Antonio Muñoz Molina apuesta por una escritura realista e intimista para retratar el reencuentro y periplo vital de dos antiguos amantes separados medio siglo atrás.
No te veré morir (Seix Barral, 2023) es la decimosexta novela de Antonio Muñoz Molina, autor que ha transitado en los últimos años por senderos tan dispares como la ficción novelística, el ensayo, el diario, los relatos y, en formato semanal, los artículos periodísticos. En su retorno a la invención novelada tras Tus pasos en la escalera (2019), la escritura del ubetense desprende en todas sus páginas una cuidada y reconfortante elegancia, y se nota con claridad cómo vuelve a frecuentar, por medio de sus personajes, esos refugios en los que el propio creador se siente tan cómodo y que le alejan del ruido ensordecedor de la actualidad: el deleite artístico, la persistencia del amor o el cuidado por los modales y la educación exquisita.
También repite respecto a sus escritos anteriores el continuo juego con el tiempo, la reflexión sobre el modo en que el pasado aún altera el momento actual, por muchos años que hayan transcurrido. El presente narrativo convoca en una habitación del madrileño barrio de Salamanca a Gabriel Aristu y Adriana Zuber –los dos sujetos centrales del libro, pero no los únicos con importancia en el andamiaje estructural–, dos personajes que se amaron en los años sesenta, hasta que él dejó su vida en la rancia España franquista y se instaló en Norteamérica, en 1967, para abrazar un futuro mejor. Desde entonces, Aristu y Zuber no se han vuelto a ver, y 47 años después, esa promesa de lo que pudo ser si él no la hubiese abandonado, estalla en las conversaciones de su reencuentro, pero el transcurrir vital ha caído como una losa sobre ambos. Es la “epidemia terminal del tiempo”, como escribe Muñoz Molina: “Qué sentido tenía, al cabo de tantísimos años, no dos antiguos amantes sino dos viejos, él y ella, él recuperándose de un cáncer, ella impedida, y en realidad desconocidos el uno para el otro”. Hay mucho de “órfico” en la historia de amor pretérita, y en el viaje de Aristu, medio siglo después, para rescatar a su particular Eurídice: pero como en el mito, sabrá que la ha perdido cuando decida volver a mirarla.
Pese a experimentar con el lenguaje en el primero de los cuatro bloques que componen No te veré morir –las 73 primeras páginas constituyen una única frase, sin ningún punto, como una larga perorata omnisciente en la que se entrelazan las biografías de los antiguos amantes–, el volumen posee una estructura realista que privilegia el retrato de la intimidad, abrazando, por momentos, la melancolía a fuerza de placer, por decirlo con Rafael Berrio. Si bien, la gran originalidad de la novela llega cuando entra en escena un inesperado protagonista, el narrador Julio Máiquez, que relata en primera persona las aventuras norteamericanas de Aristu y su reencuentro con Zuber en el segundo y cuarto bloque. Máiquez se convierte, de forma azarosa, en el sujeto que posibilita el reencuentro, pero sus desgracias vitales –su desdicha familiar o su incapacidad para el éxito laboral– le convierten en un personaje de notable interés.
Otro personaje secundario, pero también relevante, es el padre de Gabriel Aristu. Es el perfil de hombre instruido del periodo de entreguerras, de cuidados modales y dotes para la conversación en las tertulias, que también han retratado en su literatura autores como Jorge Semprún –para referirse, por ejemplo, a su padre– o Álvaro Pombo, que frecuentaba la compañía de Federico García Lorca, Manuel de Falla o Pau Casals. Pese a no significarse, su simpatía monárquica y el hecho de escribir sobre música clásica en el ABC le lleva a ser detenido por los defensores de la República en Madrid, durante dos años. Una vez que los sublevados vencen es liberado, pero cuando llega a su casa no lo reconoce ni su mujer, con un rostro y un cuerpo raquítico, como si fuese un reflejo de El hombre que camina, esa escultura que Giacometti creará en el ecuador del siglo. Tan mal lo pasó el padre durante la contienda que su objetivo vital se convierte en evitar cualquier penuria a su hijo: le da una educación que casi no puede costear y lo redirige a estudiar fuera de la España nacional-católica, en Estados Unidos, donde vivirá ininterrumpidamente desde 1967, para pena de Adriana.
La profunda indagación en el sentir de los personajes conforme Chronos hace sus estragos es uno de los aspectos destacables de la novela. Pero también tiene mucha importancia el elemento espacial. Quedan excluidos los emplazamientos propios de la posmodernidad, tanto lugares de memoria, por decirlo con Pierre Nora, como esos no lugares sin identidad que definió Marc Augé. Son espacios que el propio escritor conoce bien: el barrio madrileño en el que tanto tiempo ha residido, la ciudad de Nueva York en la que vivió como director del Instituto Cervantes o el estado de Virginia, en el que pasó un tiempo y donde contextualiza los primeros pasos americanos de Máiquez. Estados Unidos tiene mucha relevancia en la trama, y se diría que perfila los cambios de la sociedad norteamericana en tres momentos clave: la desinhibida California de la contracultura, los prometedores y neoliberales noventa, y el trumpismo más reciente, al que hace referencia en las páginas finales.
El tiempo es inabarcable, y esa es la gran lección que deja No te veré morir. En Sefarad, el ubetense escribió: “No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que alguno de vosotros repitáis lo que os hemos contado”. El modo de evocar el pasado está en el meollo de la novela, y el combate entre el onirismo y la memoria es una constante. Sabe Muñoz Molina que la memoria es muy frágil, como supo ver Paul Ricoeur, y concede inusitada relevancia en su último libro al modo en que se rememora el pretérito anhelado en el mundo de los sueños, por lo que la invocación inconsciente parece ganar la partida a la invocación consciente. Asevera Aristu: “A mí la vida antigua empezó a volverme no en los recuerdos, sino en los sueños”.
Los recuerdos también están asociados al deleite artístico, al elogio de lo intertextual que compone el autor a lo largo de unas páginas por las que desfilan creadores como Eça de Queirós, Montaigne, Proust, Hopper –al que ya dedicó un excepcional ensayo en su libro El atrevimiento de mirar (2012), denominado “Las ventanas de Hopper”–, Stravinski o Bach.
No te veré morir no es la gran obra del Príncipe de Asturias de las Letras en 2013, más aún habiendo escrito en las últimas décadas obras de altísimo nivel como Beatus Ille (1986), Sefarad o La noche de los tiempos (2009), pero sí supone la enésima constatación de que Muñoz Molina continúa cultivando un notable interés dentro del panorama contemporáneo de las letras hispánicas.
[Fotografía: Aloma Rodríguez - fuente: www.letraslibres.com]
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