Por Roser Toll
La
misión de Manuel Araya como chofer y secretario personal de Pablo
Neruda era protegerlo. Y él siente que le falló. Su misión ahora, está
convencido, es denunciar por qué. Dice que en sus sueños aparece el
poeta incitándole a que cuente la verdad, a que hable. Por eso lleva
meses atendiendo periodistas, explicando a los policías y a un juez lo
que pasó esos días de septiembre de 1973. Después de 38 años, en los que
nadie lo escuchó.
No tiene más pruebas que su memoria. Ningún recuerdo material de
quien fue su jefe, su protegido y la persona que lo hizo vivir la época
más feliz de su vida. Apenas le quedan unas fotos en blanco y negro del
auto en el que lo llevaba, y de las empleadas con las que compartía las
habitaciones de servicio. Sin embargo, siente que posee lo más
importante. “Soy heredero de una historia”, afirma.
* * *
Ligeramente más ancho por delante que por detrás, por eso Manuel lo llamaba sapo.
Tenía dos focos separados a cada lado, como si fueran cuatro ojos
sobresalientes, y el capó era alargado y fino, como el de un auto
deportivo. Cuatro puertas, y un techo que disminuía su altura hacia los
asientos de atrás. Aerodinámico y vanguardista. De cuero por dentro, y
por fuera, color plomo, con dos franjas plateadas a los lados, un
maletero pequeño y las ruedas traseras ocultas por la carrocería. Lo más
distintivo eran dos lucecitas rojas muy estilizadas que quedaban en las
escuadras del vidrio de atrás. Era un Citroën DS21.
Neruda le pidió que fuera a buscar su auto al puerto. El partido
comunista le había facilitado un Fiat 125, pero dada su amplitud, Neruda
no cabía bien dentro ese auto, y el partido se lo sustituyó por un Ford
Falcon. Al vate no le gustó, y finalmente encargó su Citroën DS21 a
París, de donde acababa de llegar.
El flamante Premio Nobel de Literatura había sido designado por el
gobierno de Salvador Allende como su embajador en Francia. Era una
especie de reconocimiento a la renuncia de Neruda a convertirse en el
candidato de los comunistas en las elecciones del 1969, en favor de su
amigo Allende. La vida en París, por lo demás, le permitía compaginar su
actividad diplomática con tiempo para la escritura y las relaciones
sociales. Pero pasados poco más de dos años presentó su renuncia. Cada
vez se sentía más débil y acosado por el cáncer de próstata que lo
aquejaba. Quería volver a Isla Negra, y respirar el aire salado de esa
cala de rocas oscuras.
Manuel Araya, su chofer recién designado por el Partido Comunista,
subió a la cubierta del barco amarrado en el puerto de Valparaíso que
transportaba el pequeño tesoro automovilístico del vate: El Citroen DS21
iba relleno de cajas y maletas por dentro, y portaba una patente
diplomática. Le pasaron las llaves y se fue con él tal cual llegó, sin
firmar ningún papel, ni autorización; nada.
Ya frente a la casa, el mozo le abrió el portón con solemnidad, y
nada más verlo, Neruda se lanzó sobre el auto y lo besó. ”Bendito, ya
llegaste…”, le susurró al vehículo mientras acariciaba el chasis de
color perla plomo. A Manuel le costaba entender si ese era o no un buen
auto, pues se suponía que era el primero de su estilo en Chile –en
realidad, el segundo, porque el embajador de Francia tenía uno igual-,
pero Pablo, a pesar de no conducirlo, le detallaba todas las maravillas
que tenía esa criatura, desde la sofisticación del motor hasta la
suspensión de aire, pasando por la elegancia de sus sillones.
—¡Inaugurémoslo!
Neruda quiso bañar el auto con una botella de champagne ante la
mirada resignada de Manuel, quien ya empezaba a aceptar sin quejarse los
deseos de su caprichoso jefe, y que al poco rato tendría que lavar el
vehículo entero para sacarle hasta la última gota de alcohol.
Dentro, en las cajas que el auto había transportado a través del
océano Atlántico, Manuel sólo encontró botellas de whisky escocés, como
si el auto fuera un bombón relleno de licor. Pablo tomó una, y con la
felicidad de un niño con un juguete nuevo, le pidió a su chofer que lo
llevara a dar una vuelta.
No llegaron muy lejos: Manuel estacionó frente a la puerta de la
humilde casa de su familia, en San Antonio, donde vivían sus padres y
parte de sus trece hermanos. Su mamá les preparó una sabrosa y
contundente cazuela a los dos. Después que la botella de whisky se
vaciara por la sed de su jefe y de su padre, Manuel emprendió la vuelta a
casa.
—Corra, corra, que usted es buen chofer,
dijo el vate con su lucidez afectada por el alcohol. Quería probar
las capacidades de su nueva joya. Manuel sintió por unos momentos que la
carretera era suya y que llevaba consigo a toda una autoridad. Aceleró
con fuerza, como si atrás y adelante lo acompañara una comitiva de
policías que le despejaran la vía, dignas de un presidente. Pronto
alcanzó a ver el cartel que anunciaba Isla Negra. En la puerta de casa
los esperaba Matilde, la tercera mujer de Pablo, con cara furiosa
después de haber tenido que almorzar sola.
—Estábamos bendiciendo el auto,
alcanzó a decir Neruda en tono de excusa antes de entrar.
* * *
Manuel vivía en la casa de Isla Negra del vate en una habitación que
tenía todo lo necesario. A las seis y media se solía bañar, para estar
listo a las siete y salir a buscar la correspondencia y la prensa del
poeta al pueblo cercano del Tabo. Se vestía con alguno de los dos pares
de zapatos, dos ternos, seis camisas y seis corbatas que desde el
palacio de gobierno le facilitaban como funcionario estatal, y no le
hacía falta pedir dinero a su jefe, porque siempre llevaba muchos
billetes consigo para pagar la bencina y cumplir con los recados. Él era
incluso quien iba a buscar a Santiago las remesas que llegaban desde el
extranjero a nombre del poeta por las ventas de sus libros.
Una vez en casa le traía un lavatorio a Neruda, aún en cama, para que
se lavara las manos, y rápidamente la bandeja con el desayuno: té con
leche, y unas tostadas con mermelada de ciruela.
—La ciruela no falla, así ando como reloj,
justificaba el poeta. Después lo ayudaba a seleccionar los titulares
de la prensa que le podían interesar y, a las 11 de la mañana, le
llevaba cada día puntualmente un jugo de frutas.
Neruda solía almorzar siempre acompañado. Su hora era la una y media,
y si no llegaban escritores eran miembros del Partido Comunista. Era un
loco aficionado al congrio colorado y al congrio negro –un preciado
pescado del Pacífico-, que comía con salsas que él mismo se inventaba.
Después de la comida el poeta se echaba una siesta, y Manuel iba a
almorzar a la cocina con el resto de los empleados.
A Ricardo Eliecer Neftalí Reyes –el verdadero nombre de Neruda- lo
conocía desde los 14 años. Pero en aquel entonces no le caía bien. De
las clases sobre marxismo del poeta a las que asistió de adolescente en
el Partido Comunista Manuel tiene el recuerdo del vate como una persona
gangosa, muy pausada para hablar, con unos discursos que no acababan
nunca. Nunca pensó que el partido, para el cuál empezó a trabajar de muy
joven como mensajero y responsable de seguridad de los parlamentarios,
lo eligiría para acompañar a Neruda.
Lo escogieron a él porque vestía muy bien y era todo un caballero. O
eso dice. Nunca bebió y nunca fumó, y llegaba con una hora de antelación
a las citas para no hacer esperar a nadie, se justifica. Sus cualidades
convencieron al Partido Comunista Chileno de que sería un buen
protector de Neruda, a quien se lo presentaron en noviembre de 1972. En
su primer día de trabajo, él mismo advirtió al poeta:
—Si yo le caigo mal a usted, se lo dice al partido.
La amistad se forjó rápidamente, y el chofer aprendió a consentir sin
límites a Neruda. Para él, el poeta era como un niño de 69 años, que
incluso jugaba con peluches hasta el día de su muerte.
Manuel se identifica con Neruda. Cree que ambos carecieron de una
infancia feliz y fueron niños muy pobres. Manuel creció en el fundo La
Marquesa, una estancia cercana al puerto de San Antonio, donde su padre
trabajaba como jornalero. Aunque, más que trabajar, él estaba convencido
de que lo explotaban. Que su padre saliera por la puerta a las cinco y
media de la madrugada y llegara pasadas las nueve de la noche era un
futuro que no seducía a Manuel, quien estudiaba en la escuela rural más
cercana a su casa, donde siempre era señalado como el más revoltoso. Él
mismo le pidió a su padre que lo dejara partir a Santiago, y a los 14
años lo consiguió.
Al fundo La Marquesa solían ir a cazar los días festivos varios
miembros del Partido Comunista de Santiago, que Manuel recuerda como
buenos amigos de su padre. Una de ellos era Julieta Campusano, histórica
senadora y diputada comunista, quien lo acogió en su casa en el barrio
Quinta Normal de Santiago, y se convertiría en su madrina. Julieta lo
acompañó en su juventud, sus hijas se convirtieron en sus amigas, y la
familia lo acercó poco a poco a la cúpula del partido, donde
tempranamente sería incorporado y formado en técnicas de defensa para
proteger a los parlamentarios.
* * *
10 de septiembre de 1973
Voy a Santiago para retirar el dinero y los medicamentos de Don Pablo
llegados desde Francia. Las remesas por las ventas de los libros vienen
en billetes enrollados dentro de unos tubos para transportar cuadros.
Después voy a La Moneda para encontrarme con el presidente Allende, a
quien tengo que invitar a almorzar de parte de Neruda al acto que quería
hacer por su proyecto de Cantalao. [Proyecto de Neruda para construir
en uno de sus terrenos cerca de Isla Negra una residencia para artistas
chilenos, donde gracias a las becas otorgadas pudieran desarrollar sus
obras. El proyecto se paralizó y destruyó con el golpe de estado de
Augusto Pinochet]. El compañero Allende me dice que asistirá encantado, y
que le diga a Don Pablo que ‘hay ruido de sables’. Y en ese momento
escribe algo en un papelito y me lo da para que se lo entregue a Pablo.
Ellos saben que algo va a pasar. Yo no miro lo que dice el papelito,
porque nunca quise saber qué es lo que se escriben. Me lo guardo en el
bolsillo de la chaqueta y me voy.
11 de septiembre de 1973
A las cuatro de la mañana suena una campanita que toca Matilde para
despertarme. Me dice que Pablo quiere hablar conmigo. Yo primero le digo
que no me moleste que es muy temprano, pero Matilde insiste y subo. Me
pongo una chaqueta encima de mi pijama y me siento a los pies de la cama
de Pablo, que está escuchando en una radio a pilas una emisora
argentina, que dice que los militares están llegando a Santiago. Pablo
me envía directo a la comisaría del Quisco, donde había un jefe de
comisaría amigo nuestro. Dicen que hay un golpe de estado, le digo yo.
Nosotros no tenemos ni idea, no nos han informado de nada. Váyase a la
casa y si tenemos alguna novedad los avisaremos, me dice. A eso de las
siete de la mañana, llega a casa el jefe de la comisaría del Quisco y
nos confirma que hay un golpe de estado. Nos pide que no salgamos de
casa. Pablo me pregunta si los voy a abandonar y yo le contesto que mi
misión es protegerlo y cuidarlo.
A las diez de la mañana ya nos han cortado el teléfono. Con Matilde,
ideamos un sistema para estar comunicados: vamos a la Hostería Santa
Elena, al frente de la casa, donde el teléfono está funcionando, y la
dueña que es de derechas y se entera de todo, nos cuenta lo que está
pasando. Pero nosotros no se lo contamos a Pablo para que no sufra. En
casa, yo me acerco al televisor de Pablo, y disimuladamente le aflojo un
par de tubos de los de atrás, y así no se pueden ver bien las imágenes.
A eso del mediodía en la hostería ya se confirman los hechos. Las
llamadas en la casa son intermitentes, a veces funciona el teléfono, y a
veces no. A las ocho de la noche, Pablo se entera de la muerte del
presidente Allende. ‘Trate de arreglarme el televisor como sea’, me
dice, y yo trato de volver a apretar los tubos que antes había soltado.
* * *
Llueve sobre San Antonio, pueblo pequeño y poco agraciado, pegado a
una gran infraestructura de mecano que sin descanso vacía las entrañas
de los barcos llegados de muy lejos. Se respira un aire de decadencia
porteña, un sabor a agua de mar sobre calles sucias salpicadas por
borrachos de vino de cartón, sucios y malolientes, que tratan de ayudar a
estacionar a los que se acercan a la orilla de la caleta en auto para
conseguirse unas monedas que contribuyan a su cartón diario. De fondo
están las gaviotas y los botes de pescadores, de tamaño miniatura al
lado de los buques de mercadería.
Manuel camina solemne por estas calles, vestido con su terno azul
marino, a conjunto con la corbata, una gorra marinera que amaga su
calvicie y un elegante abrigo. Su pulcro aspecto se potencia con un
perfume contundente, que baña su piel cobriza recién afeitada. Tiene los
ojos castaños, el poco pelo que le queda bien canoso, y es de esas
personas que no son ni flacas ni pesadas. Lo acompaña un maletín de
cuero negro que le da un aspecto de persona importante.
En un principio, sólo pide té, lo más barato de la carta. Dice que él
no come pescado, y finalmente opta por comer pollo asado en uno de esos
restaurantes típicos de marisco. No va nunca a restaurantes. Levanta la
mirada continuamente para ver quiénes son los que nos rodean, y cuando
subimos por la escalera deja de hablar para que los comensales no oigan
nuestra conversación.
Ya no le gusta conducir, porque se ha pasado la vida con las manos en
el volante. De protector y chofer de un premio Nobel pasó a ser chofer
de ciudadanos de a pie necesitados de un taxi en Santiago y San Antonio.
Después trabajó en una empresa de autobuses. Hoy, a sus 66 años, vive
con su madre de más de ochenta, y dos de los trece hermanos. Dice que no
se arrepiente de haberse jubilado, aunque su pensión alcanza solo los
70.000 pesos mensuales (150 dólares). Hace unos años consiguió tramitar
la compensación recibida en Chile por los exonerados políticos, aquellos
que perdieron su trabajo por razones políticas durante la dictadura.
Gracias a que los periódicos de la época registraron su desaparición,
una comisión oficial pudo otorgarle una ayuda de 149.000 pesos mensuales
(300 dólares), con la que puede vivir en un régimen de parca austeridad
que camufla con sus mejores galas.
Manuel añora los días vividos junto a Neruda. Recuerda tantos
detalles y le brillan tanto los ojos cuando habla de él que parece que
hubieran vivido juntos décadas, y no sólo un año, del noviembre de 1972
hasta su muerte en 1973. Siente que esos fueron los momentos más felices
de su vida, los que le dieron todo el sentido. Omite hablar de los tres
hijos que tuvo después, de la relación con la madre de ellos, de los
nietos que dice que tiene, pero no ve. Asegura que le han ofrecido
viajar al extranjero para contar su testimonio, pero él siempre lo ha
rechazado. Dice que la primera vez su padre le pidió que no lo hiciera
porque según le dijo él se iba a morir. Y el papá murió ese mismo fin de
semana. Ahora teme que si se va, pase lo mismo con su madre.
* * *
12 de septiembre de 1973
En la mañana aparece un enviado de Manuel Mamo Contreras
–jefe de la policía política del régimen, entonces director de la
Escuela de Ingenieros de Tejas Verdes, cerca de la casa de Neruda-.
Quiere averiguar cuanto personal trabaja en la casa, y nos da dos días
para que las empleadas se vayan. Como ellas venían del sur, las acompaño
a tomarse el transporte. A partir de hoy, yo le preparo el desayuno a
Pablo, y el almuerzo, lo compramos a la Hostería de frente la casa.
Con Matilde empezamos a planear como sacar a Pablo de la casa. Pablo
está cada día más nervioso. Nos van a volar, dice, señalando el buque
militar que nos han instalado enfrente la playa de la casa para
atemorizarnos. Él no para de hablarme de la guerra civil española, y de
cómo habían matado a su amigo, el poeta García Lorca.
19 de septiembre de 1973
Hemos tenido dos allanamientos en la casa en los últimos días. Pablo
está cada vez más nervioso y Matilde y yo decidimos que es hora de
llevarlo a un lugar más seguro. El doctor Vargas Salazar se ha
conseguido la habitación 406 de la Clínica Santa María en Santiago. Se
va a desocupar en la tarde, así que tenemos tiempo. Pablo y Matilde
viajan en una ambulancia que conseguí y yo voy detrás con el Fiat 125
que compraron para hacer las compras.
Cuando ya estamos en la carretera, nos paran en el Tabo, pero como
ven que vamos con Neruda nos dejan pasar. Hay muchos militares, Policía
de Investigaciones, pero también gente vestida de civil. Nos paran en
Cartagena para un control, y después también en Leyda. Otro control nos
hace parar en San Diego, y más tarde en Puangue. Hasta aquí, son
controles de rutina. Llegamos a Melipilla y nos vuelven a parar. Sacan
la camilla donde va estirado Pablo y la bajan al suelo. Lo cachean
entero buscando si lleva armas y tiran al asfalto la poca ropa que
traemos. Me da una pena muy grande ver a Pablo tirado en el suelo. Está
llorando. Creo que nunca pensó que iba a ser humillado de esta forma. A
mí me tienen con las manos en la nuca y pegado al Fiat. De reojo veo a
Neruda gritar: “Soy Pablo Neruda, Nobel de la Patria”, dice. Y oigo que
le dice el militar: “¡Recojan a este comunista! ¡Llévenselo de aquí!”.
Nos paran unas cuantas veces más antes de llegar a la clínica.
* * *
En pocas ocasiones se enfadaron; pero también existieron.
—Casi me voy esa noche.
Fue el día en que Neruda le rogó por uno de sus caprichos. Esa tarde
llovía en Isla Negra, pero el vate insistió en que quería salir de igual
forma. Manuel intentó convencerlo de que encontrarían una mejor
ocasión, y lo contuvo. Pero a Neruda se le apareció otra necesidad, que
para él en ese instante era imperiosa:
—Quiero comer berenjenas. Si no me las compra, me muero.
Ante tal amenaza, Manuel, armado con su paciencia, se subió a su
Citroën y partió hasta Cartagena, una población costera cercana, para
comprar las dichosas berenjenas. Para su pesar y el del poeta, las
berenjenas estaban agotadas. Pero Neruda no lo aceptó, y siguió rogando
“que le dieran el gusto” de comer berenjenas esa tarde. La oscuridad de
la noche ya se había hecho presente, aunque la hora no amedrentó al
poeta. Manuel enfiló de nuevo carretera arriba, para llegar después de
una hora al puerto de Valparaíso, donde el mercado ya había cerrado. El
chofer no vio otra opción que acudir a un restaurante que solía
frecuentar su jefe. “Se le ocurrió comer berenjenas”, le dijo Manuel
resignado al cocinero, quien se rio, y le entregó los dos últimos
ejemplares que rondaban por la cocina.
“Aquí tienes las berenjenas”, le espetó el chofer a Neruda, luego de
llegar a casa pasadas las diez de la noche. “Pues que me las hagan
fritas”, pidió el poeta a la empleada que se quedó esperando sin poder
ir a la cama para pasarlas por el aceite. El manjar fue servido a
Neruda, que se sació más rápido de lo esperado.
—¡Se comió dos lengüitas de berenjena! ¡Dos! Esa noche me maltrató
por dos pedacitos de berenjena! Era realmente como un niño. Ahí casi lo
dejo.
Sus quejas ante el partido no le funcionaron. “Usted está para darle
estos gustos”, le dijeron. Y Manuel no tuvo otra opción que seguir
consintiendo a su “magnate”, como le llamaba.
* * *
22 de septiembre de 1973
He dormido en una silla frente a la habitación 406, vigilando que
nadie entrara. En la mañana ha venido el asistente de Pablo, Homero
Arce, para transcribir el final de las memorias Confieso que he vivido
que le dicta Pablo. Cuando terminan me dan un sobre con todas las hojas
y yo se lo entrego al embajador de México, Martínez Corbalá. Desde que
llegamos a la clínica, el embajador nos ha visitado en distintos
momentos para ofrecer asilo a Neruda en su país de parte del presidente
Echeverría. Al principio Pablo no lo veía claro, decía que no quería
abandonar a sus compatriotas. Pero cuando ha sabido todo lo que está
pasando afuera, ha accedido a la propuesta del embajador. Teóricamente
tenía que marcharse hoy, pero le ha dicho a Martínez Corbalá que lo
esperen hasta el 24. Así me mandará a mí a buscarles las maletas y los
libros que se quiere llevar. Corbalá ya tenía el avión listo pero acepta
esperar.
También han venido a visitarlo los democratacristianos Radomiro Tomic
y Máximo Pacheco. Ellos le han contado lo que nosotros nos habíamos
callado hasta ahora: que Víctor Jara ha sido asesinado.
23 de septiembre de 1973
Pablito nos pide que nos vayamos a Isla Negra a buscar algunos libros
y las maletas que ya dejamos hechas para viajar a México. Yo le digo a
Matilde que se quede, que puedo ir sólo, pero ella insiste en
acompañarme y en dejar a Laurita, la hermanastra de Pablo, a cargo de
él. A mí no me parece correcto. Laurita no ve bien, tiene un ojo tapado
porque la acaban de operar de cataratas y se pasa el día durmiendo en la
silla. Al final, decidimos darle las pastillas a Pablo, y emprendemos
el viaje. Me da una lista de doce libros de política que tengo que
llevarle. Cuando ya estamos a punto de cerrar la puerta de la casa en
Isla Negra, nos avisan de la hostería Santa Helena que Pablo ha llamado.
Es urgente y quiere que volvamos rápido. Matilde habla con él desde la
hostería, él le dice que ha venido un doctor que le ha puesto una
inyección, y que le ha dado mucho calor.
Matilde me dice que me apure, que corra más, pero yo voy manejando el
Fiat 125, el auto que compraron para hacer las compras y trasladar
paquetes, y este ya no corre más. Llegamos a Santiago pasadas las seis
de la tarde, y en la puerta de la clínica, un señor que nos está
esperando recoge las maletas de Pablo y Matilde para enviarlas
directamente al avión que los llevará a México. Subo, y en la habitación
encuentro a Pablo con la piel roja. Me dice que le pusieron una
inyección y que le duele el cuerpo. Yo le pongo una toalla mojada en el
estómago para hacerle bajar la fiebre, y aprovecho para mojarme la cara,
porque estoy agotado. Aparece un médico que me busca y me pide que vaya
a comprar un medicamento para Pablo que falta. A mí me extraña y le
pregunto si no lo tienen en la misma clínica, pero me dice que no, que
debo ir a buscarlo al centro y rápido para calmarle los dolores a Pablo.
El medicamento se llama Urugotán.
Subo al auto y tomo la calle Balmaceda. Al doblar por Vivaceta, un
auto se cruza por delante y otro por atrás. Se bajan cuatro hombres con
un revólver y me sacan del auto, me patean y me pegan en la cabeza.
—¿Vos soy el secretario de Neruda? ¿Donde te creí que vai?
Van vestidos de civil y me llevan hasta la comisaría Carrión. Me
tienen amarrado, y me patean. Entre paliza y paliza, me pegan un balazo
que roza mi pierna. Quieren saber dónde están los líderes del Partido
Comunista. Pero yo tengo un juramento, si tengo que morir, lo haré
callado. No puedo decir nada. Les digo que sólo soy el chofer y que no
sé nada de eso.
A medianoche me llevan a la calle Santa Rosa, en un departamento que
utilizan como lugar de tortura a otros prisioneros como yo. Me meten en
agua caliente para que desaparezcan los moretones que tengo por todo el
cuerpo. De aquí me llevan al Estadio Nacional como uno más de los
detenidos después del golpe.
Al día siguiente los periódicos La Segunda y El Mercurio dicen que yo he desaparecido cuando iba a buscar una corona de flores para Neruda.
* * *
Después de 40 días detenido en el Estadio Nacional, por ese entonces
reconvertido en un centro de reclusión de la dictadura, los militares
decidieron soltar a Manuel. En esos eternos días se habían sucedido las
sesiones de tortura, con aplicación de corriente eléctrica, palizas y
patadas, que nunca surtían efecto porque el chofer no hablaba. Sus
torturadores pretendían que Araya les dijera dónde se encontraban los
máximos dirigentes del Partido Comunista y qué relación tenían con
Neruda. Pero él tenía un juramento de silencio por su militancia. Tanto
era el sufrimiento, que prefería morirse en ese sucio estadio. Y les
pedía a sus torturadores que lo mataran, para que de una vez terminaran
los tormentos. No pensaba que lo iban a castigar así, que lo iban a casi
destripar.
—¿Qué hacía Neruda? ¿Con quién se juntaba? ¿Estaban conspirando para desmembrar las Fuerzas Armadas?
Herido y mojado, Manuel continuaba callado. Que no sabía nada, que era inocente, repetía.
El primer día de su detención llegó a buscarlo el cardenal Silva
Enríquez, quien había sido un invitado asiduo a la casa de Neruda
durante los fines de semana. Lo reconoció entre los detenidos de la
escotilla 13 del Estadio Nacional, y se acercó:
—Lo siento por usted.
Araya agachó la cabeza y quedó en silencio, esperando conocer la
suerte de Neruda. Silva Enríquez lo miró; y le dio la peor noticia de su
vida.
Neruda había muerto a las 22 horas con 30 minutos del 23 de
septiembre de 1973, después de entrar en coma unas horas antes. El poeta
pasó sus últimas horas devastado por las noticias que le llegaban, de
compañeros muertos y casas allanadas en busca de libros prohibidos,
entre ellas la Chascona, su casa en Santiago. La clínica no tuvo ningún
gesto de deferencia ante su muerte. Se llevaron su cuerpo ya sin vida en
una camilla, cubierto en una sábana blanca, y lo dejaron en un sótano
oscuro y frío, cerca de la capilla. Allí pasaron la noche solos, Matilde
y el cuerpo de su marido, hasta la mañana siguiente, cuando terminó el
toque de queda. Lo velaron en la casa allanada de la Chascona, donde
muchos fueron a despedirle.
Fue un golpe duro. Su protegido había muerto, y él no estuvo allí. Y
Manuel se enfadó consigo mismo por no haber podido estar con él, pero
más que en el momento de su muerte, en el momento en que le pusieron esa
inyección, que para el chofer, estaba seguro, había sido la causa
directa de la muerte de Neruda. Manuel nunca pensó que todo lo que pasó
iba a ocurrir. Estaba convencido que por ser él el secretario de un
Premio Nobel, por tener esa credencial con su nombre y su cargo que
Neruda le dio y que le quitaron el maldito día que lo detuvieron, no les
iba a pasar nada. Pero quizás ese era el motivo de todo.
El último interrogatorio después de más de un mes prisionero fue a
las doce de la noche. Quedó tan maltrecho que no podía ni caminar, y el
militar que se encontraba custodiando la puerta del estadio lo dejó
dormir frente a la reja, para que no saliera en pleno toque de queda. A
las seis de la mañana lo pateó al otro lado de la valla y Manuel se
encaró con su libertad, y con la incertidumbre.
Estaba irreconocible: pesaba 33 kilos, tenía barba, portaba unas
zapatillas rotas y vestía ropa que le habían dejado, porque la suya
también desapareció. Su aspecto lo avergonzaba. La falta de dinero se
convirtió en su mayor preocupación en esas horas de desconcierto.
Caminó hasta llegar a la avenida más cercana, y esperó a que pasara
un bus. La apariencia y esa calle delataban su origen, y al cabo de un
breve rato un chofer lo hizo subir sin pagar un peso. Quizás por azar,
quizás como burla del destino, esa micro se quedó en pana (el autobús se
estropeó, o tal vez se quedó sin combustible) frente al Palacio de La
Moneda, destruido por las bombas de Pinochet. Llegó hasta Estación
Central a las diez de la mañana, y disimuladamente, se quedó esperando a
que los buses de San Antonio llegaran a la terminal. A las cuatro de la
tarde arribaron. La mayoría de los chóferes lo conocían, y al verlo,
uno de ellos lo sentó a su lado, y emprendió el viaje de vuelta a su
pueblo natal con el vehículo al completo de pasajeros.
De camino, los militares –como era usual en esos días- allanaron el
bus e hicieron bajar a todo el personal. El chofer, que quería proteger a
su colega, pidió a los militares que no movieran a Manuel, que había
sido operado recientemente y necesitaba reposo absoluto. De esa se
salvó.
Llegaron a San Antonio. El chofer del bus se limitó a tocar la bocina
cuando pasó por delante de la casa de la familia Araya Osorio, porque
en esos días nadie quería problemas. Sus hermanos salieron, pero no lo
reconocieron. Manuel estaba literalmente reventado.
—Si pasa esta noche, se va a salvar,
les dijo a la familia de Manuel un médico que lo vino a visitar.
* * *
La primera vez que Araya habló y explicó su teoría sobre el supuesto
asesinato de Neruda por una misteriosa inyección era una persona
convencida de su testimonio, pero sin más recursos que su voz para
defenderlo.
La versión oficial recogida por la fundación privada que gestiona el
legado del poeta y por la mayoría de la opinión pública hablaba del
agravamiento repentino del cáncer de próstata que sufría el poeta debido
a la pena que lo embargó cuando vio su país caerse a pedazos en manos
de la fuerza militar. Pero a él la idea de que Neruda pudo ser asesinado
por la dictadura para evitar que liderara la oposición al régimen de
Augusto Pinochet desde el extranjero no dejaba de rondarle por la
cabeza. Neruda era un escritor reconocido internacionalmente, y sobre
todo era comunista.
La estrategia de Manuel había sido contactar a personas que él creyó
importantes para contarles su historia y su teoría. Pero nunca se acercó
a la justicia. Tal vez por miedo, tal vez –lo más probable- por falta
de conocimientos y de dinero, nunca buscó un abogado o una asesoría
legal. Cuando le preguntaban por qué no denunciaba ante la justicia los
hechos no sabía muy bien qué responder. Araya insistió durante años
frente a puertas cerradas, sin ser escuchado, acumulando pena y rabia.
* * *
Después de ser liberado de su condición de prisionero político en el
estadio los militares lo obligaron a permanecer durante tres años con
orden de arraigo en Santiago. Renunció a volver a su pueblo, y debió
quedarse a vivir en una pensión de la capital para poder firmar dos
veces a la semana en una comisaría de policía. Periódicamente le
llegaban alimentos y ropa enviados por sus padres desde San Antonio a
través de su hermano Patricio, el segundo de los trece. Un día, cuando
se bajó del bus que lo trasladaba hasta Santiago para traerle los
paquetes a su hermano, Patricio desapareció. Desde ese día, no han
sabido más de él.
El chofer del bus le contó al padre de Manuel que habían sido cuatro
hombres vestidos de negro quienes lo habían bajado del vehículo y se lo
habían llevado. Manuel decidió buscarlo. Insistió en la comisaría, y fue
a preguntar por él a la Policía de Investigaciones (PDI). Se le ocurrió
plantear sus dudas ante el director general de la PDI, Ernesto Baeza,
quien había asumido su cargo el mismo 11 de septiembre de 1973, fecha
del golpe de Estado. Antes de consultar por su hermano, Manuel tuvo que
mencionar sus antecedentes, y explicó que sólo había sido detenido una
vez, en el Estadio Nacional, por ser el secretario de Neruda. La
respuesta de Baeza fue:
—Te escucho abrir la boca de nuevo y te mato aquí mismo.
Manuel se quedó en silencio. Y con él, el paradero de su hermano desaparecido.
Patricio Araya Osorio no figura en los listados de víctimas de la
dictadura elaborados por las comisiones oficiales Rettig y Valech.
Manuel dice que nunca pudo reunir suficientes antecedentes sobre la
desaparición de su hermano para calificarla como tal cuando se abrieron
los plazos. Patricio no era activista ni militante de ningún partido, y
Manuel no tuvo mayor ayuda. Sus padres eran personas de campo, que no
sabían leer ni escribir, y nunca habían viajado a Santiago, una ciudad
que les quedaba demasiado grande. No sabían ni por dónde empezar a
buscar a Patricio, y Manuel era quien debía dar la cara por lo ocurrido.
Pero él ya estaba vetado ante las autoridades de la dictadura.
Su familia nunca le perdonó a Manuel la desaparición de Patricio. Un día, mientras comían, su madre lo increpó delante de todos:
—Tu hermano desapareció por tu culpa.
Manuel agarró su chaqueta, dejó el plato en la mesa y se fue. Durante
tres años, nunca fue a ver a sus padres. Su madre debió tratarse
psicológicamente.
Él sigue convencido que la desaparición de Patricio fue una medida
más de represión contra él por haber sido un colaborador de Neruda.
* * *
Durante más de treinta años, asegura hoy muy dolido, los únicos que
lo escucharon fueron un pescador y un periodista del diario de su
pueblo. Ni autoridades, ni políticos, ni ministros ni presidentes, ni el
conocido ex juez Juan Guzmán, famoso por enjuiciar a Augusto Pinochet, a
quienes envió cartas y pidió audiencias. El 26 de junio del 2004, el
diario El Líder de su pueblo publicó un artículo del periodista
Rodrigo Ugalde en que aseguraba que Neruda podría haber sido asesinado.
Manuel compró unos 20 ejemplares y los repartió entre conocidos. Pero
la entrevista a Araya solo alcanzó a ser comentada por las vecinas.
La historia se dio vuelta cuando fue un medio de fuera de Chile el
que publicó su versión. Cosme Caracciolo, el dirigente de los pescadores
que lo acogió desde el primer día, conocía a un periodista chileno que
colaboraba con una revista mexicana, y pensó que el tema le podría
interesar. La revista recogió su testimonio, y aprovechó para
preguntarle al embajador mexicano de la época para contrastar la
información. El embajador Martínez Corbalá coincidió en que Neruda no
parecía moribundo cuando decidieron ofrecerle el exilio a México y
preparar un avión para trasladarlo.
Entonces fueron las agencias internacionales de prensa las que
llamaron al chofer para preguntar, y publicaron que una duda envolvía la
muerte del icono de la cultura chilena. Una duda que hasta ahora nadie
había planteado.
De la primera llamada a la última, Araya cambió. Con los meses ha ido
afianzándose y ha dejado atrás ciertas inseguridades. Repite y repite
su historia y la de la supuesta muerte de Neruda citando las mismas
situaciones, los mismos detalles, y las mismas conversaciones, con una
coherencia que asombra. Recuerda nítidamente las dos últimas semanas de
vida de Neruda, y asegura ser el único de los que lo acompañó en esos
momentos que sigue vivo. Es educado y gentil, pero punzante en sus
declaraciones, a veces, incluso se sobrepasa con especulaciones y
opiniones personales. Le encanta criticar a la tercera esposa de Neruda
–que no lo soportaba-, y ahondar en los amoríos de su jefe.
Su teléfono celular suena ahora muy a menudo, lo llaman de todas
partes del mundo, asegura. En el fondo de pantalla tiene una foto de él y
su mamá, de avanzada edad, posando sonrientes.
En su discurso, Manuel pide una investigación objetiva sobre la
muerte de Neruda, y anima a otras personas a ser valientes y a denunciar
ante la justicia las violaciones de los derechos humanos y las
desapariciones de sus familiares en dictadura. Algo que él nunca se
atrevió a hacer, ni en el caso de su hermano.
* * *
—Todo un personaje Araya,
comenta con una irónica sonrisa Eduardo Contreras, abogado del Partido Comunista, e histórico militante.
En 2011 aparece en la revista mexicana Proceso una
entrevista a Araya con su denuncia sobre el supuesto asesinato de
Neruda. Eduardo Contreras leyó el texto con cierto escepticismo. Como a
la mayoría de chilenos, su versión le pareció extraña, inverosímil. Pero
poco a poco, fueron apareciendo sorpresas, cuenta.
Antes de contactar con el antiguo chofer, Contreras quiso verificar
si él era realmente quien decía ser. Por sus contactos con antiguos
militantes, comprobó que Araya había pertenecido a su partido y que sí
había recibido formación de autodefensa para proteger a los cargos
comunistas.
Según Contreras, en su investigación aparecieron varios elementos que
reforzaban la historia del chofer. Resultó que el certificado de muerte
de Neruda elaborado por la clínica Santa María aseguraba que el poeta
murió de una caquexia cancerosa, un estado de desnutrición extrema en
una fase terminal de cáncer. Según la descripción de Araya, Neruda no se
encontraba en ese estado; es más, pesaba unos 123 kilos, y el mismo día
que murió, por la mañana, se encontraba plenamente lúcido. Además, los
periódicos de la época citaban como causa de muerte del vate un infarto
tras una inyección con un calmante. La misma inyección a la que se
refiere Araya. Para Contreras, el certificado médico expedido por la
clínica es totalmente falso, y esta es una de las principales pruebas de
su acusación.
Por otro lado, el médico –un tal Mr Price- que según Araya lo mandó a
buscar un medicamento, trayecto en el que él mismo fue detenido para
ser torturado, no figura como licenciado de ninguna universidad de
medicina, ni en ningún registro civil del país.
A los pocos meses del artículo que leyó en la revista mexicana,
Contreras presentó en nombre del Partido Comunista una querella ante la
justicia chilena para pedir que se investigaran las circunstancias de la
muerte del premio Nobel chileno, basándose en el testimonio de Araya.
Se hizo parte de la denuncia el sobrino de Neruda, el abogado Rodolfo
Reyes.
Araya está decepcionado con su partido, al que dice haber alertado de
su denuncia en numerosas ocasiones, sin haber recibido ninguna
respuesta. Según él, se conformaron con la versión oficial, la que decía
que había muerto de cáncer. Contreras dice que, según antiguos
militantes a los que consultó –él estuvo exiliado durante esa época-,
Araya asistió algunas veces a reuniones de partido, pero “no explicó
precisamente esta historia” ante los presentes.
* * *
Los turistas se sacan fotos aprovechando un día de otoño con sol
radiante. El océano Pacífico baña la cala frente a la casa, repleta de
extranjeros y chilenos que se pasean tranquilamente con una especie de
teléfonos en la oreja, como si estuvieran hablando solos. La audioguía
de la casa museo de Isla Negra explica cómo Neruda pasó sus últimos años
en este refugio de madera frente al mar, de grandes ventanales
adornados con botellas de cristales de colores y mascarones de proa que
algún día pertenecieron a barcos monumentales que surcaron los mares.
Una casa en la que podía sentirse un marinero de verdad pese a su miedo
al agua.
Un poco antes de la hora habitual los funcionarios del museo invitan a
los turistas a terminar sus visitas. Una horda de periodistas espera
afuera para poder entrar y tomar imágenes de la tumba de Neruda, ubicada
en el patio de la casa, en un peñasco orientado al mar. Está enterrado
junto a su tercera mujer, Matilde Urrutia, quien murió once años más
tarde. Hay un mástil como de velero, con cuerdas y todo, en el que se
pueden poner banderas como las de los barcos. Debajo, una placa de
mármol negro con sus nombres esculpidos con una bonita letra de
caligrafía. Un jardín de peculiares plantas y flores carnosas cubre la
tumba, rodeada por unas cadenas gruesas de hierro que recuerdan a los
amarres de los puertos. Neruda pidió en su Canto General que lo enterraran “en
Isla Negra, / frente al mar que conozco, a cada área rugosa de
piedras/ y de olas que mis ojos perdidos/ no volverán a ver".
Los técnicos vestidos con mono de trabajo comienzan a trasladar
escaleras y grandes vigas de hierro, parecidas a las que se montan en
los conciertos de grandes artistas. Los que lucen su chaqueta con el
logo de la Policía de Investigaciones y del Servicio Médico Legal van de
arriba abajo tomando medidas y conversando sobre detalles. Al otro
lado, en la playa que queda frente a la casa, una decena de fotógrafos
se han encaramado en la roca más elevada para tener la mejor visión del
desentierro.
* * *
Cuando llega el amanecer, en la playa las tonalidades rosadas
comienzan a competir lentamente con las oscuras. La arena está mojada
aún por la subida de la marea. Desde la roca más elevada donde se
encuentran los fotógrafos apostados, abrigados por el frío y la humedad,
se divisa una carpa instalada encima de la tumba de Neruda. Con sábanas
blancas rodearon el espacio que ahora se ve iluminado en su interior,
como un faro de luz amarilla en medio de la oscuridad. La noche
anterior, los técnicos del Servicio Médico Legal comenzaron a cavar para
llegar al cajón donde descansa el poeta. Trabajaron hasta las diez de
la noche para dejarlo todo listo.
A las siete de la mañana siguiente, la corte de peritos y
observadores internacionales que supervisarán la exhumación ya se
encuentran al interior de la casa. Son toxicólogos, médicos forenses,
arqueólogas forenses, especialistas en ortodoncia y bioquímicos. Rodolfo
Reyes, el sobrino de Neruda, también está presente. Dice que él, lo
único que quiere, es saber qué pasó de verdad con su tío, el mismo que
le regalaba libros que no entendía muy bien, y lo regaloneaba en este
precioso refugio frente al mar.
Manuel se ha levantado a las seis y ha llegado desde San Antonio
puntual a la casa donde vivió. Los médicos le han dado unas pastillas
para que esté tranquilo frente al día que le espera. Tiembla de frío.
Viste un elegante terno negro, con corbata negra, digna del entierro más
doloroso y protocolar al que haya asistido. Pese a que el de hoy es un
desentierro. Una exhumación ordenada por el juez Mario Carroza, quien
después de escuchar su testimonio presentado en la querella del Partido
Comunista, decidió buscar en los restos de Neruda si efectivamente fue
envenenado por la dictadura, como defiende el chofer.
Él no pensaba que lo dejarían entrar con el resto de la familia de
Neruda, pero el juez insistió. Se siente emocionado de poder
reencontrarse con quien fue su jefe. En menos tiempo de lo esperado, los
peritos han extraído la urna donde están reducidos los huesos del vate.
Está en perfecto estado, e incluso lleva una placa con su
identificación. Antes de colocarla al furgón que se lo llevará a
Santiago para hacer los análisis, Manuel se acerca y pone su mano encima
la urna.
—Chau Pablito.
Decide salir antes que el resto de la familia, con lágrimas en los
ojos. Una señora de dentro de la casa le da una agüita de hierbas para
que no llore. Afuera lo esperan decenas de periodistas que se avalanzan
sobre él para, ahora sí, conocer su testimonio.
* * *
17 de junio del 2013
“Me gusta poder caminar tranquilo por la calle. Yo sigo arreglándome y
poniéndome corbata todos los días. Me gusta. A veces salgo a trabajar
con el taxi colectivo de mi hermano. Me lo presta por horas, y así puedo
juntar un poco más de dinero para pagar los medicamentos de mi madre,
que son muy caros. Hasta tuve que pedir un crédito. Es que ahora me hago
cargo también de las cuentas de la casa.
El otro día fui al hospital a ver una tía mía, y un señor me
reconoció y me saludó. Yo me sentí un poco incómodo, pero a la salida,
tenía esperándome un grupo de personas que querían verme, porque decían
que yo había salido por la tele.
Me ha cambiado la vida. Me siento orgulloso de haber llegado hasta aquí”.
Manuel entra al baño, se pone un poco más de su potente perfume antes
de su próxima reunión, y se despide con su maletín de cuero bajo el
brazo.
Hay gente relacionada con Neruda que niega que su teoría sea posible y
acusan a Araya de querer ser popular y obtener algún rédito. Todos
esperan expectantes los resultados de las pesquisas judiciales. A Manuel
no le importa lo que dicen contra él. Cuenta que antes soñaba que Pablo
lo perseguía para que contara al mundo cómo murió, y que ahora, el
poeta dejó de aparecer en sus sueños.
—El mundo ya lo sabe. Yo, ya me puedo morir tranquilo.
* * *
En los últimos años, la justicia chilena ha abierto o avanzado
sustancialmente en investigaciones de casos de personajes emblemáticos
que estuvieron paralizados por mucho tiempo. Por primera vez tras 40
años se investigó la causa de muerte del presidente Salvador Allende, de
quien la justicia determinó que se suicidó. También se están
investigando la muerte por torturas del padre de la expresidenta
Michelle Bachelet, el general de la Fuerza Aérea Alberto Bachelet. Y la
muerte del padre de la alcaldesa de Santiago, Carolina Tohá, uno de los
ministros de Allende que según la dictadura se ahorcó en el hospital, y
según el Servicio Médico Legal pudo ser asesinado ahogado. Sigue en
curso también la investigación por la muerte y torturas del cantautor
Víctor Jara. Y el caso del ex presidente democristiano Eduardo Frei
Montalva, quien hasta ahora se pensaba que había muerto por una
complicación de una intervención quirúrgica menor, pero que según los
últimos informes forenses de sus restos exhumados, tras la operación y
estando convaleciente, fue envenenado paulatinamente con gas mostaza por
algún supuesto médico hasta que falleció. En esa época, el ex
mandatario democristiano lideraba una incipiente oposición de centro a
Augusto Pinochet. Frei Montalva murió el 22 de enero de 1982 en la
clínica Santa María. La misma en la que nueve años antes, murió Neruda.
* * *
Manuel tiene una foto. Una sola. No está con él, pero está con su
auto. Erguido, se apoya en el vehículo de color plomo con una mano. Se
ve joven, tiene unos 27 años, lleva unas gafas gruesas y ahumadas, y
viste un pantalón y suéter oscuro. Está cómodo junto a la joyita
automovilística del poeta y sonríe.
El Citroen DS21 que él conducía para el vate no está en ninguna de
las casas de Neruda que hoy se pueden visitar. Un grupo de aficionados a
este tipo de vehículos antiguos que se encontraron en un foro por
internet decidieron buscarlo y ofrecer una asesoría para recuperarlo. En
la fundación que gestiona las casas museo de Neruda aseguran que está
en restauración hace tiempo.
Una vez, la mujer de Neruda le ofreció ese auto a cambio de que
dejara de insistir con su versión del asesinato. Él no lo aceptó. A
Manuel le gustaría que el sapo estuviera expuesto y lo pudiera ver todo el mundo, igual que el resto de objetos cotidianos del poeta.
Pero el auto, como la historia de Neruda, está de momento en revisión.
Roser Toll es periodista, nacida en Lleida y licenciada en la
Universidad Autónoma de Barcelona. Vive en Santiago de Chile, primero
trabajó en la Agencia EFE y ahora como corresponsal de la Agencia
France-Presse (AFP). En Twitter: @Roser_Toll
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