En el siguiente texto, la autora recuenta una temporada en la que vivió en la famosa Residencia de Estudiantes de Madrid, donde alguna vez se cruzaron los caminos de Luis Buñuel, Salvador Dalí y un joven Federico García Lorca.
Escrito por Valeria Villalobos Guízar
Para Santiago Hernández y Jorge F. Hernández
Ya lo decía Marquard: “somos nuestras historias”. Nuestras ficciones nos constituyen, nos orientan y nos sostienen frente al azar; traman el sentido de nuestros días, nos ayudan a ordenar el caos y a contravenir lo incomprensible. Abren nuestros espacios de encuentro, tanto con nuestro tiempo como con otros, y nos ayudan a dirigir nuestra mirada y nuestro andar entre lo desconocido.
Más allá de las narraciones contadas y recontadas a la luz de la hoguera y de aquellas que resguardan nuestras infatigables bibliotecas, constantemente construimos y decoramos altares para residir en nuestras historias y abrir grietas de posibilidad y respiro. A veces levantamos estos altares en forma de catedrales o mausoleos; otras, los edificamos como palacios y jardines; muchas tantas más, como trincheras y museos. Pero pienso ahora en altares más discretos. Pienso, por ejemplo, en las columnas corintias que crecieron de la aguda mirada de Calímaco, de quien se dice que vio brotar de la sepultura de una joven raíces y hojas de acanto. Pienso en el huerto salmantino que lleva por nombre Calixto y Melibea, uno que creemos parecido al que Fernando de Rojas imaginó para hacer que los amantes se encontraran. Me viene a la mente también la celebración anual de Bloomsday, que trastoca la ciudad de Dublín para invocar a Leopold Bloom; o bien el rincón porteño del Café Tortoni que frecuentaban Alfonsina Storni, Gardel y Borges, y al que hoy acuden jóvenes escritores en busca de un secreto. El museo de la inocencia, trasladado de la novela homónima de Pamuk a las calles de Estambul; The Eagle and Child en Oxford, el pequeño pub donde bebían y discutían los Inklings; o el balcón sobre el Nilo desde donde Agatha Christie llenó de bruma el legendario río. Todos estos y muchísimos más: pequeños núcleos de gravitación ficcional que nos permiten habitar el mundo de diferentes maneras. Levantamos estos resquicios entre la inmensidad para mirar más allá de lo evidente, para hacer porosa la superficie más tosca y volver significativos nuestros días.
En noviembre de 2020, en pleno estado de alarma pandémica, llegué a vivir a Madrid. Durante mis primeros diez días en la capital española me alojé en uno de esos altares a la ficción: la Residencia de Estudiantes. Era otoño y los árboles que rodean la Residencia reverberaban con los ladrillos del lugar, escondiendo el recinto para apenas revelar entre sus hojas sospechosos reflejos granada. Ahí uno “se olvida por completo de Madrid”, escribía Federico García Lorca, quien vivió en la Residencia de forma centelleante entre 1919 y 1936, en compañía de sus amigos de juventud: Luis Buñuel, Pepín Bello y Salvador Dalí, entre tantos otros. La Residencia fue un refugio donde el poeta frecuentó a muchas de las mentes más lúcidas de su tiempo y donde efervesció la llamada Generación del 27. “Aquí escribo, trabajo, leo, estudio”, escribió Lorca a su familia en 1920:
Este ambiente es maravilloso […] Pero lo más principal para no poder marcharme no son mis libros […] sino que estoy en una casa de Estudiantes. ¡Que no es ninguna fonda! […] Te suplico que me dejes aquí.
Ahí editará su primer libro de poesías y vivirá el fracaso de su obra de teatro, El maleficio de la mariposa; pero también vivirá el inicio de la persuasión de versos, moños y cantos. Sobre aquellos años del joven Federico, Buñuel escribió:
Brillante, simpático, con evidente propensión a la elegancia, la corbata impecable, la mirada oscura y brillante, Federico tenía un atractivo, un magnetismo al que nadie podía resistirse. […] No tardó en conocer a todo el mundo y hacer que todo el mundo le conociera. Su habitación de la Residencia se convirtió en uno de los puntos de reunión más solicitados en Madrid.
Su amigo Salvador, rebuscado y extraordinario desde joven, anotó sobre el poeta: “el fenómeno poético en su totalidad y en ‘carne viva’ surgió súbitamente ante mí hecho carne y huesos, confuso, inyectado de sangre, viscoso y sublime, vibrando con un millar de fuegos de artificio y de biología subterránea, como toda materia dotada de la originalidad de su propia forma”.
La Residencia es también conocida como la “Colina de los chopos”, nombre que le dio el poeta Juan Ramón Jiménez, quien planificó su jardín prolongando su escritura hasta las raíces de esos fértiles pasajes. La fachada que se contempla hoy es la misma que Miguel de Unamuno, Azaña, Lorca o Antonio Machado vieron en su tiempo, solo que ahora Madrid ya no termina cerca de ahí en campos de trigo y cebada, sino que se extiende mucho más allá de las adelfas y madreselvas.
Me asignaron el cuarto 403 del Pabellón Transatlántico, el edificio central. La habitación era muy sencilla: una televisión, una cama, y un escritorio muy amplio, al modo de los dormitorios de los colleges ingleses. Unos pisos más abajo, detrás de un aparador, puede verse una muestra de lo que habría sido el cuarto de algún estudiante en los inicios de aquel centro. Se exhibe no tan distinto del que yo tenía, pero con muebles de la época y algunos detalles suaves para el gozo del relato, como mantas para el invierno o para que Federico pudiera acomodarse un turbante; también se muestran cojines para convertir en teatro la habitación o acoger largas fiestas de té; y muchos libros para volver mundo a la pequeña Colina. Bien habría podido ser la guarida de algún estudiante de la Orden de Toledo, una de las muchas invenciones juveniles de Buñuel, grupo del cual el cineasta se había nombrado condestable, y a Pepín Bello, secretario, y que contaba entre sus fundadores con “Lorca y su hermano Paquito, Sánchez Ventura, Pedro Garfias, Augusto Centeno, el pintor vasco José Uzelay y una sola mujer, muy exaltada, discípula de Unamuno en Salamanca, la bibliotecaria Ernestina González. […] Para acceder al rango de caballero había que amar a Toledo sin reserva, emborracharse por lo menos durante toda una noche y vagar por las calles. Los que preferían acostarse temprano no podían optar más que al título de escudero”, explicaba el condestable.
La Residencia de Estudiantes fue fundada el primero de octubre de 1910, y se promovió como un acomodado espacio para que los estudiantes de provincia que viajaban a Madrid para realizar estudios universitarios, posgrados, o preparar oposiciones, pudieran alojarse y recibir una formación humana y académica adicional a la obtenida en otras instituciones de educación superior. La Residencia, erigida por la Junta para la Ampliación de Estudios (JAE), presidida en sus inicios por Santiago Ramón y Cajal, surgió en plena Restauración borbónica como producto de las ideas krausistas de la Institución Libre de Enseñanza (ILE). Tras el Real Decreto de 1875 que limitaba la libertad de cátedra, y debido al atraso educativo de España en relación con otros países europeos, la ILE fue instaurada en 1876 por un grupo de intelectuales y catedráticos españoles que buscaban crear un modelo pedagógico al margen de los dogmas religiosos, políticos y morales que imperaban a finales del siglo XIX dentro de las universidades del Estado. Esta institución concebía la enseñanza como el principal catalizador del cambio social, así que propuso un sistema educativo privado y laico que defendía la libertad de cátedra, y fomentaba la educación física, artística y del carácter. Además, impulsó notables reformas jurídicas, educativas y sociales; más allá de la Residencia, creó el Museo Pedagógico, el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales; e introdujo pensiones para ampliar la formación de estudiantes en el extranjero y el estudio de lenguas modernas en sus centros educativos.
La Residencia de Estudiantes de Madrid fue originalmente inaugurada en la calle Fortuny 14; pero cinco años después se mudó a donde se encuentra actualmente, en la calle del Pinar. La antigua sede se convirtió en la Residencia de Señoritas, centro de fomento a la educación superior de mujeres, que también partió del proyecto de innovación social español planteado por la ILE. Una institución a la vanguardia de las nuevas posibilidades educativas para las mujeres, pues solo cinco años antes, el 8 de marzo de 1910, había sido derogada la Real Orden que desde 1888 exigía a las mujeres un permiso especial para ser estudiantes universitarias. Como la Residencia de Estudiantes, la Residencia de Señoritas contaba con espacios de alojamiento, laboratorios, biblioteca, salones de conferencias y conciertos, aulas, espacios para hacer deporte y salas de lectura. Bajo la dirección de María de Maetzu, recorrieron sus pasillos extraordinarias artistas e intelectuales, algunas fundamentales para el pensamiento feminista, como Marie Curie, Victoria Kent, María Zambrano, Josefina Carabias, María Moliner, Clara Campoamor, María Montessori, Delhy Tejero, Zenobia Camprubí, Victorina Durán, Concha Méndez, Gabriela Mistral, María Goyri y Victoria Ocampo.
En aquellos días de contagio no había nadie más hospedado en la Residencia, y si lo había, jamás nos encontramos. Pero me hice de algunos libros sobre aquel lugar y eso fue suficiente para llenarlo durante unas noches. En más de un escrito y discurso, Pepín Bello narra sus divertimentos juveniles con Dalí y Lorca, y relata la bulliciosa vida de aquel lugar: el cuarto de Juan Ramón era frecuentado por Dámaso Alonso, Jorge Guillén y José Bergamín; la puerta del estrafalario y “enciclopédicamente ignorante” Dalí estaba por lo general abierta mientras este pintaba en sus chalinas flotantes. En la habitación de Federico, siempre muy concurrida, amigos como Adolfo Salazar, Emilio Prados o algún ultraísta lo escuchaban recitar en distintas entonaciones una de las comedias de Lope o releer algún poema que había sido maltratado por un torpe declamador. En el refectorio comía Eugenio d’Ors con el entonces director, Alberto Jimenez Fraud. En alguna sala los estudiantes escenificaban una obra de teatro; y por las noches los residentes se reunían a jugar a la ouija y realizar sesiones de espiritismo o hipnosis antes de salir de fiesta o terminar vagando disfrazados por las calles de Madrid, como cuenta en una conversación Francisco García Lorca a Max Aub.
De todo ese trajín no quedaba nada en mis días en la Residencia de Estudiantes. Aunque actualmente es la sede de la Fundación Federico García Lorca y tiene un nutrido programa cultural, la pandemia impidió los encuentros. Recorría entonces los jardines vacíos y en silencio; visitaba los salones, la biblioteca, las salas de conferencia; y si bien no jugaba a la ouija, sí que leía a los muertos. Además de la importante revista de divulgación Residencia, este centro creó su propia editorial en 1913, un catálogo modesto que alcanzó los 35 títulos sobre temas muy variados: creación literaria, música, actualidad política, ciencia, filosofía y, por supuesto, literatura. Mayormente dirigida por Juan Ramón, la editorial publicó importantes obras que resguardo en mi buró, como las Meditaciones del Quijote de Ortega, los Ensayos de Unamuno, Poesías completas de Antonio Machado, obras de Emilia Pardo Bazán, Eugenio d’Ors y Azorín, entre tantos. Como si fuera poco, en la Residencia dieron conferencias Chesterton, Marie Curie, Einstein, Tagore, Valery, Keynes, el propio Lorca, y más recientemente Blanca Varela y Jacques Derrida. Ese otoño solo me acompañaba Martha, la recepcionista, que me saludaba a diario, y a la que de vez en cuando le preguntaba algo sobre ella y el lugar.
Es bien sabido que el primer amor de Lorca fue la música. Era un joven “rebosante de canciones”, como decía Salazar, y le gustaba tocar el piano en algunas veladas en la Residencia, así como hablar de ritmos granadinos o de cantos andaluces. A Federico “no todos los estudiantes le querían. Algunos olfateaban su defecto y se alejaban de él. No obstante, cuando abría el piano y se ponía a cantar, todos perdían su fortaleza”, escribió José Moreno Villa en su autobiografía. Federico “despedía música, y donde él caía o entraba, caía o entraba el arrebato alegre y levitante de la música […] Tan vivo era ese poder suyo que bastaba nombrarle para sentirse invadido de alegría musical ’¡Federico sale de Granada, mañana lo tenemos aquí!’ gritaba alguien en la Residencia, como quien ve acercarse una alegre cabalgata sonora”. En Imagen primera de…, Rafael Alberti escribe:
Aquel piano de cola, en aquel íntimo rincón de la Residencia, junto a aquella ventana por donde la madreselva florida asomaba su olor, recordará mejor que nadie la capacidad asombrosa de transformación, de recreación, de adueñamiento de lo de nadie y lo de todos, haciéndolo materia propia, que, como un Lope de Vega, poseía Federico. Ante ese piano he presenciado graciosos desafíos —o, más bien, exámenes— folklóricos entre Lorca, Ernesto Halffter, Gustavo Durán, muy jóvenes entonces, y algunos residentes ya iniciados en nuestros cancioneros.
—¿De qué lugar es esto? A ver si alguien lo sabe—preguntaba Federico, cantándolo y acompañándose:
Los mozos de Monleón
se fueron a arar temprano —¡ay, ay!—,
se fueron a arar temprano…”
Me quedaban solo unos cuantos días trasnochando aquel altar, así que me decidí a encontrar el piano de Federico, el piano de cola que también tocó Stravinsky durante su visita en 1933, y hace apenas unos años László Krasznahorkai. Como no había nadie en ese umbral al pasado, lo recorrí a toda hora y sin interferencias; abrí cada puerta sin llave y forcejeé con más de una cerradura. Algunos edificios están conectados con irregulares pasillos y escalerillas, y encontrar la salida no siempre me resultaba fácil, por lo que a veces terminaba brincando al patio desde alguna ventana. Afortunadamente, mis saltos eran bien amortiguados por esos jardines que habían permitido más de un juego y escuchado intolerables secretos, en donde se leyeron por primera vez algunos de los versos que un siglo después siguen espejeando tantas hojas floridas.
Estaba por concluir mi estancia y aún no encontraba el bendito piano. Isabel García Lorca en su libro Recuerdos míos relata que a su hermano le gustaba jugar a lo que él denominaba “la desesperación de Espronceda”, un ejercicio dramático en el que, a través de gestos, una persona representaba alguna emoción desquiciada con el fin de que otra adivinara a qué sentimiento se refería su expresión. Yo no tenía a nadie que interpretara mis emociones, pero mis gestos de frustración por encontrar el instrumento hubieran tenido perfecta cabida en el juego de Isabel y Federico. A pesar de que me escabullí por todos los rincones posibles del pabellón, no lo encontré.
Estaba por irme cuando le pregunté a Martha por el piano. Me dijo que lamentablemente el salón que lo resguardaba estaba cerrado por la pandemia. Acepté entonces la derrota. Compré un par de libros más de la editorial de la Residencia y me senté en la escalinata de la puerta a esperar mi taxi. Tal vez Martha adivinó mi gesto, o tal vez compartíamos algo de nuestro santoral laico y el amor por las ranuras que abre la tinta, pues antes de irme se ofreció a mostrarme brevemente el piano, si prometía no tocar nada.
Salí de la Colina de los Chopos con los primeros libros para conformar una nueva biblioteca en Madrid, y con el gesto recompuesto. Era momento de conocer la ciudad y sus altares, acompañada de las voces de otros tiempos como mapas para andar de día y de noche, sola o acompañada, confinada o libre. Después de todo, las historias nos compensan en la incertidumbre y el libro es la superficie más honda de la Tierra. Una adelfa es una adelfa es una adelfa. Y un piano es piano es un piano.
Valeria Villalobos Guízar estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana y periodismo y literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente cursa la maestría en Filosofía de la Historia en la Universidad Autónoma de Madrid.
[Fuente: www.nexos.com.mx]
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