El
escritor argentino Julio Cortázar en la calle San Martín,
en Buenos Aires, en
diciembre de 1983. Foto: Dani Yako
Por MARTÍN CAPARRÓS
Debía ser primero de diciembre, o quizá dos: 1983. Faltaba una semana para que se acabara en los papeles una dictadura que ya no era nada. Era raro: la euforia extrema, cierto miedito todavía.
Hacía mucho calor esa mañana, cuando Héctor Yánover me llamó para decirme que Julio Cortázar iría a su librería Norte, que si quería pasar. Yo lo había leído mucho, con todo el entusiasmo de mis 15 o 17, pero no lo conocía personalmente —porque creo que no hay que conocer a los que escriben—: había vivido varios años en París evitando el lugar común de ir a tocarle el timbre. Pero esa vez quería entrevistarlo.
Nos presentaron; Cortázar me contó que había llegado un día antes, que iba a estar una semana y que era una visita muy privada: venía a despedirse de su madre de noventa y tantos años. Yo puse cara de circunstancias y le dije lo siento. Sí, es ley de vida, me dijo, y que, por eso, todavía nadie sabía que estaba en Buenos Aires. Tardé muy poco en preguntarle si aceptaría la entrevista. Él me miró un poco torcido, casi socarrón, y me dijo que sí. Yo, feliz, que cuándo podría ser.
Debía ser primero de diciembre, o quizá dos: 1983. Faltaba una semana para que se acabara en los papeles una dictadura que ya no era nada. Era raro: la euforia extrema, cierto miedito todavía.
Hacía mucho calor esa mañana, cuando Héctor Yánover me llamó para decirme que Julio Cortázar iría a su librería Norte, que si quería pasar. Yo lo había leído mucho, con todo el entusiasmo de mis 15 o 17, pero no lo conocía personalmente —porque creo que no hay que conocer a los que escriben—: había vivido varios años en París evitando el lugar común de ir a tocarle el timbre. Pero esa vez quería entrevistarlo.
Nos presentaron; Cortázar me contó que había llegado un día antes, que iba a estar una semana y que era una visita muy privada: venía a despedirse de su madre de noventa y tantos años. Yo puse cara de circunstancias y le dije lo siento. Sí, es ley de vida, me dijo, y que, por eso, todavía nadie sabía que estaba en Buenos Aires. Tardé muy poco en preguntarle si aceptaría la entrevista. Él me miró un poco torcido, casi socarrón, y me dijo que sí. Yo, feliz, que cuándo podría ser.
—Ahora.
—¿Cómo ahora? ¿No puede ser
mañana, pasado?
—No, por desgracia solo puedo
ahora.
Hubo que improvisar. Alguien
me prestó un grabador, subimos al departamento de Yánover para usar una mesa y
unos vasos y un poco de silencio. Yo estaba levemente desesperado: tuve que
inventar una entrevista que no había preparado —y se notó—. Pero Cortázar
estaba amable, parlanchín: quería conversar. La charla duró como dos horas; me
impresionaban el entusiasmo y la juventud de ese señor de 69 años.
Terminamos almorzando en un
departamento cercano, todo tan agradable. Cuando nos íbamos —compartimos un
taxi— le pregunté por algo que siempre me había intrigado: ¿por qué se le
ocurrió escribir que Johnny Carter, el protagonista de El perseguidor, se hace adicto
incurable, sufre terribles abstinencias y por fin muere de una imposible
sobredosis de marihuana? Cortázar se rio y me dijo que sí, que era un error,
que en 1958, cuando escribió la historia, no tenía ni idea de ninguna droga y
puso marihuana como podía haber puesto lavandina y que se enteró del patinazo
cuando se lo dijo su traductor americano —que hipertradujo “heroína” en lugar
de “marihuana”—, pero que él no quiso cambiarlo. Y hablamos de los grandes
errores literarios, del reloj de Hamlet, los leones de Kipling, y después el
taxi llegó a ninguna parte.
Esa tarde me encerré a
desgrabar y empezó a sonar el teléfono. La noticia de mi entrevista —no había
otras— ya había circulado y me llamaron de varios medios para comprármela. Yo
estaba en una situación privilegiada pero no podía aprovecharla: me había
comprometido con Yánover a dársela a un semanario que sacaría un anticipo
de Los autonautas de la cosmopista,
el libro de Cortázar que él acababa de editar. Así que al día siguiente la
entregué. Un secretario de redacción consiguió pagármela diez veces menos que
lo que su jefe le había autorizado —y se sintió, supongo, el empleado del mes—.
La publicaron el jueves 8 de
diciembre, a dos días de la democracia. Pero antes habíamos tenido que volver a
verlo, en un apart de Córdoba y San Martín, para que Dani Yako le hiciera fotos. Fue un rato más de charla con ese señor que
parecía tan joven. Recién al otro día, cuando vimos las imágenes, lo vimos:
Julio Cortázar era una rama seca, una fuerza que se disolvía con la distancia.
La noticia de su muerte llegó desde París dos meses después, el 12 de febrero;
solo entonces entendí por qué había venido a despedirse de su madre.
Dicen que esta fue la última
entrevista que dio.
* * *
—Sucede una cosa muy curiosa:
en el par de días que llevo aquí ya varias personas me preguntaron qué siento
con este regreso y cómo encuentro la Argentina. Y yo veo que lo hacen un poco
como si recién al desembarcar aquí yo me enterase de lo que ha pasado. No es
así. Muchos de los que hemos vivido tantos años en condición de exiliados
seguimos muy de cerca la situación argentina, y en algunos planos críticos
hemos tenido una información mucho mejor que la que podía tener aquí el
argentino medio, totalmente cercado por la censura. Anoche un amigo se quedó
muy asombrado cuando se enteró de que yo había escrito en Francia y difundido
en España y América Latina, a través de la agencia EFE y el diario El País, una
cantidad de artículos donde le pegaba con las dos manos a la Junta. No tenía la
menor idea porque, claro, aquí no salió nada. Entonces, cuando me preguntan
cómo veo las cosas aquí, digo que la única diferencia es que ahora estoy
materialmente en Buenos Aires, pero en estos diez años de ausencia he estado
todo el tiempo aquí, aprovechando una información lo más completa posible, ya
sea periodística o clandestina.
—En función de esa
información: ¿qué opinás sobre el proceso que se está abriendo en el país?
—Tengo la impresión de que al
pueblo argentino se le ofrece una oportunidad única, después de las elecciones,
de empezar un camino de ascenso, de salir del pozo. No solo es una oportunidad
única, sino que voy a decir algo que no me gusta decir pero no tengo otro
remedio: creo que es la última oportunidad que tenemos, y que si la perdemos
—dado el estado de quiebra tanto económica como ética en que ha caído el país—
los resultados pueden ser catastróficos. Los civiles tienen su destino en sus
manos. ¿Qué significa eso? Significa por ejemplo que el trabajo del gobierno se
cumpla, no en un clima de unión total porque eso es inconcebible, pero que las
oposiciones sean constructivas. Que sean oposiciones críticas pero desde
adentro, constructivas. Un poco como sucede en la lucha revolucionaria, donde una cosa es criticar lo que pasa en Cuba o
Nicaragua —como yo hago todo el
tiempo, pero desde adentro, siendo solidario— y otra muy distinta hacerlo desde
afuera para destruirla.
—Hablás de trabajar y criticar
desde adentro, o sea desde la democracia. ¿En qué medida te parece viable el
camino democrático, considerando que tus opciones políticas han ido por vías
más revolucionarias?
—Cuidado con eso, porque en
primer lugar me parece que la noción de revolución no es en absoluto
exportable. Yo pienso que las ideas revolucionarias se van abriendo camino,
pero que cada país tiene su estructura propia y puede llegar a la revolución
por caminos totalmente insospechados, pasando por ejemplo por etapas
democráticas de progresivo avance socialista. No porque yo apoye a la
revolución nicaragüense voy a pensar que aquí habría que seguir ese modelo,
sería demencial. Nada asemeja a ese pequeño país tropical con este gran país de
corte europeo. Desde luego, mi último ideal es la revolución, un cambio total
de las estructuras, porque sé muy bien que las llamadas democracias de América
Latina son democracias burguesas, en las que las desigualdades sociales siguen
existiendo y el control sigue estando en manos de la oligarquía, del poder
económico, como el caso de México. El capitalismo hace el juego de la
democracia y es un juego útil para nosotros, porque comparar las Juntas
militares de Argentina con la democracia es pasar del infierno al paraíso, pero
bueno, como yo siempre sospeché que el paraíso está lleno de defectos, también
pienso que la democracia tal como la sentimos aquí no puede quedarse en ella
misma, sino que tiene que ser una puerta que se va abriendo a una evolución más
amplia, evolución que pueda eventualmente llevar a una revolución.
1973
—Durante mucho tiempo viviste
en París por propia elección. ¿En algún momento tu emigración se convirtió en
exilio?
—Es una buena pregunta, porque
me permite aclarar algunos malentendidos. Hace más o menos quince años, antes
de que se iniciara la escalada del terror, en la Argentina me calificaban como
exiliado, cosa que no me gustaba nada y que aclaré en algún texto, porque el
exilio es algo compulsivo. El exiliado es el hombre que se va porque si no se
va lo matan. No es mi caso: yo me fui y viví en París porque me dio la santa
gana. Yo era un emigrado, un emigrado muy especial porque volvía a menudo,
porque no tenía ningún motivo para no venir —muy al contrario— y entre el 51 y
el 73 vine cada dos años, más o menos, y me quedaba dos o tres meses, según mi
trabajo. En esa época todavía no me ganaba la vida como escritor. Yo vine por
penúltima vez a la Argentina en 1973 y asistí al triunfo electoral de Cámpora y
sentí una gran esperanza porque lo que podríamos llamar el ala izquierda del
peronismo tenía gente muy valiosa, con planes y ganas de hacer cosas. Hablamos
bastante, me quedé más de dos meses. A tal punto que pensé que ahí había una
posibilidad, como la que tenemos ahora. Y entonces prometí volver ese mismo
año, en septiembre, para colaborar más directamente en tareas culturales.
—¿Pensabas quedarte
definitivamente?
—No, porque la palabra
definitivo es una de las que no me gustan nada. Y 32 años de vida en Francia te
dan una pertenencia a otro país, que a mí no me parece conflictiva ni
disyuntiva ni nada. Yo soy argentino y al mismo tiempo me siento muy francés.
En el plano de la cultura tengo muchas raíces, muchos contactos con Francia.
Treinta y dos años de vivir junto a un pueblo en muy buena relación te crean un
gran amor. De manera que la idea de volver definitivamente a la Argentina no se
me ocurrió nunca, ni se me ocurre, ni se me va a ocurrir, eso ya lo sé.
—Estábamos con lo que pasó en
el año 73…
–Sí, yo me fui con la
intención de volver en septiembre, pero quien volvió no fui yo sino Perón, y
detrás de Perón vinieron López Rega y la Triple A. Y yo recibí formalmente en
París la condena a muerte: cartas que me desafiaban a venir a Buenos Aires y me
trataban de hijo de puta para arriba y para abajo, cualquier cosa. Yo tengo
creada una buena fama de loco pero no de zonzo, y entonces venir para que me
liquidaran inmediatamente —cosa que estoy convencido que hubiera sucedido— me
pareció tonto, absurdo desde todo punto de vista, personal y político.
Entonces, en ese momento, sentí por primera vez en mi vida que me convertía en
un exiliado.
—¿Y qué cambió?
—Fue sobre todo, como es
lógico, un cambio en el plano de los sentimientos. Porque una cosa es vivir en
un país sabiendo que el día que te dé la gana te tomás un avión y te vas a tu
otro país, a tu país de origen. Eso es algo muy hermoso y agradable. Y otra es
cuando de golpe sabés que en un plazo imprevisible —que finalmente han sido
diez años— no podés volver. Eso te crea un sentimiento muy duro.
—Como si algún personaje
del Libro de Manuel se realizara en vos.
—Sí, en algún sentido sí.
Ahora la diferencia esencial es una idea que traté de lanzar, y que creo que hizo
su camino: una noción positiva del exilio. La defendí en Caracas, en México, en
Francia, diciendo que si caíamos en la nostalgia, si caíamos en el mate regado
con las lágrimas de la tristeza nos íbamos todos al quinto carajo. Porque la
verdad es que era muy deprimente encontrarme con exiliados que caían lentamente
en un pozo de nostalgia, de negatividad. Los pintores que dejaban de pintar,
los escritores que dejaban de escribir, la gente que simplemente se defendía
para el puchero, para vivir; sentías que habían hecho del exilio una
negatividad. Y entonces yo fui incluso un poco cruel porque, llevando la cosa
al terreno de la paradoja, dije que eso era ser cómplice de la Junta. Porque lo
que la Junta esperaba de nosotros, los exiliados, era que nos hundiéramos en la
nada, porque formábamos parte de sus enemigos y podíamos enjabonarle el piso
informando a la opinión pública europea de lo que sucedía.
—¿A partir del momento en que
te consideraste exiliado aumentaste tu actividad política sobre la Argentina?
—Pienso que la aumenté por
razones obvias, porque en ese momento empezó la escalada de torturas,
asesinatos y desapariciones, sobre los cuales quizás estábamos mejor informados
allá que aquí. Esa cifra de 30.000 desaparecidos aquí se consideró una mentira porque
la Junta la presentaba como una calumnia. Y según la Junta éramos nosotros, los
exiliados, los que estábamos destruyendo la imagen del país en el mundo con la
complicidad de los enemigos de la Argentina, que no se sabía quiénes eran.
Éramos, como me calificó un señor, los jefes intelectuales de la subversión en
el exilio. De modo que, por razones obvias, mi actividad se multiplicó en el
plano de esa pequeña tarea, que es la única que puedo cumplir, de sentarme en
la máquina y difundir artículos que precisaran lo que pasaba aquí.
—Y en la otra vertiente
posible, en el plano literario, ¿qué pasó? ¿Sentiste un cambio real cuando la
emigración se te convirtió en exilio?
—No creo que para mí haya
habido ningún cambio demasiado perceptible, salvo quizás el hecho de que, ya
exiliado, escribí unos cuantos cuentos —que naturalmente fueron prohibidos
aquí— cuyos temas eran la realidad de lo sucedido en la Argentina.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo ese cuento que se
llama “Segunda vez”, que evoca el tema de las desapariciones, o “Apocalipsis en
Solentiname”, donde hay una visión muy clara de la forma en que están matando
gente en la calle. Y así una serie que culmina con el último cuento de Deshoras,
“Pesadillas”. Trata de una chica que está en estado de coma y tiene un hermano
que milita en la universidad y que lo atrapan. Y en el último momento, cuando
ella sale del coma y entra de nuevo en la vida, la policía o el ejército están
destrozando a golpes la casa donde está el hermano, matando a todo el mundo. Es
un cuento muy cruel, que me resultó muy difícil de escribir, pero que tocaba
directamente la situación.
—Hablando de lejanías: muchas
veces te han reprochado que escribís en un lenguaje porteño que ya no lo es.
—Esa es una de las más grandes
tonterías que se han podido decir. Eso nace de gente resentida que busca
ángulos de ataque y que encontró esa tontería, porque la acusación consiste en
decir que, como yo me fui hace treinta años, cuando escribo un cuento situado
en Buenos Aires con personajes que puedan usar términos de lunfardo, les hago
hablar el lunfardo que conocí en mi época y que no tengo ni idea del que se
habla aquí y ahora. Lo cual es absolutamente cierto: yo no puedo inventar algo
que no estoy viviendo ni conozco. Pero el lunfardo no es un idioma sino una
excrecencia del idioma, que cambia, que responde a las modas, y cada cinco o
diez años es sustituido por otro nuevo. O sea que utilizar un habla popular de
un periodo anterior no cambia nada: el periodo actual es tan efímero como el
otro. Dentro de unos años, ciertas palabras, que ahora todo el mundo usa, como
chantapufi, van a desaparecer.
—Bueno, chantapufi ya casi no
se usa.
—¿No se usa más?
—No mucho.
—Mirá vos. Ahí está la cosa,
¿no?
Buenos Aires
Desde el balcón de la casa
donde hablamos se ve el boato neoclásico de la Recoleta, se intuyen los muertos
ilustres. La mirada de Cortázar va más allá, hacia el río, pasea por una ciudad
que no logra sorprenderlo, aunque tal vez en su homenaje haya cambiado su puro
sempiterno por un atado de Particulares rojos sin filtro. Todavía no es
mediodía, el cielo es cielo y ya quedaron atrás un par de whiskies.
—La presencia física en el
propio lugar también te puede devolver algunas vivencias que el tiempo haya desgastado.
Pero en mi caso no me preocupa tanto, tal vez porque tengo una gran memoria
sensual, memoria de formas, colores, olores. Los amigos en París me dijeron que
ahora, después de diez años, me iba a encontrar con un Buenos Aires totalmente
distinto; que han levantado esto, que hay edificios nuevos, autopistas. Y
cuando vine de Ezeiza al centro venía mirando qué me iba a encontrar. Pero fue
el Buenos Aires de siempre: si en el horizonte asoma un gran edificio, ¿y qué?
Queda totalmente neutralizado por la imagen general de la ciudad. Además está
el olor. Cada ciudad tiene su olor. Buenos Aires tiene para mí un olor que no
se puede definir, muy distinto al de Madrid o París, y es el olor de mi
juventud, de mis vagancias adolescentes.
Pierre Boulat/
The LIFE Picture
Collection vía Getty Images
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—¿Con qué tiene que ver ese
olor?
—No sé si es la calidad del
aire o es un resumen de la cocina, porque la cocina influye mucho. Aquí es muy
internacional, muy variada, con predominio español e italiano, no sé… Madrid es
olor a frito, a sardina, al aceite de oliva frito. Y París es un olor de
panadería y de sopa de puerros, que es la sopa del pobre; la ropa de los
obreros en el metro huele a sopa de puerro. Y Buenos Aires quizás era el
asadito en la obra, ese olor de la carne en el fuego, pero no solo eso… En fin,
el punto es que este Buenos Aires es mi Buenos Aires, me han bastado dos días
para recuperar rutinas, bajar a tomar mi desayuno, leer los diarios, tomar
taxis y hablar con los taxistas. En ese plano no ha cambiado nada.
—¿Te emociona que un taxista
te reconozca después de tantos años?
—Sí, ayer mismo pasé en un
taxi frente a la embajada americana y el muchacho que manejaba empezó a hablar
de una manifestación a favor de Nicaragua. Y a mí me llamó la atención que
hablara de eso, porque es un tema sobre el que hay muchos malentendidos aquí.
Él, con la viveza porteña, se había dado cuenta de quién era yo en cuanto subí
al taxi, pero no me lo dijo hasta la mitad del viaje, cuando ya había un
diálogo, y estaba muy contento de llevarme y no me quiso cobrar.
—¿Te gustan esas situaciones?
—Me conmueven profundamente.
Es el sentido de no haber vivido totalmente en vano, de haberle dado a ese
muchacho en lo que haya podido leer de mí —ponele un libro o dos— suficientes
elementos como para que luego me reconozca y, además, me quiera. Y es terrible,
porque es una sensación de responsabilidad que se va multiplicando. Además, por
un misterio que no alcanzo a explicarme —los críticos tal vez lo hagan—, los
jóvenes son mis mejores lectores, en toda América Latina y ahora en Francia y
España. Son siempre los jóvenes, lo cual no significa que no haya gente adulta
que me lea o me estime; no, no es eso. Pero con los jóvenes tengo un contacto
increíble, porque yo soy un viejo y jamas escribo con la perspectiva de la
juventud, no hago un trabajo de tipo demagógico. Cuando escribí Rayuela yo
era un ser totalmente anónimo, nadie me conocía o muy poco. Y lo escribí
pensando como un hombre de 40 años que escribía para gente de 40 años, y
resultó que esa gente no entendió gran cosa del libro. Las primera críticas
—porque eran ellos los que tenían la manija en los diarios— fueron
terriblemente negativas. Fijate que la primera crítica de Rayuela que
leí empezaba con la frase siguiente: “Si la imitación y el plagio son virtudes.
Julio Cortázar es un gran escritor”.
—¿A quién te acusaban de
plagiar?
—A Joyce, por ejemplo, lo cual
es una estupidez infinita. Pero te da una idea del mecanismo de resentimiento e
ignorancia que funcionaba. En cambio, los jóvenes, que no se planteaban este
tipo de problemas, tuvieron un contacto directo con Rayuela, que
sigue siendo un libro clave para ellos. De todo lo que he hecho, Rayuela es
el libro mágico para ellos, en toda América Latina.
En la
autopista
Los autonautas de la
cosmopista es el libro de Julio
Cortázar que sale en estos días en Buenos Aires. Durante 33 días, Cortázar y su
mujer, la periodista franco-canadiense Carol Dunlop, recorrieron minuciosamente
y sin dejarla ni un momento la autopista París-Marsella. Ochocientos kilómetros
en una Kombi preparada para camping. La apuesta era contar, en un
libro a cuatro manos, la trama de este viaje a contrapelo de los viajes, una
expedición a lo cerrado. El viaje terminó en junio de 1982. Poco después, en
Nicaragua, ella empezó a sufrir los síntomas de su enfermedad. Carol Dunlop
murió el 2 de noviembre pasado. El libro, sin más modificación que un epílogo,
quedó transformado en elegía, testimonio de vida ante la muerte.
—Para mí es un libro… yo lo
veo como un libro de amor. Quise profundamente a Carol y fuimos… creo que en el
libro se nota que fuimos muy felices durante muchos años, pero la culminación
fue ese viaje. Fueron 33 días en que estuvimos solos en una autopista, en esa
paradoja de haber decidido explorar ese lugar archiconocido pero mirándolo
desde otro ángulo; una vez más, en mi caso, ir en contra de las ideas
recibidas. Una autopista es una cosa funcional para ir de tal lugar a tal
lugar, y nadie, o casi nadie, se plantea otro tipo de problema. Una cosa es
hacer el viaje en diez horas y otra en 33 días, ir explorando lentamente el
otro lado de la alfombra. Entonces este libro tiene una serie de segundas o
terceras lecturas posibles, pero es sobre todo un libro de amor… Y bueno… yo
perdí a Carol muy poco tiempo después de terminar el libro. Lo tuve que
terminar solo; no los textos, que ya estaban, sino el montaje, porque todos los
papeles quedaron revueltos. De modo que es un libro que a mí me toca muy
hondamente. Ahora, ya tomando distancias, me pregunto cuál va a ser la reacción
del lector no solo argentino sino latinoamericano, porque claro, el libro
transcurre en un medio muy francés, autopista francesa, todos los nombres son
franceses.
—Los autonautas es
otro libro de ese género extraño que practicás, mezcla de memoria y ficción, en
la línea de La vuelta al día en ochenta mundos o Último
round…
—Son los que yo llamaba los
“libros-almanaque”, porque vienen de la fascinación que yo tenía de chico por
los almanaques. Como el Almanaque del mensajero, que mi madre
compraba; no sé si todavía se publica, era sobre todo para los provincianos.
Era una maravilla para un niño, tenía calendarios, las fases de la Luna, las
mareas, recetas de cocina, consejos de jardinería, medicina del hogar,
cuentitos, poemas, y todo en un libraco así, de trescientas páginas. Entonces,
cuando hice La vuelta y Último round, que eran
materiales muy heteróclitos, los llamé los libros-almanaque. Y en alguna medida
este también lo es, porque son dos autores y cada uno toma el tema que le
interesa en el momento, pero muy centrado en el viaje y en la autopista.
—Cambiando de libros: ¿cómo
ves la literatura argentina actual? ¿Seguís en contacto con ella?
—Sí, en ese sentido tengo una
posibilidad de privilegio, porque buena parte de los escritores no solo
argentinos sino latinoamericanos, y especialmente los jóvenes, me mandan sus
libros. Sin hablar de los manuscritos porque, con su gran ingenuidad, los
jóvenes piensan que yo tengo tiempo para leer sus manuscritos y además sentarme
a la máquina y darles una opinión. Hay una cosa muy terrible, que crea un mecanismo
de responsabilidad: son las novelas del exilio, de mucha gente que ha pasado
por la cárcel y la tortura y se descargan en una novela, sin ser escritores, o
siendo escritores noveles, y en general escriben novelas que literariamente son
muy flojas y que ningún editor va a publicar. Tienen un valor de testimonio,
pero son inevitablemente repetitivas, porque la tortura es la misma, la prisión
es la misma. Cambian las modalidades según la óptica y las circunstancias, pero
una vez que un editor ha publicado dos novelas sobre torturas y prisiones no
puede seguir, porque los lectores ya no las compran. Entonces hay mucha gente
que se siente frustrada.
—¿Y volviendo a lo editado?
—Sí. No es muy lindo hacerlo,
pero por razones metódicas dividamos el campo en la literatura que se ha hecho
aquí y la que se ha hecho en el exilio.
—Esa decisión ha creado
grandes discusiones, enfrentamientos.
—A mí no me crea ningún
problema, pero sí sé que preocupa a mucha gente. Yo creo que la cosa está muy
clara: los escritores argentinos que se quedaron aquí se han encontrado con un
mecanismo de represión, de censura, que se reflejaba en las posibilidades
editoriales y de librería, que ha hecho, supongo, que haya muchos libros que
hasta ahora estaban en un cajón y quizás salgan. No sé, es una hipótesis,
porque en el franquismo también se decía eso, que había toda una generación
española que tenía cosas formidables sin publicar, y las tales cosas no han
aparecido por ningún lado. Así que vamos a ver. Yo soy optimista por naturaleza
y quiero creer que aquí hay cosas que se podrán publicar ahora y que fueron
escritas en los peores momentos. Y está también lo que se escribió y publicó en
los peores momentos, que… bueno, puede haber excepciones, pero en general fue
una literatura muy autocontrolada, con una autocensura inevitable. En ese
sentido, los escritores exiliados tenían una libertad que no han tenido los
argentinos; que eso se tradujera en mayor calidad es algo muy discutible. Pero
si tomamos el caso de Osvaldo Soriano, dudo mucho que sus libros se hubieran
podido escribir y publicar acá. Escribirlos sí, pero publicarlos… si incluso a
mí me habían prohibido dos libros.
—De los publicados acá en este
lapso, ¿leíste Respiración artificial?
—Sí, sí, lo leí en París,
claro, me lo pasó alguien. Piglia no me lo mandó, a pesar de que nos conocimos
en Cuba en el congreso cultural del 68. Me pareció el libro de un hombre muy
inteligente y muy capaz, desde luego. Ahora, habría que preguntarle en qué
condiciones lo escribió, con qué margen.
—¿Y te parece que los
escritores que estuvieron afuera aprovecharon bien esa libertad?
—Sí, yo creo que casi todos
han continuado su obra de manera muy positiva. Podría nombrar a gente como
Pedro Orgambide o Noé Jitrik, que están en México. Sin duda sus libros deben
haber entrado de una forma muy clandestina y limitada aquí… Pero eso es lo que
yo llamo el exilio positivo. Es una alegría enterarse de que no han aflojado. Y
sumemos a los músicos, pintores, escultores, que han llevado adelante su
trabajo. En este sentido no hay ningún motivo para temer que diez años de
dictadura sangrienta hayan podido aplastar nuestra evolución cultural. Creo que
la han sofocado, pero no ahogado.
—Alguna vez se ha hablado,
desde afuera, de la complicidad de los que se quedaron. ¿Compartís esa idea?
—¿Qué entendés por
complicidad? ¿Complicidad con la situación interna? Yo no lo veo así. No, no lo
creo. En primer lugar, cuando hablamos de temas culturales, por razones
personales tendemos a centrarlo en la literatura de ficción, pero la noción es
mucho más amplia, abarca toda la ensayística y el trabajo de tipo científico. Y
no veo en qué medida se puede hablar de complicidad que abarque a todos los que
se quedaron cuando hay una buena parte del trabajo interno que se ha hecho y se
sigue haciendo en la Argentina cuya finalidad no es política: el trabajo de un
psicoanalista, de una cierta sociología… En el plano de la literatura, me temo
que sí, debe haber habido complicidades, pero de ninguna manera hay que
generalizar. Haroldo Conti se quedó y le ha costado la vida, Rodolfo Walsh,
Paco Urondo se quedaron y les ha costado la vida. ¿De qué complicidad se puede
hablar? Ellos se jugaron hasta el final, en lo que hacían y en lo que
escribían; de modo que… Y estos tres nombres ya son muchos y hermosos nombres.
En el
compromiso
Antes de la entrevista, Julio
Cortázar se quejaba de las preguntas repetidas de los periodistas, sobre todo
en ciertos temas políticos. “Nunca dejarán de preguntar sobre el escritor
comprometido”, dijo, y recordaba la broma de alguien que no recordaba, que
clamaba porque los escritores comprometidos se decidieran a casarse de una
buena vez. Pero el escritor comprometido, o como quiera que se lo llame,
reaparece detrás de cada frase, en cada reflexión. Nunca se pierde, nunca se
transforma; uno de los objetivos de su breve paso por Buenos Aires era tomar
contacto con gente del nuevo gobierno.
—En tu opinión, ¿cuál debería
ser la política con los responsables de la represión, de las torturas y las
desapariciones?
—Es una pregunta muy obvia,
¿no? La respuesta es muy obvia.
—Tal vez no tanto, a la luz de
las discusiones que hay al respecto en los partidos mayoritarios.
—El primer paso sería
establecer las responsabilidades, definir bien quiénes son; pero no buscar
media docena de chivos expiatorios, con eso no engañan a nadie. Todo aquel al
que se le pueda probar su participación en la represión, desde generales hasta
sargentos o soldados, y también todos los responsables civiles —paramilitares,
Triple A, gangsters de todo tipo—, deben ser castigados por
sus crímenes. Y no hay que dejarse engañar por el sistema de defensa que se
utilizó en Núremberg, de la orden recibida. Obedecer órdenes no es excusa para
torturar y matar a seres humanos. Y el segundo paso es que esos responsables
sean sometidos a una justicia que merezca ese nombre, que no sea un camelo como
lo ha sido la justicia durante la dictadura militar. Y que reciban entonces las
penas que correspondan a sus delitos. No es que yo sea partidario de la ley del
Talión, ni mucho menos, pero desgraciadamente las penas estarán siempre por
debajo de lo que han sido esos crímenes, que van más allá de todo castigo
posible. Yo estoy en contra de la pena de muerte, pero sí creo en la máxima
pena carcelaria que puedan recibir esos individuos.
—Últimamente, ciertos sectores
están intentando presentar el castigo por esos crímenes como una venganza. ¿Qué
te parece?
—Ese es un concepto totalmente
equivocado. Yo te citaría el caso de Nicaragua. Una de las cosas que más me
conmovieron, más positivas de la revolución nicaragüense, es la clemencia que
mostraron con los criminales de guerra, somocistas culpables de crímenes
equivalentes a los de aquí. Bueno, lo primero que hizo el sandinismo triunfante
fue abolir la pena de muerte y reemplazarla por un máximo de treinta años de
cárcel. Yo asistí a los juicios de algunos de los peores criminales, en los que
la muerte habría sido poco para castigarlos. Estaba el caso de un coronel que,
para aterrorizar a los pobladores, tomaba un campesino, lo metía en un
helicóptero y lo tiraba exactamente en el medio de la plaza del pueblo. Este
señor se defendía cínicamente en el proceso diciendo que todo era mentira y que
él era católico, y cosas por el estilo. Ese señor tiene treinta años de cárcel,
el máximo. Y uno sale de esos procesos con una sensación de frustración, porque
¿qué son treinta años de cárcel al lado de lo que hizo? Pero, en cambio, no me
hubiera gustado nada que los fusilaran. De modo que cuando aquí el informe
Rattenbach habla de fusilar a los
cuatro chivos emisarios, está diciendo una estupidez, porque jamás van a
fusilar a nadie, no es Alfonsín el que va a fusilar a esos señores. O sea que
ya de entrada están haciendo una comedia, una payasada. Ya con que vayan a la
cárcel estaremos más que satisfechos.
Se estaba haciendo tarde, nos
esperaban para almorzar. Mientras nos levantábamos, le pregunté si creía que
alguna vez le iban a poner su nombre a una calle, a una plaza, si iba a
quedarse en la Argentina de esa rara manera.
—Uy, qué espanto, ojalá no lo
hagan. Nada me daría más horror.
Dijo, y se rio.
Dijo, y se rio.
Posdata: Unos años más tarde contribuí con el audio de
estas últimas palabras a la inauguración de la plaza Julio Cortázar en el
barrio de Palermo, Buenos Aires; fue un momento que él, creo, habría apreciado.
Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la
novela "Todo por la patria". Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y
es colaborador regular de The New York Times en Español.
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