terça-feira, 3 de julho de 2018

João Guimarães Rosa - «Primeiras Estorias»





Prólogo de Emir Rodríguez Monegal

PRIMERA ENTREGA

PRÓLOGO (1)


Aunque Brasil ocupa prácticamente la mitad de América Latina, la literatura brasileña es casi desconocida en el resto del continente de habla española. La aparente semejanza de las lenguas, cuyo tronco común es indiscutible, enmascara una dificultad de lectura que acaba por desanimar a los hispanohablantes. En esto, los brasileños demuestran más imaginación. No es extraño ver libros en español en las mejores bibliotecas particulares del Brasil. En cambio, es casi una señal de esnobismo encontrar un libro en portugués en la biblioteca de un escritor hispanoamericano, a no ser que se trate de un lusitanista.

Pasa aquí algo similar a lo que también revela un análisis profundo de la geografía cultural de América del Sur; aunque unido por los fondos a casi todos los países de habla española (solo con Chile y Ecuador, no tiene fronteras), el Brasil les da la espalda. En vez de estar enlazados por los grandes ríos, por la selva infinita, por esa tierra de nadie que es el corazón compartido de todo el continente verde, ambos grupos vecinos se desconocen y miran obsesivamente a las metrópolis culturales del hemisferio norte.

Por eso mismo, no es extraño que el descubrimiento de la obra impar de João Guimarães Rosa no haya sido realizado en las grandes editoriales de la América española sino en la España misma. A la publicación de Grande Sertão: Veredas en 1967, en la magnífica traducción de Ángel Crespo, sucede ahora la de Primeiras Estorias, libro que por su brevedad densa, por su poesía, constituye la mejor introducción al universo complejo del autor mineiro.


La frontera y las fronteras

Mi acceso al mundo de Guimarães Rosa fue este mismo libro, en su edición brasileña de 1962. Dos grandes amigos, Walter y Virginia Wey, me facilitaron en Montevideo un ejemplar de la edición que acababa de publicarse en Río de Janeiro. Ya entonces, Virginia estaba en contacto con don João para iniciar los trabajos de traducción con el resultado que el lector tiene ahora a la vista. Apenas empecé a leer estos cuentos (conocía algunos de revistas), me fui sintiendo atrapado por la peculiar atmósfera que creaba el escritor, por la intensidad de sus imágenes, por el sabor único de sus palabras.

Si es fácil no conocer a Guimarães Rosa, y son tantos los que lo ignoran dentro y fuera del Brasil, es muy difícil no convertirse en adicto si uno ha empezado a vislumbrar, así sea muy exteriormente, ese mundo mágico que sus libros han creado. Es como Kafka o como Borges: apenas una frase de ellos entra en nuestro sistema circulatorio estamos perdidos. Nada podemos hacer si no es pedir más, buscar más, conseguir más. El primer cuento que yo había leído era nada, o casi nada. Se llama La tercera margen del río y cuenta la historia de un hombre que deja a su mujer e hijos y se va a vivir en un bote en el centro del río. Pero esa historia lograba, por los medios más simples e intensos, crear para el lector la imposible promesa de su título: una tercera dimensión de la realidad, la tercera imagen, se hacía patente, se convertía en experiencia, se encarnaba en la imaginación. De golpe, me convertí al culto, entonces casi secreto en la América hispánica, de Guimarães Rosa.

No había leído sino aquel volumen cuando tuve ocasión de pasar una quincena en Río de Janeiro con mi mujer. Hablo del invierno de 1963, estación que en Río se distingue muy poco de un verano uruguayo, húmedo y algo tristón. En casa de Eva Pimentel Brandâo, en la hermosa y viva biblioteca de su marido, que ella conserva con la más impecable devoción, encontré el Anuario del Ministerio de Relaciones Exteriores del Brasil que me ofrecía los pocos datos oficiales sobre Guimarães Rosa. Era una biografía de diplomático que estaba reducida a sus servicios en el cuerpo: nacido en Cordisburgo, Minas Gerais, el 3 de junio de 1908, Guimarães Rosa pertenece a una familia patricia del gran estado brasileño. Se recibe de médico y ejerce en el estado natal; luego, en 1934, entra en la carrera diplomática y asciende a lo largo de tres décadas hasta su puesto de embajador en Itamaraty, Departamento de Demarcación de Fronteras. Ha prestado servicios de cónsul en Hamburgo, en vísperas de la segunda guerra mundial; ha estado internado en Baden-Baden en plena contienda. A partir de 1942 representa a su patria en la América Latina (secretario de embajada en Bogotá, 1942-44-9 y en Europa otra vez (consejero en París, 1948-1951). En el Anuario no hay una sola palabra sobre su carrera literaria. Esa pertenece no al embajador sino al otro.

El que me interesaba era el escritor pero estaba dispuesto a correr el riesgo de tropezarme solo con el embajador cuando conseguí que Afrânio Coutinho, gran historiador de las letras brasileñas y amigo, me llevara hasta el Palacio de Itamaraty una tarde de esa cariocas en que la ciudad arde a fuego lento. Coutinho hace las presentaciones y se excusa. Es un hombre ocupado en mil cosas y, además, prefiere dejarme a solas con Guimarães Rosa. Yo me siento perdido pero me aguanto a pie firme. Si la oficina no puede ser más burocrática, el hombre alto y corpulento, pero no grueso, de pelo gris cortado muy corto, de lentes y sonrisa afable, gestos precisos y nítidos, me tranquiliza. Su figura se recorta contra un fondo de viejos mapas, de fotografías amarilladas por el tiempo, de gráficas persistentes y tal vez inútiles. En medio de esa erosión, el hombre está vivo. Guimarães Rosa tiene del diplomático solo la apostura exterior, la exquisita cortesía, una sobreentendida reserva. Apenas empieza a hablar, modulando con precisión cada sílaba con una voz suave pero firme, apenas subraya ciertas palabras con un súbito estallido de los ojos, apenas apoya un poco el pedal de la intención para circundar de color un significado, descubro que estoy frente al narrador. La voz que suena acariciando cada una de las sílabas, es la voz que se escucha, apenas audibles, en las páginas de Primeras Historias.

Guimarães Rosa no pierde el tiempo en vaguedades: habla de su arte y de su oficio. Escribe mucho, me cuenta; luego deja descansar lo escrito y vuelve más tarde a revisar, haciendo muchas correcciones, cortando sin piedad. Ese primer trazo copioso de su escritura tiene como propósito ocupar el territorio, marcar los límites entre los que se va a mover el cuento o la novela corta o la narración más extensa. Mientras lo escucho hablar con precisión y sin prisa pienso que esa tarea es, también, un servicio de demarcación de fronteras, como el que ahora tiene a su cargo el embajador. Al corregir, al rechazar, al omitir, Guimarães Rosa sufre las furias y las penas de todo creador apasionado con lo que ha escrito. Para engañar al subconsciente (confiesa) suele decirse que ese material rechazado no va a morir al cesto de papeles. Al contrario, lo copia cuidadosamente en un cuaderno especial que titula Rejecta: así lo destina a posteriores y tal vez inexistentes obras. De ese modo, el subconsciente calla y acepta.

Cuando reedita un libro, vuelve sobre cada palabra, cada coma, cada ritmo. Una de sus colecciones de cuentos, la primera y que se titula Sagarana (1946), ha sido retocada infinitamente. A cada nueva tirada, Guimarães Rosa decide poner otra vez todo el libro en el taller. Hasta que un día se dio cuenta de que si no paraba y decidía que lo escrito, escrito está, se iba a pasar la vida corrigiendo el mismo libro. Ahora piensa (con una casi imperceptible nostalgia flaubertiana) que debía tomar uno de sus cuentos, uno cualquiera, y seguirlo corrigiendo hasta el fin de sus días, como modelo y ejemplo.

Pero tiene que seguir escribiendo. Para su edad, Guimarães Rosa ha publicado relativamente poco: los cuentos ya mencionados de Sagarana, su primer libro; dos tomos de novelas breves que recogió bajo el título de Corpo de baile, en 1956, y que ahora se han desdoblado en tres; la narración larga que le ha valido fama internacional, Grande Sertão: Veredas, de 1956 también; y el tomo de Primeiras Estorias, 1962. Posteriormente al encuentro que evoco ahora, publicó otro volumen de cuentos, Tutaméia (1967), que subtituló con cierta intención, Terceiras Estorias. Las Segundas Estorias están todavía inéditas en libro.


En el taller del filósofo

Cuando lo visité el 13 de julio de 1963 era imposible encontrar en Río un ejemplar de sus primeros tres títulos. Un librero, especialista en literatura brasileña y también editor (Carlos Ribeiro, de la Livraria Sâo José) me dice que tiene más de cien ejemplares pedidos de Grande Sertão: Veredas. El mismo Guimarães Rosa se excusa por no poder conseguirse uno y me cuenta que para poder enviar la novela a los editores europeos que se interesaban en leerla, debió saquear las bibliotecas de los amigos. Para documentar mejor esos problemas, se refiere a las traducciones en curso, a las cartas de Alfred A. Knopf (su editor norteamericano y amigo personal), a las cartas de editores alemanes, a las Editions de Seuil, en París, que le escriben misivas de exquisita cortesía francesa: allí lo saludan como maestro y señalan con aplauso la condición irracional de sus cuentos y la naturaleza casi mítica de su imaginación. Felizmente, en 1966 se han reeditado en portugués todos sus libros y ahora en Brasil su nombre es algo más que un nombre.

Guimarães Rosa se ha levantado para mostrarme la carpeta en que guarda las cartas de sus editores extranjeros y ese gesto (que podría revelar una vanidad superficial, casi infantil) está desmentido por la presencia de gran señor con que se mueve, por la delicada ironía que asoma a sus ojos y a esa semisonrisa que hay siempre en sus labios. Es una ironía que se vuelva impecablemente sobre sí mismo. Pienso en Cervantes y en ese encuentro crepuscular del autor del Quijote con un admirador que se conmueve tanto al conocerlo: recuerdo las páginas en que él mismo cuenta (en el prólogo del Persiles) ese encuentro; evoco la doble o triple instancia de esa vanidad irónica.

También en la gran novela del autor brasileño encontraré más tarde rastros de la misma ironía; también en ella se reconoce la gran tradición (cómica, paródica, pero asimismo épica) del Quijote. Guimarães Rosa me muestra la carpeta con las cartas y sigue hablando de sus libros. Habla con cariño pero es un cariño atemperado por los buenos modales y una convicción, muy honda, de que el verdadero goce de crear no está jamás en el aplauso recibido sino en la acción misma de crear. Por eso sigue contándome cosas. Cuando planea un relato o una novela, empieza siempre por el marco, el paisaje, que invariablemente es el de su Minas natal. Luego trabaja el argumento que le permitirá aspectos psicológicos o morales de sus personajes. Todo eso es, para él, solo un aspecto, una parte de la creación, ya que en el centro de sus narraciones busca siempre expresar algo ético, algo trascendente. Esta preocupación lo hace calificarse de filósofo, con sobreentendidos similares a los de Azorín.

“Tengo horror a lo efímero”, me dice. Siempre pienso en libros. El volumen de Primeras Historias surgió de la invitación de un periódico de Río de Janeiro. Se comprometió a escribir una serie de cuentos. Pero antes de entregar el primero, debió pensar mucho, esbozar unos cuantos, tener por lo menos tres ya escritos y furiosamente revisados, para estar seguro (desde el comienzo) sobre cuál sería la visión general del libro en que irían a parar esas historias de eres soñadores, seres débiles, de temibles bandoleros, de mujeres trágicas, de sucesos extraños como fábulas, mágicos como la misma leyenda del interior del Brasil.

Escribiendo y corrigiendo, descubre a veces un error y en vez de retocarlo, resuelve aprovecharlo. Así, por ejemplo, en Grande Sertão: Veredas hay una piedra preciosa que cambia varias veces de nombre: la primera vez se habla de un topacio, luego se convierte en zafiro, casi de inmediato pierde el nombre preciso y es solo una piedra valiosa, pero antes de concluir la narración será una amatista. Releer todo el libro (594 páginas en la edición brasileña) para uniformar el nombre de la piedra, le pareció tarea estéril. Prefirió agregar unas líneas cerca del final en que las mismas dudas y contradicciones sobre el cambio de nombre sirvieron para acentuar el carácter ambiguo del relato interno. Al fin y al cabo, esa piedra preciosa que el protagonista se siente tentado a regalar a un compañero, al que también ama, es símbolo de un corazón dividido. “Hay que trabajar a favor de las limitaciones”, me dice Guimarães Rosa con una sonrisa en que se refleja su sentido irónico, complejo, de la vida.

Es tarde cuando salgo de la oficina de ese día de julio de 1963. El Palacio de Itamaraty, sus paredes rosadas o blancas, se perfilan como un decorado italiano contra el violento azul del cielo carioca, contra los morros violáceos que cubren como lujoso fondo el panorama algo teatral. En las calles hay gente que se dirige presurosa a las paradas de los omnibuses y trolebuses: son cientos, marchan en hileras, hacen cola con fatigada paciencia. Hay un calor húmedo de verano en el pleno invierno del Hemisferio Sur. En la oficina de Demarcación de Fronteras queda un señor alto, de lentes, impecablemente vestido con un traje azul piedra que tiene una tenue rayita blanca, de corbata de moña y aire fresco y reposado. En la oficina no hace calor, nada se agita, todo está en su sitio. Pero esa calma, esa serenidad estudiada que difunde Guimarães Rosa no es sino la máscara urbana de su creación profunda. En sus libros, en la violencia y frenesí de sus libros, se encuentra la misma vitalidad, el mismo calor apasionado, la misma fuerza oscura de esta muchedumbre que se ordena presurosa hacia su destino. Pienso que en la serena dimensión de su arte, Guimarães Rosa también expresa el mismo espíritu vital.

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