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László Krasznahorkai, autor húngaro nacido en 1954, ha ganado el Nobel de Literatura; otro galardón más para una de las voces más singulares del panorama actual, ya desde sus primeros trabajos, y que se suma al Formentor recibido el pasado año o al International Booker. Su obra ha aparecido en España con la cuidada edición de la editorial Acantilado y con la celebrada traducción de Adan Kovacsics.
La Academia sueca lo ha calificado de un escritor épico, con una narrativa caracterizada por el absurdo y el exceso grotesco. Su obra incluye trabajos excepcionales, algunos calificables como obras maestras. Es el caso de su primera novela, Tango satánico (1985), donde ofrece ya una mirada distópica desde un pueblo en desintegración, una característica que se observa también en posteriores trabajos. No obstante, si ha de destacarse una obra sobre el resto, esta es Melancolía de la resistencia (1989), con el personaje inolvidable e ingenuo de Valuska, que recuerda al príncipe Myshkin de Fiódor Dostoievski. El autor de El idiota, como ha reconocido el propio Krasznahorkai, es uno de sus grandes referentes. La última obra del autor húngaro que ha llegado a nuestra lengua es El barón Wenckheim vuelve a casa (2016), publicado en 2024.
Este escritor trotamundos, que ha vivido en los últimos tiempos en Berlín, Viena o Trieste, comparte con sus personajes una cierta errancia. Es un gran retratista de las miserias del ser humano. Ha sabido narrar como pocos el mundo en su estadio más disparatado, pero en el que, de un modo u otro, siempre consiguen colarse algunos destellos de belleza. Es una de las grandezas de su literatura: no trata de explicar la sinrazón –ha escrito que el mal es difícil de comprender–, simplemente la expone, y no ofrece mágicas ni sencillas lecturas esperanzadoras, aunque abra diminutos resquicios para que en un mundo de “decadencia destructiva” se cuele algo de belleza. El lector agradece a Krasznahorkai que no le engañe con falaces soluciones y que no considere el artificio literario como un antídoto eficaz contra la realidad. Aunque haya hueco en sus páginas para detectar guiños de compasión o esperanza –a esta última la define como una “falsa seducción”– las cosas son como son, y no proyecta en el arte o la creación un valor catártico.
Ni ofrece soluciones ni propone lecturas exentas de complejidad. Esa característica de la ambigüedad, tan presente en la obra de autores del XX a los que admira y cuya lectura no se cansa de reivindicar, desde Kafka hasta Musil, sin olvidar a Thomas Mann, se ve claramente en el modo en que construye sus personajes. El quehacer y los movimientos de estos –situados casi siempre en los márgenes, presas de la obsesión o el delirio– son vitales para generar el componente inquietante de sus novelas, donde lo mimético se pone en jaque constantemente de una forma inexplicable. Sus novelas pueden ser un laberinto que, al adentrarse en él, atrapa, y su prosa ha sido definida como “torrencial”.
También resulta realmente interesante en su trabajo el intento de dar un sentido al tiempo presente, y lo paradójico e irónico es que lo hace situando sus historias en una especie de no-tiempo –algo que lo une, de nuevo, con una seña de identidad de la literatura kafkiana, como expresó Martin Walser en su interesante ensayo Descripción de una forma–. Como expone la voz narrativa de Melancolía de la resistencia en sus primeras páginas, el tiempo “transcurre, pero no pasa”. Por ello, y esto también es de agradecer, se opone a las lecturas simplistas que pretenden ver en sus trabajos un retrato y crítica constante de la Hungría bajo el yugo soviético, la que conoció durante sus primeras tres décadas de vida, o de la nación populista actual bajo el mandato iliberal de Viktor Orbán. Aunque haya criticado la mísera realidad comunista del lugar en que creció en sus primeras décadas y la situación actual de su país en tiempos de Fidesz, su fin es más ambicioso: sus trabajos tratan de la Hungría de siempre, con atmósferas y emplazamientos extrapolables a tantos otros lugares sobre la Tierra.
Y si el tiempo puede ser inmensurable, el otro tiempo, el meteorológico, también va a ser con frecuencia inclemente: la lluvia, el viento o el frío son un elemento habitual en las narraciones, lo que acrecienta la hostilidad e incomodidad. Como expuso Juan Manuel Ortiz en esta misma revista, es la plasmación irrefutable del apocalipsis cotidiano o, como escribe Krasznahorkai en Melancolía de la resistencia, la “demencial decadencia”: “No quedaba nada de aquel mundo entrañable, salvo un gélido laberinto de calles vacías donde hasta las ventanas, al igual que las personas sentadas detrás de ellas, miraban ciegamente al vacío, y el silencio sepulcral solo se veía interrumpido por los desgarradores ladridos de perros pendencieros”. Dijo Susan Sontag que Krasznahorkai era un visionario del apocalipsis. Más bien habría que decir que en sus textos el apocalipsis ya ha llegado y que los personajes no tienen otra que vivir con él.
En clara relación con el elemento temporal, también lo espacial toma unas características muy sugerentes desde el punto de vista narratológico en sus novelas. Si referíamos como seña de su obra un claro no-tiempo, en los emplazamientos no se puede hablar de no-lugares –esos espacios sin identidad propios de la posmodernidad de los que teorizaba Marc Augé–; más bien, cabría hablar de emplazamientos desapacibles y desprovistos de vitalidad, lo que ha de interpretarse como una alegoría del estado anímico de esos personajes extraños y misteriosos que parecen vagar por un mundo cuya comprensión se les escapa.
Y aunque más sutil, el humor, en la literatura de Krasznahorkai, puede ser un claro atisbo para no enloquecer. Como defendió Friedrich Schlegel, la ironía puede verse como otra forma de la paradoja. Este interesante uso de lo humorístico se observa en el retrato del personaje central de El barón Wenckheim vuelve a casa, alguien quijotesco, que regresa cuatro décadas después a su localidad natal y pone todo allí patas arriba. Se trata de otro “elemento” engorroso que llega para poner patas arriba la aparente –pero falsa– tranquilidad de un determinado emplazamiento.
Lo mismo ocurre en Melancolía de la resistencia, con la llegada al pueblo de un misterioso circo ambulante que tiene como principal atracción una gran ballena, y que se sitúa en la plaza central. Este espectáculo viene acompañado de un particular líder enigmático y un conjunto de personas, también misteriosas, que se sitúan hieráticos en la misma plaza y que parecen ser autómatas sin alma. Esta masa parece estar formada, según la describe el escritor, por personajes sin rostro, figuras fantasmagóricas que pueden recordar a aquellos sujetos que pueblan el lienzo Tarde en Karl Johan, de Edward Munch. En esa población cualquiera en que se desarrolla la novela, la sensación beligerante crece conforme avanzan las páginas, y Krasznahorkai habla de “ejército” y “gentuza”, hasta que se produce el inevitable estallido de destrucción final. Hasta los personajes más bondadosos, como el ingenuo Valuska, acaban sumándose al estallido de violencia.
¿Cómo, ante semejante panorama, se pueden colar nimios destellos de conmiseración o de engañosa esperanza? En buena medida, por esos atisbos inequívocos de belleza que sabe capturar. No solo en el contenido, también en el andamiaje formal y el uso que hace del lenguaje, tan fascinante. Hay cierta belleza en su intento por retratar la melancolía de un determinado tiempo, esa “dicha de estar triste” de la que habló Victor Hugo en Los trabajadores del mar, aunque no puede quedar al margen lo distópico y sobresalga una lectura pesimista. Si bien, donde más trabaja lo bello de forma nítida es en obras como Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003). El texto, de apenas ciento cincuenta páginas, es otra reflexión sobre la condición humana, donde deja constancia de su conocimiento de la cultura nipona, con la búsqueda del jardín anhelado en Kioto que actúa como refugio frente al mundanal caos. También del país del sol naciente parte Y Seiobo descendió a la Tierra (2008), donde dedica páginas de gran belleza a La Alhambra.
Muchos lectores han llegado a Krasznahorkai gracias a la obra cinematográfica de Bela Tarr. Como guionista y director, respectivamente, ambos constituyeron una de las más interesantes parejas creativas en la última década del pasado siglo y en la primera del presente. Armonías de Werckmeister, aparecida en 2000, adapta la obra mayor del reciente Nobel, aunque es justo admitir la superioridad como texto fílmico de Sátántangó, ese prodigio de más de siete horas de duración que parte de la primera novela de Krasznahorkai. Otros textos literarios del escritor aparecidos en castellano son Guerra y guerra (1999, traducido en 2009) o Ha llegado Isaías (1998; 2009).
En un texto por el aniversario de Franz Kafka, y justo después de que Han Kang ganase el Nobel del pasado año, Daniel Gascón extraía una regla que parece irrefutable en la literatura contemporánea: los escritores cuyo apellido empieza por K son buenos. La concesión del galardón a Krasznahorkai es la enésima demostración. Estamos de enhorabuena.
[Foto: Déri Miklós - fuente: www.letraslibres.com]
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