar habría cumplido 100:
tiempo de preguntarse qué fue de todo aquello. Por ahora arrecian
homenajes. Aquella tarde le pregunté si creía que alguna vez le pondrían
su nombre a una calle, una plaza, si esa iba a ser su forma de quedarse
en Argentina.
–Uy, qué espanto, ojalá no lo hagan. Nada me daría más horror.
Me dijo entonces.
Acaso alguien hoy se cruce estas palabras en un bar de la plaza de
Cortázar, en la esquina de Borges con Honduras, Buenos Aires.
[Foto: ODILE MONTSERRAT (CORBIS) - fuente: www.elpais.com]
Sem comentários:
Enviar um comentário